Hubo de pasar sesenta años para que Cuba tuviera un director no extranjero en la Academia de Artes Plásticas San Alejandro. El habanero Miguel Melero, en 1878, fue el primero en tomar distancia del neoclasicismo francés, incluir a las mujeres en el estudiantado, contratar a profesores que verdaderamente se enfrascaron en captar la luz de nuestros campos y marinas —como el canario Valentín Sanz Carta— y formar una generación de artistas que —junto al pintor educado en Santiago de Cuba y New York: Guillermo Collazo— lograran la coloración y asuntos anhelados para los retratos y paisajes cubanos.
De entre los más destacados de ese grupo de creadores resaltan las obras de: Armando García-Menocal, Leopoldo Romañach y Juana Borrero. Sin embargo, dos años antes de que se iniciara ese camino hacia una pintura genuinamente nacional en la Mayor de las Antillas, un isleño —desterrado en México—, luego de ver lo expuesto en la Academia de San Carlos del Distrito Federal, se adelanta a su tiempo y sorprende con una defensa de la pintura mexicana futura frente al monopolio temático y formal de España y Europa.
En la Revista Universal —un 24 de octubre de 1876—, emplaza José Martí a varios pintores mexicanos a buscar ganancias económicas en los motivos de su historia y realidad circundante. Él es consciente de que cada creador debe viajar a Occidente para mejorar su arte; pero el presupuesto para esos viajes debe venir del ingenio creativo propio y de la capacidad para reflejar artísticamente el entorno social y natural de su nación.
¿[…] tampoco se animarán ahora nuestros pintores a copiar nuestros tipos y paisajes, que serían oportuno alimento a la curiosidad vivamente excitada de nuestros vecinos?
México les parece un país de oro, y todo les sorprende en nosotros: nuestra historia, nuestras revoluciones, nuestras riquezas, tan mal aprovechadas; nuestras minas, que no cuidamos; nuestras poblaciones de temporada, que no embellecemos; nuestros tipos y vestidos originales, que hieren vivamente su atención.
Esto es una gran fuente de riquezas. La curiosidad tiende siempre a saciarse, y la curiosidad rica satisface prontamente su tendencia. ¿Qué hace Ocaranza que no anima sus composiciones delicadas y picarescas con tipos de México? ¿Por qué no hace Parra episodios de nuestra historia? ¿Por qué Tiburcio Sánchez y Rodrigo Gutiérrez no dan vida […] a nuestro Mercado de la Leña, a nuestras vendedoras de flores, a nuestros paseos a Santa Anita, a nuestras chinampas fértiles, perpetuo seno preñado de flores? ¿Por qué, para hacer algo útil, no se crea en San Carlos, olvidando las inútiles escuelas sagrada y mitológica, una escuela de tipos mexicanos, con lo que se harían cuadros, de venta fácil, y de éxito seguro?
[…] nos duele que se dé razón para decir una verdad que no es más que aparente: que la pintura en México no tiene porvenir.
En México, puede ser cierto, por falta de educación artística, amor patrio y buen gusto entre los ricos; pero fuera de México, sí tiene gran porvenir la pintura mexicana. Ávidos de nuestros cuadros de costumbres estarían Schauss en Nueva York y en París el benévolo Goupil.
¿Ni la seguridad del bienestar hostiga a nuestros excelentes y apáticos pintores? ¿No les sonríe un viaje a Italia, una meditación en el Cementerio de Pisa, un asombro ante el Giotto, una contemplación ante Angélico, un paseo por la costa malagueña, […] una mañana en la Catedral de Sevilla, y un crepúsculo en la Alhambra de Granada?
Todo esto podrían procurarse ahora fácilmente con el producto de sus cuadros.[1]
La exhortación martiana tuvo su efecto, como lo demuestra la estudiosa Ida Rodríguez Prampolini en su libro La crítica de arte en México en el siglo XIX (UNAM, 1997). No es que siguieran al pie de letra la propuesta del crítico y se viesen al poco tiempo cuadros de chinampas y Mercados, pero, en la temática histórica, por ejemplo, Félix Parra varió sus modelos y cambió el retrato de Galileo Galilei de 1875 por el del padre Las Casas, protector de los indios mexicanos, de 1876; posteriormente, el artista envió esa obra a la exposición de Filadelfia, que ―años después― Martí describió y utilizó como ilustración en su revista La Edad de Oro.
En esa misma publicación, el escritor pinta con palabras lo que muchos no se animaban a hacer en el lienzo y, a partir de sus lecturas de cronistas, realiza el pictórico texto de “Las ruinas indias”. Pareciese que el verdadero receptor de Martí no llegaría hasta cincuenta años después, cuando Diego Rivera pintara en las paredes del Palacio Nacional (1929-1935) una serie de obras que cuentan la historia de México, desde la época precolombina hasta inicios del siglo XX. En el corredor norte, y a partir del estudio que hace el artista de Bernal Díaz del Castillo, alcanza a representar el antiguo Mercado de Tlatelolco.
Martí ―de cierta forma― sospechó que esa deseada internacionalización de la pintura mexicana vendría desde sus orígenes: desde la influencia mural de los templos mayas. El escritor, en 1880, reseñó para la revista The Hour un notable cuadro mexicano de autor desconocido del siglo XVII, que versaba sobre el período de la conquista. Contaba la obra con alrededor de tres mil personajes distribuidos en escenas simultáneas sobre los años traumáticos de la ocupación hispana.
El cubano se entusiasma y plantea: “No hay duda ninguna de que en aquella época una escuela de pintura existía en México que fue desalentada por los admiradores de los maestros españoles, de cuyas obras están llenas las iglesias y museos de México”.[2] Como no existía un proceso de curaduría y estudio del arte tan avanzado como el de hoy, Martí tiene que entrar al campo de las suposiciones en su análisis:
[…] este cuadro debe haber sido pintado por orden de alguna persona o entidad rica ―quizás para algún acompañante de Cortés, o, lo que es más probable, para la Audiencia, el ayuntamiento o para el virrey. Ningún particular puede haber pagado un cuadro que debe haber tardado al pintor algunos años para terminarlo. La pintura está sobre madera y para evitar que fuese robado, uno de los dueños de este cuadro lo hizo cortar en diez pedazos.[3]
Estos detalles de la segmentación de la obra y de su base en madera reducen bastante las posibilidades de búsqueda. Una pintura sobre la conquista ―de gran formato, de autor anónimo del siglo XVII y con multitud de hechos y personajes― cuenta con más de tres ejemplos, pero todos en óleo sobre lienzo. Sin embargo, con las peculiaridades de madera fragmentada, solo he localizado dos obras: una perteneciente a la casa de subasta Sotheby’s y la otra propiedad del Museo Franz Mayer.
Se necesitaría hacer un estudio in situ para comprobar si algunos de los detalles descriptivos planteados por Martí se localizan en la compleja y heterogénea composición de ambas piezas. Estas obras constituyen un misterio para la historia del arte pues muestran un vínculo ―todavía no bien documentado― entre los artesanos de biombos de madera japoneses y los artistas anónimos de la llamada entonces Nueva España.
De hecho, detrás de las escenas de la conquista, por la otra cara de las piezas de madera, se muestra la ciudad de México en calma, con la nueva urbanización dada por los conquistadores.
Lo cierto es que el poeta cubano ―con sus ideas de cambios de asuntos para los cuadros; de inserción de los artistas en el mercado de arte neoyorquino y su visión de volver a los grandes formatos pictóricos de rica historia y llamativo colorido― se convierte en una especie de profeta de lo que sería luego la revolución muralista mexicana del siglo XX.
No nos puede sorprender entonces que la imagen de Martí aparezca al lado de Frida Kahlo en uno de los más famosos murales de Diego Rivera: Sueño de una tarde dominical por la Alameda Central; que la biógrafa y amiga del pintor fuera la martiana Loló de la Torriente; ni que artistas de la vanguardia cubana, como Eduardo Abela, Jorge Arche y Mariano Rodríguez, optaran por incorporar la monumentalidad del arte mexicano a sus propias estéticas artísticas.
Nada une más a los pueblos que las familias, las amistades y las culturas. En México, Martí se reencontró con sus padres, hizo amigos entrañables y descubrió una incalculable riqueza cultural.
Notas:
[1] José Martí: “La Academia de San Carlos”, en Obras Completas. Edición Crítica, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2000, t. 3, pp. 204-205.
[2] José Martí: “Arte. Un notable cuadro mexicano”, en Obras Completas. Edición Crítica, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2009, t. 7, p. 237.
[3] Ibídem, p. 238.
Martí, Rembrandt y la búsqueda de ‘El Dorador’
Ni Gonzalo de Quesada ni los editores posteriores pudieron rescatar «El Dorador de Rembrandt», un artículo que José Martí quiso legar a la posteridad.