Las miro, es lo primero que se examina para identificar a una persona.
Las cabezas están arriba o debajo del número de identidad. A nadie se le ocurriría identificarse con las fotos de unos pies, de las manos, o las fotos del abdomen. Aunque yo reconocería tu cuello entre el montón de cabezas que se alzan en medio de la plaza. Yo reconocería las arrugas, la piel pecosa, esa piel que me resulta familiar, con olor a sudor.
La colección de cabezas está distribuida en una sala grande de amplios ventanales. Es curioso cómo las cabezas se engalanan. Y es precisamente esta parte del cuerpo lo que representa lo macabro.
No es para menos. Es en el interior de las cabezas donde se ama y se odia. Yo he amado cabezas por lo que piensan. También, por cómo odian. También, por su aspecto físico. No existe otra parte del cuerpo que pueda causar tantos sentimientos encontrados.
Había visto huesos humanos en el cementerio. Sé que son humanos exactamente porque, junto al montón de restos, estaba una calavera. La estructura con dos orificios, el típico diseño que nos recuerda México. ¿Cómo puede ser tan valiente un país en identificarse con la muerte?
Las cabezas de los animales derrotados antiguamente se disecaban para colgar en las paredes de un despacho o una biblioteca. Solo he visto una de esas cabezas en la vida real. Fue en la casa museo de Ernest Hemingway en La Habana.
La mesa está debajo de la cabeza de un toro. En la mesa solía escribir el Premio Nobel de Literatura. Fui en dos ocasiones a ese museo, para sostener la vista a los ojos de la cabeza del toro. Pero esos ojos permanecían más muertos que toda la cabeza.
Tuve deseos de sentarme en la silla, sentir la presión de la mirada ciega del toro. Confieso que el deseo venía más de la cabeza disecada que de la admiración por el escritor. Una máscara es la representación de una cabeza.
He visto el ritual de una rogación de cabeza, en donde se pasa un huevo por el cráneo hasta la frente. La cabeza de la persona a quien se le hace el ritual es mojada con aguardiente de la boca del santero.
Siempre me pareció sexy esa práctica: expulsar ron por la boca a la cara del que recibe el ritual. El ron esparcido está contaminado por la saliva del que ofrece la ceremonia. El chorro de licor proyectado con presión al rostro, como cuando se escupe a la cara del amante en medio del éxtasis. O, cuando la cabeza, la boca piden que les orinen.
Al finalizar el rogamiento de cabeza, un huevo es lanzado hacia atrás. La persona que recibió el ritual no debe mirar hacia donde fue lanzado el huevo.
He terminado pintando cabezas. Un retrato no es una cabeza. El término cabeza es algo biológico, mientras que retrato es demasiado artístico, demasiada representación.
Cuando digo cabeza, me refiero a esa parte del cuerpo separada. Como si ya no estuviera conectada con el resto del cuerpo. En cambio, si digo retrato es sólo un fragmento y la cabeza sigue conectada al cuerpo.
Compré, en muchas ocasiones, cabezas de pescado para hacer sopas, cuando era niño. El montón de cabezas eran pesadas en balanzas antiguas y desgastadas. Se decía que ese caldo era muy bueno para los nervios. Para pensar, porque tiene fósforo.
Mi madre decía que yo leía mucho porque me gustaba tomar esa sopa. En realidad, lo que me gustaba era ir a comprar las cabezas. Saber cuánto costaba toda aquella inmundicia. Llevarlas en el bolso.
En el momento de servir la sopa, debíamos de colar la porción de cada uno en el plato. Siempre terminaba embarrándome de ese mejunje, demasiado acuoso, con demasiado olor. Un olor rancio que asocio a los platos de cerámica barata china, con motivos de rosas muy bien definidas en los bordes.
A diferencia de lo que muchos creen, las calaveras de las personas adineradas se diferencian de las personas que tienen poco. Hubo un tiempo que las personas que tenían algo de dinero recubrían uno o tres dientes con oro. Sus cabezas se distinguían de las demás por el metal precioso.
Después de fallecidas esas personas, el metal era sacado de las tumbas, en el mejor de los casos. También sé de robos en el hospital, en la morgue. Después de alguna operación, los médicos o enfermeras extraían los dientes recubiertos de oro. Los que tienen serán siempre robados, aun después de muertos.
Las cabezas hablan, lloran, gritan, muerden, lamen. Las cabezas se recuestan, son sostenidas con dos manos como si pesara mucho lo que piensan, sus recuerdos. Las cabezas comen y besan.
Hay un sinnúmero de tratamientos para embellecer las cabezas: peluquerías, cortes de cabello, tintes, peinados. Tratamientos en la piel para cuellos, nucas, cutis, frentes y párpados. Tratamientos dedicados a los dientes.
Actualmente sonreír es sinónimo de seguridad. Esta tendencia es nueva y está asociada a tener una dentadura perfecta, detalle que denota poder adquisitivo. La felicidad se anuncia y se publica. Esa felicidad que es privativa de aquellos que pueden mostrar una espléndida dentadura, blanca y reluciente.
He visto cabezas donde quiera. Las busco. En realidad, busco una mirada, unos ojos donde reflejarme.
Detrás de las puertas de entrada, en las casas de mis amigos en La Habana, había una piedra con dos oquedades. En algunos casos, podían ser semillas.
Esa representación de cabeza se llama Eleguá. A veces los veía majados con comida, velas, frutas, miel. Cuando se quiere dar muerte a alguien, la parte de más probabilidades para dañar es la cabeza.
Las cabezas son hermosas y feas. Las hay que pueden ser comunes. Pero, si te fijas bien en esas cabezas que a simple vista podrían parecer comunes, no lo son. Esto no sucede con otra parte del cuerpo. He comprobado que lo que piensan algunas cabezas se refleja en su aspecto físico.
Las cabezas son el puesto de mando, la oficina central. Llegamos al mundo por la cabeza, en el parto. En raras ocasiones un niño viene de pie.
De ahí la expresión de casi toda una vida: hay que meter cabeza.
Meter cabeza es trabajar, pensar, ingeniárselas, parir. He visto como salen las cabezas de los recién nacidos. Van ensanchando las paredes de útero. He visto esa escena en varios animales: en las gatas, cerdas, perras, yeguas.
Vuelvo a las fotos de la colección. Es impresionante verlas reunidas. A primera vista, algunas no parecen cabezas.
La sala me recuerda un cementerio bajo techo. Las lápidas son una clara referencia a la tarjeta de identidad: la foto de busto, la mirada al frente sin expresión, la fecha de nacimiento y muerte. Allí, cabezas. Las obras de arte de la colección. Debajo, la ficha técnica.
Las cabezas calvas muestran déspotamente cómo es el cráneo. La ausencia de pelos deja ver la estructura ósea. Hay cabezas redondeadas, que terminan con una ligera punta. También las hay chatas, con cicatrices, con áreas hundidas.
Prefiero las cabezas redondeadas para abrazarlas, para tenerlas entre mis brazos. Amo las cabezas por lo que piensan, por lo que creen, por lo que dicen, por lo que callan. Una cabeza que calla es una representación. En cambio, una cabeza parlanchina tiene exceso de palabras y pide a gritos ser atendida: reclama, no acepta.
Existe un safari de cabezas. Eso explica la cantidad de amigos que constantemente se hacen fotos junto a cabezas de artistas, gente influyente, científicos, deportistas, políticos.
Las personas quieren que sus cabezas estén junto a cabezas prestigiosas. Después, esas mismas personas critican el coto de caza, la industria bárbara de ir a la selva o a las praderas africanas para matar una fiera. Son las mismas que terminan en fotos juntos a cabezas tan exóticas, tan afamadas, tan cotizadas como la cabeza de un rinoceronte o un león.
El selfi es la escena. El revólver es el teléfono celular o la cámara. La selva o la pradera son una exposición o la presentación de un libro.
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