“A la espera del pelotón de fusilamiento”, así titulaba El País la noticia sobre la condena del general Arnaldo Ochoa y otros militares cubanos en el verano de 1989. Los zares del narcotráfico eran tirados por el gran dictador, para quien la era poscomunista no tenía por qué florecer en Cuba.
También en 1989, el académico David Freedberg publica The Power of Images, un libro en el que se preguntaba si ungir, lavar y engalanar las imágenes constituían acciones de homenaje —inspiradas por imágenes que ya eran operativas de alguna manera— o si eran meros ritos de consagración.
Visto desde tal pregunta, el poscomunismo, más que lavar su perversidad imaginaria, ha venido intoxicando la misma con un narcisismo auxiliado por restos de bienes culturales que se debaten entre el romanticismo memorialista y la conmemoración remisa, donde la narración se satura colocando el presente en un pasado intemporal.
Piénsese en best sellers como las biografías de corte político, en películas y puestas teatrales, en los estudios académicos; en suvenires como las gorras y camisas militares, el pasamontañas zapatista o el pañuelo palestino; en coleccionables como armas, condecoraciones y documentos desclasificados; en el uso de las insignias militares soviéticas como complementos de pasarela; en reportajes fotográficos, como los de la devastación en los Balcanes y la invasión a Ucrania; en actividades progresistas, como el turismo militante a Chiapas y a los países árabes donde han acontecido revoluciones; en sentencias mediatizadas, como las censuras constantes a las Pussy Riot y Ai Weiwei; en el nuevo enemigo de todas las naciones, visibilizado en los vídeos de los muyahidines afganos y los terroristas islámicos colgados en Internet; piénsese, incluso, en la cobertura noticiosa de las manifestaciones internacionales contra las FARC, del regreso de los Cinco Héroes a La Habana, y de la represión del gobierno de Maduro y Ortega a quienes se movilizan de Venezuela y Nicaragua.
El poscomunismo ha constituido un rito de paso político para la reformación de Hybrid Regimes como Rusia, China, Taiwan o Zambia, en los que se ha consagrado un nuevo tipo de autoritarismo que, escoltado por las sutilezas de la competitividad económica, sigue el ritmo propio de un comunismo tardío. Rito de paso que, en el caso cubano, quiero decir para una parte significativa de quienes construyen el pensamiento en torno a Cuba, no deja de consagrar el término utopía sin abrir paso al que corresponde: totalitarismo.
Quizás a esto se refería el presidente Barack Obama cuando afirmaba que su viaje a La Habana era un intento de acabar de una vez por todas con la Guerra Fría. Pero lo cierto es que hoy el poscomunismo resulta un sueño imaginario, con todo lo que implica querer y poder soñar. Un sueño del que nos invita a despertar el artista Requer (Renier Quer) con su obra Octubre (2016).
Sabemos que La huelga (1924), El acorazado Potemkin (1925) y Octubre (1927), películas todas dirigidas por Sergei Mijáilovich Eisenstein, constituyen hitos narrativos del cine revolucionario; pero hay más: constituyen ídolos imaginarios. La pensadora Marie-José Mondzain nos dice que el ídolo no es más que el destino de una imagen presa en el flujo de la pasión. Con lo cual, la idolatría resulta ser la adoración de un objeto a partir de las ilusiones visuales que nos provoca; objeto que veneramos gracias a lo que él venera. Por ello, al venerar, instituimos lo sagrado: erigimos la imagen como parte de una determinada topología fantástica, cuyos puntos cardinales están formados por los grandes esquemas y arquetipos constitutivos del imaginario diurno, mitificador siempre del gran relato.
En ello se enfrasca Requer, en desmenuzar, fotograma a fotograma, el archiconocido gran relato contado en la película Octubre: la lucha proletaria contra la burguesía hasta conseguir la revolución. Sin embargo, Requer no mira lo heroico eisensteiniano; antes bien, mina tal heroísmo con “lo mundano” que lo rodea.
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Para ello, Requer selecciona seres envueltos en cierta inactividad, provocada quizás por la duda ante lo que ocurre, por el connatural miedo a la muerte, por la incapacidad para incorporarse y avizorar el porvenir, o por simple indiferencia. Lo relevante aquí es que se trata de seres que, según la intransigencia militante, podrían ser tildados de cobardes. Y bien sabemos que estos resultan inservibles para cualquier revolución, como no sea para definir el mal.
La trama creada por Requer para actualizar dicha película es narrativamente demoledora. Desplegada a modo de story board, se divide en tres bloques asumidos como introducción, nudo y desenlace: en la primera pared leemos la sinopsis de lo que sucederá; en la segunda nos deleitamos con un obseso abarrotamiento de dibujos de personajes en shock, dormidos, pasmados, indiferentes, en definitiva, sumidos en dicha inactividad con relación a los acontecimientos; y en la tercera apreciamos una imagen engalanada con pomposa marquetería del monumento del zar Alexander III.
Pero, hay un detalle: la palmada que inserta Requer entre el segundo y el tercer bloque. Su función: despertar a esos seres pasmados para devolverlos a una supuesta actividad.
Digamos que en el story board propuesto por Requer, tal estado de inactividad sumerge a estos seres en un profundo sueño; si bien, al no presentar imágenes de ensoñación, Requer sugiere el uso del sueño como trance temporal: de espera de “lo que está por venir”.
Veamos el sueño como la advertencia de una futura actitud consciente; lo que entraña que quien sueña debe comportarse con obediencia para obtener lo soñado al despertar: al volver a la realidad. Estamos así frente a una variación del sueño de pauta cultural del que habla Jackson S. Lincoln, donde el encausamiento del deseo acontece gracias a la expectativa de tener un sueño específico que contribuya a un rito de paso, sea cual sea.
De lo que se trata es de comprender cómo en cada cultura los individuos son propensos a sueños predeterminados. Consecuentemente, si en una cultura específica los individuos sueñan con tal o más cual evento, deseo o anhelo, el hecho de soñar, el sueño en sí, refuerza el credo mítico al respecto, especialmente si es una cultura como la generada por sociedades comunistas, en la que soñar implica cierta utilidad discursiva en torno a la posibilidad de visibilizar “el futuro que se busca”.
Dicho esto, vale aceptar que todo lo que se quiere, primero se sueña; e inclusive que lo anhelado se absolutiza en los sueños. Asimismo, podemos admitir entonces que ha sido tal absolutización de lo anhelado la que ha permeado el discurso político cubano y la creencia social en él, respecto al sueño de la Revolución; o más inicuo aún, esta se ha absolutizado como la conditio sine qua non para poder soñar.
Y, de igual modo, tenemos que reconocer que tal absolutización es la que permea hoy el sueño de la sociedad cubana para con la llamada “apertura poscomunista”, aun cuando esta sea moderada desde el Estado con sentencias como: “no necesitamos que el imperio nos regale nada”.
Entonces: ¿qué hacer con el detalle de la palmada y la vuelta en sí que provoca? ¿Qué hacer si al despertar estos seres y volver a la actividad, o si al continuar nuestra mirada hacia la tercera pared en busca del desenlace, nos encontramos, todos, con el monumento imperial? ¿Qué hacer con esta imagen final?
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Sabemos que monumentum —según la etimología latina— se considera expresión de permanencia: de lo imperecedero. A ello se debe que sea la destrucción del monumento zarista el acto con el que comienza la película Octubre: un acto de iconoclasia constitutivo del imaginario revolucionario universal. Sin embargo, como todo buen destructor dado a quebrantar referencias simbólicas, como en este caso las del poder del mal, la turba revolucionaria presentada por Eisenstein deja una huella que ayuda a recordar las penurias del pasado: el pedestal del monumento custodiado por dos águilas. Pues lo que se deja en pie puede ser utilizado como elemento estabilizador, capaz de incitar al próximo deseo de lucha, de precisar la próxima revancha simbólica.
No obstante, como todo recambio simbólico acarrea paradojas, era de esperar que dicho elemento sirviera además, y sin duda alguna, para edificar sobre él llegado el momento necesario. Es en este punto donde Octubre se convierte en una lección de obra de arte poscomunista, tanto por lo que narra como por el ídolo imaginario que emplea para ello. Pues, al consagrar la imagen del comienzo como final, el story board requeriano subvierte la película eisensteiniana haciéndonos ver que, el poder destronado, el monumento destruido, el icono odiado, suele ser engalanado, aun cuando nos parezca tarde, como una imagen deseada. Y es profesando tal deseo que confinamos el destino de esa imagen a la prisión de nuestras pasiones, brotando de estas, de forma inminente, nuestros anhelos individuales: nuestros sueños colectivos.
De esto parece avisarnos Requer con su actualización de Octubre: que no vale la pena absolutizar —una vez más— nuestros anhelos en sueños, y menos aún como ensoñaciones. Al actualizar Octubre, Requer unge su imaginario, o más específicamente, el quid de su trama, o sea: la derrota del imperio y el establecimiento de la revolución, para consagrarlo a la revisión del sueño poscomunista.
Con esto no se trata, remitiéndonos al caso cubano, de percibir la llegada de la era poscomunista —la apertura formalizada el 17/12/2014, la visita de Obama en 2016, la cerrazón de Donald Trump en 2017 y la conceptualización de la economía a cargo de la facción castrense del Partido Comunista— como un mal naciente. Se trata de volver en sí antes de que nos despierte una palmada y nos ponga, desamparados, ante un mismo poder totémico ataviado como algo novedoso; o, siendo más cautos: debemos no quedarnos en shock, dormidos, pasmados, indiferentes, sumidos en la inactividad ante lo que acontece.
Pese a esto, el aviso que nos lanza Requer con su actualización de Octubre se torna más perverso si hablamos de imagen y medio. No me refiero a la relación convencional entre ambos términos, sino al señuelo conceptual: al reclamo de transmisión entre las comunidades imaginarias que nos hacen las imágenes una vez que las distinguimos en sus cuerpos mediales, una vez que las animamos y les exigimos vivir con nosotros, que les permitimos que nos engañen y nos coaccionen, nos identifiquen y nos guíen; que les consentimos —inclusive— que sobreexcedan nuestra muerte.
Dicho esto, lo perverso requeriano radica en el story board: ese medio con el que se planifica una película y que no deja escapatoria alguna en lo que a cuidar su esencia se refiere. Requer propone una nueva película que filmar y su story no deja opción alguna en cuanto al final: el que nos despierta y nos planta indefensos frente a un mismo poder.
Y, al igual que en la Revolución de Octubre de Eisenstein, que en las nuevas democracias euroasiáticas y africanas, que en el imaginario revolucionario universal y en el imaginario poscomunista actual, dicho poder no viene de fuera, no es invasor; antes bien: rebrota desde dentro, compuesto por la misma savia que el poder que se pensaba depuesto con el cambio.
Es así como Requer inserta en el arte cubano reciente el story board como un ámbito medial apto para pensar sobre la imagen, como en esta ocasión la del sueño poscomunista.
Es así como el aviso de Requer se nos desnuda como una contundente enunciación: ¡Soñado está!
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