‘Réquiem’ desde el arte

La vida es un juego perdido de antemano.
Max Beckmann

La inquietud que despierta la muerte y sus consecuencias ha afectado a la humanidad desde antaño. Son sentimientos y estados de ánimo complejos y contradictorios que en cada individuo se manifiestan de diversas maneras debido a múltiples factores, como el dolor inevitable por la pérdida, el desconocimiento y la noción de un “viaje” a un destino inédito, la idea de una posible resurrección en otro mundo y, en definitiva, también los diferentes modos e interpretaciones que la muerte ha generado en todos los marcos espacio-temporales. 

La muerte acarrea un sinfín de manifestaciones psicohumanas que rodean de simbolismo un proceso natural —aunque evidentemente difícil de aceptar— y que matizan, hasta que el sujeto se resigna a la pérdida, la zozobra que ella despierta.

“Nadie cuenta con ella”, decía Octavio Paz sobre la llegada de la muerte. Y es que esta insiste en argumentos que le son propios en tanto proceso natural del estadio cíclico donde todo nace y muere en esta dimensión. En ese sentido, y metaforizando desde un pensamiento colmado de matices poéticos, la muerte es una danza que no queremos bailar; es un evento ineludible que no atiende a criterios de edad, raza, estatus social ni profesional. La muerte mantiene sus puertas abiertas a todo y a todos; invita a los que deseen conocerla y toma también a otros sin avisar. 

El temor a la muerte y a la pérdida que viene asociada con ella se altera de la mano de la concepción de ambas realidades. Y es precisamente ahí, en ese resquicio interpretativo, donde se ancla el discurso curatorial de Réquiem, muestra colectiva que reúne en el Teatro Estudio Arco de Belén obras de diecisiete artistas cubanos cuyos lenguajes creativos son tan variables como los estados mismos de interpretación de la muerte.




La pérdida, en su sentido más general, es parte sine qua non de la vida, cuya manifestación se presenta en tanto trágica y negativa experiencia por la que se atraviesa. La pérdida trae consigo la experimentación de un estado por el cual el sujeto transmite una respuesta humana natural que implica reacciones psicosociales y psicológicas ante esa pérdida, ya sea humana, subjetiva o material. Nos hace atravesar un camino escabroso de dolor y resignación; un duelo angustioso que supone cambios anímicos y múltiples formas de expresar ese dolor. Es, por tanto, una experiencia personal y subjetiva que, una vez canalizada, transforma de algún modo nuestra existencia. 

En ese sentido, Réquiem, curatorialmente articulada por Maybel Elena Martínez y Yahíma Marina Rodríguez, bajo la producción y el montaje de Humberto Monteagudo, pretende mostrar, cual suerte de cartografía del duelo desde operatorias artísticas muy diversas, los diferentes estadios y posibles sentidos expresivos por los que nos hace transitar el sentimiento de pérdida, duelo, muerte.

Justo lo hacen sus curadoras a partir de una diagramación para nada rígida de discursos creativos que parecieran responder, si se quiere, a cada uno de esos estadios del duelo: crisis, negación, ira, aceptación y aprendizaje. Y hago énfasis en “una diagramación para nada rígida”, valiéndome de la propia variabilidad que se desprenden de las obras exhibidas. 

Si bien curatorialmente esta muestra pretende desplazar al espectador por cada uno de los momentos del dolos, museográficamente no hay un manual rígido que marque el tránsito por un estado primero y luego por otro: ellos se manifiestan de manera variable y subjetiva. 




Por tanto, Réquiem nos hace partícipes de ese camino doloroso e inevitable, mas no nos impone cómo enfrentar dicho recorrido. Los artistas lo han asumido no para discursar per se sobre un sentimiento o un estado en particular, sino para traer a colación su experiencia personal, sus maneras de asumir la crisis, la negación, la ira, la aceptación y el aprendizaje latente en cada una de las obras. 

No obstante, vayamos por partes recorriendo este Réquiem y sus cinco estados del dolor.

La muerte bebe
su oscuro vino amargo,
y luego sigue
[1]

La pérdida, ya sea súbita o progresiva, transversaliza al sujeto en todas sus dimensiones. Este entra en crisis y comienza a manifestarse en consecuencia con la proporción sentimental que significa su pérdida. Nos enfrentamos a la angustia desmedida del dolor, a una sensación rara que se manifiesta como inestabilidad, extrañamiento, trance. 

Es en este asidero emocional donde se despliegan las piezas de Carlos Almeida, Humberto Monteagudo, Marirosa Beltrán y Ossain Raggi, quienes desde la fotografía más tradicional hasta otra de carácter instalativo y pasando por el lenguaje del grabado, han perpetuado imágenes de lugares abandonados y momentos trágicos, en tanto representaciones simbólicas de pérdidas que han supuesto un punto de inflexión crítico de acuerdo a su particular existencia. 

Dígase entonces de las imágenes que Monteagudo trae a colación del Teatro Campoamor, acompañadas de una suerte de ramificación instalativa en la que muestra el proceso de invasión de la yagruma sobre los residuos arquitectónicos del edificio, aquel que fuera el teatro de la opereta, la zarzuela y los musicales. 




Sobre esa misma línea nos encontramos con las serigrafías de Almeida y sus “Fallas del sistema”, en las que muestra con una estética de lo corroído las otrora vallas publicitarias de neón de una Habana nostálgica, abandonada y hace mucho, pero mucho tiempo, también en crisis. 

Por su parte, Ossain nos hace partícipes de una imagen que forma parte, a su vez, de un ensayo fotográfico mayor, en el cual recoge aquellos lugares-memorias que marcaron momentos importantes en la vida de su padre. Un ensayo cuya estética misma discursa sobre la pérdida y la añoranza por aquello que antes nos hizo felices. 

Mientras que Marirosa nos muestra, sin medias tintas ni endulzamientos compositivos, la angustiosa pérdida del embarazo: ese proceso doloroso que solo conocen aquellas mujeres que lo han experimentado. Es la representación de un momento crítico que devela una pérdida indescriptible. “¿Dónde está entonces esa felicidad que me habían prometido?” (Alberto Acosta-Pérez).

Sigo las sombras:
mis pasos ya resuenan
en otro tiempo.

Uno de los saldos positivos, y sobre todo aterrizados, que me aventuro a aplaudir en Réquiem es el de haberse sabido integrar coherentemente al espacio expositivo. Un lugar no tradicional en términos galerísticos, cuya sinuosidad, irregularidad de espacios y niveles, factura desgastada cual suerte de territorio abandonado, permite al espectador transitar por cada estadio de la pérdida de manera libre, de acuerdo a las particularidades de cada persona. 




Es así que, luego de transitar por las propuestas de Almeida, Monteagudo, Marirosa y Ossain como retratadores de un estado de crisis, se nos presenta Claudio Sotolongo con “Religión” como pieza clave que ilustra el proceso de negación por el cual atravesamos inmediatamente después de la pérdida fatal.

Claudio nos muestra así una “Última cena” muy suya, aunque anclada en el mismo principio del pasaje bíblico; una reinterpretación en blanco y negro, con sujetos anónimos, que encuentra sus puntos de conexión con la aceptación y la resignación del sujeto. 

“No abriré, no, no abro: tengo miedo de que algo imprevisto salte y se confunda entre las cosas que no amo” (Fayad Jamís). Sin lugar a dudas, debemos entender cada uno de estos procesos en tanto reacciones múltiples en las que confluyen más de una respuesta y más de un sentimiento. 

Es el olvido.
No es ni tiempo ni muerte.
Es el olvido. 

Qué mejor que la obra “Pensando en la muerte”, de Lisandra Isabel García, para ilustrar el proceso de ira que nos invade ante una pérdida. Espejos rotos, impactados con furia y destrozados en pedazos en los que se observa el rostro de la propia artista, resultan una metáfora vívida del dolor y, por consecuencia, de nuestra reacción ante ese dolor. 

En diálogo estético con aquella, nos encontramos también la obra del Chino Arcos, una suerte de collage analógico en el que el caos resultante de un momento de ira e irritación, incluso de negación, se nos revela en estas composiciones concebidas a partir de retazos de negativos personales del artista. 




Estamos entonces ante la representación simbólica del desconcierto, el quiebre, la explosión de un dolor que expresamos desde la frustración y la impotencia, por no poder cambiar la realidad en la que nos encontramos. Es un momento colérico, cuyas sensaciones asociadas a la ira nos dominan y es cuando, como dijera Heberto Padilla: “siempre una palabra feroz me sale al paso”.

Y precisamente a través del verbo también expresamos la ira, la inconformidad con una pérdida lamentable. “Non Sequitur”, de Antonio Margolles, nos interpela, en clave estética y escritural, en tanto representación plástica de respuestas naturales del sujeto ante la pérdida y el dolor. En palabras del propio artista, es “el verbo actuando como sentencia, remite a estados del ser en situaciones extremas”.

Por otra parte, advertimos en la obra de René Peña la representación de ese tránsito entre la ira y la aceptación. Es una obra en la que volvemos a encontrar lo difuso entre un estadio y otro. Pupy nos muestra aquí un beso de aceptación; un acto racional y emocional que tiene latente la angustia y el dolor, la resignación y la reconciliación con el otro y con uno mismo. 

Espero el duelo.
Sé que en cualquier instante
te veré lejos.

Así, nos adentramos en las nociones de aceptación a través de las intervenciones de Agustín Hernández, Andy Mendoza y José Manuel Mesías. Los tres evocan esa idea de aceptación de la pérdida a través de una reinterpretación del objeto y su imagen desde discursos, si se quiere, de matiz arqueológica. 


Galería





Nota:
[1] Todos los haikus utilizados como subtítulos a lo largo del texto pertenecen al libro Árbol rojo, de Carlos Pintado (Ediciones Furtivas, LLC, 2022).




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