Las ‘Sombras’ de Sulian Linares



Una mujer sentada en una silla, inclinada hacia delante. Las piernas cruzadas para exhibir sus muslos contorneados con perfección. La mano señorial sobre las piernas espera el beso de cortesía de los súbditos. Tinta sobre blanco es todo lo que se necesita para mostrar un mito.

En la esquina inferior derecha, una madeja de cabellos recién cortados que delata el crimen de Dalila. En el extremo superior, un espacio abierto se extiende donde debería haber una cabeza. Hay orgullo y dolor en esta imagen. Regodeo y venganza. Reivindicación.

La persona reflejada en el cuadro se jacta de su acción. Se siente cómoda en su trono mientras espera las valoraciones ajenas. El padecimiento lo encierra el título de la obra: El síndrome de Dalila. 

Hay en ello un carácter díptico, una posibilidad abierta a la contraparte. El síndrome de Dalila es sumamente ilustrativo. Aunque el nombre sugiere una figura femenina, no se delimita a ella. Es en sí un síntoma humano, de quien no quiere ver lo que tiene ante sus ojos. 

El personaje bíblico que encarna el nombre nunca pretendió ocultar su naturaleza. La hacía evidente en cada momento, en cada situación en que traicionaba la confianza de Sansón. El pecado está en él, que no quiso, que no pretendía aceptar la realidad que se plasmaba ante sus ojos. Confianza ciega en el velo de Maya. Sansón, en su consciente negación, termina enredado en el velo mítico, en una asfixia simbólica que le cuesta la vida y el favor de Dios.

Es estigmatizado el culto a la seducción por la concordancia de este con el goce, con lo lúdico y lo sensual.

La serie Sombras, de Sulian Linares, se abre ante el espectador desde una polisemia evidente. Al menos hay tres campos interpretativos por donde abordarla. Campos que se superponen y se imbrican desde una complementariedad orgánica.

Una primera aproximación se sostiene sobre la pregunta: ¿qué es fundamental, la cabeza o el cuerpo? La cabeza es símbolo indiscutible de la racionalidad occidental. Lugar de sustento de las ideas y la personalidad. Anatomía que posee al rostro y este, a su vez, actúa como fuente de individuación entre el resto de los mortales. 

Los rasgos faciales son el primer acercamiento para reconocer al otro y para reconocernos a nosotros mismos. Nos identificamos en el grosor de los labios, en la caída de las cejas, en el tamaño de la nariz. Nos diferenciamos del otro por nuestro semblante único. Contacto visual que enmascara el acercamiento íntimo y redimensiona la identidad como carácter primigenio de la confluencia.

La posición del cráneo sobre la columna vertical acerca a este al cielo. Lo encarna lejano de la superficie, de lo terreno. Efigie del pensamiento superior como distintivo de la evolución humana. La cabeza magnánima y trascendente.

¿Y el cuerpo? Lo corporal es visto como complemento, como lo adyacente a lo importante. La fisonomía es símbolo de vanidad, de un exaltado amor propio. El culto al cuerpo es considerado por la tradición como algo superfluo. Gran parte de esta interpretación está mediada por la cultura judeocristiana. El ser humano está solo de paso por la tierra. Por tanto, todo lo material, incluido la carcasa que encierra al alma, es una limitación temporal. Es solo una prisión de piel y huesos que adorna lo esencial. Reminiscencias del lado animal, de lo volátil.

Un exorcismo medicinal que obceca las fantasmagorías del machismo.

Este apercibimiento hace que se rechace la carne por ser contemplación de lo pecaminoso. Es estigmatizado el culto a la seducción por la concordancia de este con el goce, con lo lúdico y lo sensual que se inscribe en ello. El objeto del hombre no es adorarse a sí mismo sino a lo superior, lo que viene después.

Pensar en el binomio cabeza-cuerpo obliga a la elección de hacer prevalecer uno sobre otro, sin contemplar otras posibilidades. Lo terreno o lo sagrado, no hay puntos medios. No existe confluencia entre ambos. La ruptura con este pensamiento estático es una de las posibilidades de la obra de Sulian. ¿Qué es cardinal? ¿Necesita ser superior una a otra? ¿Pueden ser complementarios?

Las preguntas nacen en la contemplación y se vuelven rostros que suplen el vacío. Son el Hintergedanken, lo oculto, matizado como segundas intenciones. Abre paso al examen de la dicotomía arbitraria, la posibilidad de un cuerpo sin psique o una psique sin cuerpo. Los seres de tinta que habitan estos cuadros se avientan a reinterpretar la racionalidad. Establecen sus relaciones con el mundo a través del propio accionar. Se patentan en una libertad que se reestructura en cada movimiento. Son en una totalidad evidente que se escapa al espectador por su afán de querer explicarlo todo. Más que la comprensión, el suceso como experiencia vivencial. Se sienten, siendo.

La serie hace énfasis en el lado físico a través de la representación de mujeres que parecen haber sido decapitadas. Pero, ¿son mujeres decapitadas si no poseen cabeza?

No transita el camino de la pérdida, se mueve por el territorio de la ausencia.

La decapitación es un acto violento, una separación de lo natural. Para ser efectiva, necesita de la presencia visual de la cabeza. O al menos de algún remanente que haga suponer el acto que le antecede. El cercenar algo implica reconocimiento de la otra parte, implica su existencia e importancia. Aquí no hay rastros de sangre, no hay un cuello que sobresalga por encima del encaje victoriano. No hay un hacha sobre el suelo ni el esbozo de una guillotina en el fondo. No hay instrumento o trofeo que adelante el vaticinio.

¿Puede haber una decapitación in absentia? ¿Puede ser cercenado algo que no está? ¿Puede cortarse lo inexistente? Por tentador que sea asumir este camino interpretativo, es estéril hablar de la escisión del aire. Entonces, ¿es factible hablar de una pérdida? ¿Qué te hace perder la cabeza?

Afrontarlo desde la literalidad es ambiguo. No puede interpretarse perder como abandono inconsciente de algo. La mollera no se lleva sujeta por el cabello o colgada al hombro, no se deja olvidada en el respaldo de una silla. Perder aquí es sinónimo de robo, de extracción forzada. Mutilación que antecede a otro que dictamina lo que debe ser. Se inutiliza el cráneo en una imposición de poder, en una apuesta infructuosa. Se regresa a la decapitación como topos.

Metafóricamente, las causas son amplias. Se pierde por amor, por lealtad ciega a una causa o a una persona, por una enfermedad mental o un estado febril. Se difumina la cabeza ante la inconexión entre cuerpo y mente. Si puede hablarse de pérdida, solo puede hacerse acusando a la temporalidad y a la imposición de un elemento externo que suspenda la comunicación entre uno y otro. 

Lo que comienza en un susurro, se vuelve voz atronante de diosas y mujeres: Kalhi, Afrodita, Yemayá, Cleopatra, Helena, Norma Jean.

Sulian no transita el camino de la pérdida, se mueve por el territorio de la ausencia. La ausencia de la testa en una serie creada por una mujer plantea interrogantes precisas que pueden ser abordadas desde el feminismo: ¿qué significa una mujer sin cabeza?

El descabezamiento femenino hace incidir toda la atención sobre el cuerpo. Las figuras se muestran desde una objetualización, como si solo importara de ellas la hechura física. No necesita ojos ni boca, mucho menos cerebro. Es un receptáculo que solo sirve para acumular esperma y encargarse de la maternidad. Visión patriarcal que comienza a subvertirse a partir de la propia (re)presentación.

Hay en el arte de pintar esto una rebelión. La confrontación simbólica que se establece entre el ser y el objeto, en el ser objeto. La mujer guillotinada, lapidada, encorsetada. La mujer sireniada. Mujer receptáculo, ánfora, instrumento. Toda la fuerza de la tradición escarmentada en el reflejo.

Los cuadros de Sulian ganan fuerza desde esta confrontación. Redimensionan un tabú histórico que se sustenta en el silencio. El mismo silencio que tapona la posibilidad de existencia. Lo innombrado no existe, la palabra antecede a la percepción. La imagen muestra, percute insidiosamente sobre el imaginario del receptor. Es otra vez el Síndrome de Dalila. Así me ves, así te ves que obliga al reconocimiento, al nombre.

Este enfrentamiento se hace palpable en Premonición ignorada 2. Cuadro de transición entre una serie anterior y la actual, muestra a una niña irreverente, orgullosa de su edad y su criterio. La pequeña desconoce el mundo adulto, no se siente parte de él. Su fisonomía está completa. Aún no ha sido violentada. Ingenuidad y privilegio que se revertirán en el futuro. Su coquetería altanera de princesita le nubla el advenimiento que se materializa en la madre/matrona/cuidadora que se encuentra en su presencia. No le conviene comprender que la sombra adulta se cierne sobre ella, que se le acerca, a punto de sujetarla por los pies. No quiere adelantarse en el sufrimiento. Cree que sobre su nuca aún queda esperanza, un sentimiento vago que se desdibuja en lo premonitorio.

Hay un ejercicio de reconciliación y de autoconocimiento, una sapiencia trascendental que se muestra al espectador.

Delante de los cuadros de Sulian se siente un murmullo. La voz apacible de Lilith que reniega de la costilla paternal. Lo que comienza en un susurro, se vuelve voz atronante de diosas y mujeres: Kalhi, Afrodita, Yemayá. Cleopatra, Helena, Norma Jean. Las mujeres de la historia que han sido minimizadas, obviadas por su naturaleza femenina, por el miedo que carcome a los hombres. La ausencia sobre el torso es un comodín para posicionar el rostro elegido. Esta transposición es asumible también desde el mismo título de la serie.

La sombra es un arquetipo jungueano. Como arquetipo, se proyecta en el ser consciente y busca expresarse. Consiste en el lado oculto, relacionado con la imagen de cada cual que se pretende ocultar. Este ocultamiento forzado imposibilita el autoconocimiento, de ahí que la comprensión de la propia sombra sea para Jung una fuente de sabiduría. Contrario a otros arquetipos, este no posee una nominación sexual, sino que implica un proceso íntimo del propio ser. La sombra acompaña siempre pero no es Mr. Hyde. No es una fuerza demoníaca o maligna sino la propia evidencia de humanidad. El circulo negro dentro del lado blanco del Ying, el claro dentro del Yang.

Como todo arquetipo, es al mismo tiempo personal y general. Si cada quien tiene sus propias sombras, hay sombras que abarcan a toda la especie. En la línea metafórica del díptico, si se ubica la luz en la cabeza, la sombra es el cuerpo. Si se maximiza la idea de la razón, lo natural funciona como contraparte. La sombra es el reverso de la moneda, el complemento.

Sulian se reconoce en lo otro, se examina y se cuestiona. Hay un ejercicio de reconciliación y de autoconocimiento. Hay en ello una sapiencia trascendental que se muestra al espectador. Es ella como catalizador de sus fantasmas.

La ausencia de cabezas permite al receptor hacer coincidir la suya en el espacio vacío. Concibe la transmutación personal como una acción de comunidad, de confluencia entre unos y otros. Donde no hay nada, puede ponerse todo. Puedo ser yo en la complacencia de mis demonios. Puede ser tu reflejo en el espejo o la figura hueca de la feria en la cual te retratas.

No edulcora sus espectros. Muestra lo que apercibe. El trazo de las líneas se afina, mientras su pensamiento se esclarece.

Linares no edulcora sus espectros. Muestra lo que apercibe. El trazo de las líneas se afina, mientras su pensamiento se esclarece. Los trajes engalanados de arabescos permiten sentir el tejido. Pequeñísimas flores negras que se deshacen en los dedos, que sueltan los pétalos oscuros que impregnan todo, para no disimular la atención de lo importante, para no dejarse llevar por lo superfluo del adocenamiento. 

No hay recargamiento alguno sino lo imprescindible para potenciar la interpretación. No debe confundirse minimalismo con simpleza. Sulian presta atención a todos los detalles. Dibuja la figura, la anatomía de sus sombras, detallando cada trazo. Las viste con suma delicadeza, adereza los vestidos victorianos con cuidados de sacerdotisa. Después, entinta la imagen. El propio acto del entintar confiere a su serie la cualidad de sombras. El ocultamiento de lo evidente.

La apnea trascendental que regresa como bocanada vivificadora. La obra de Sulian Linares se redimensiona en un exorcismo medicinal que obceca las fantasmagorías del machismo, la tradición binomial del cuerpo y la mente, y la significación del propio ser. Subversiva e íntima en el alumbramiento, en la expansión del mundo. Límpida y clara para enternecer y amamantar el alma.


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© Imagen de portada: ‘El síndrome de Dalila’, de Sulian Linares.




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Ray Veiro

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