La ironía trágica del caso Padilla

Sobre Herberto Padilla se cernió una ironía trágica. En sus poemas de Fuera del juego es, como en toda buena poesía, una individualidad, una otredad la que se escucha. Es la angustia del sujeto, sus conflictos, la precariedad de su estructura existencial ante la violencia que ejerce el contexto político, la que se escucha. 

Padilla, al igual que en la plástica Antonia Eiriz, Umberto Peña y Chago, en literatura y cine el Edmundo Desnoes y el Tomás Gutiérrez Alea de Memorias del subdesarrollo, y el Humberto Solás de Un día de noviembre; ellos y otros venían elaborando una estética existencialista muy original, un existencialismo engendrado por el proceso revolucionario, por la hostilidad del poder revolucionario que se volvía totalitario por las contradicciones cada vez más crecientes y escandalosas entre la utopía emancipadora, los ideales de justicia social y la realidad concreta, la estructura social concreta que generaba la institucionalización del proceso político. 

¿Dónde está la ironía trágica en el caso Padilla? Está en el hecho de que el demiurgo del poder revolucionario hizo caer sobre el poeta el mismo destino que había prefigurado metafóricamente en sus poemas, especialmente en “En tiempos difíciles”: A aquel hombre le pidieron su tiempo / para que lo juntara al tiempo de la Historia

El día en que Heberto Padilla fue encarcelado, comenzó a cumplirse ese trágico destino. Su tiempo existencial le fue confiscado en Seguridad del Estado y, a partir de ese minuto y hasta que se apagaron los reflectores y las cámaras en la Sala Villena de la UNEAC, la noche del 27 de abril de 1971, su tiempo fue propiedad exclusiva de la Revolución, la única entidad (metafísica) con capacidad teleológica para escribir la Historia con mayúsculas. 

Un existencialismo engendrado por la hostilidad de un poder revolucionario que se volvía totalitario.

Por ello, esa noche se escuchó tanto en boca de Padilla la palabra “revolución”, quizás más veces que en boca de Fidel el día que dictó sus “Palabras a los intelectuales” en la Biblioteca Nacional, diez años antes.

Durante el mes que el poeta estuvo recluido en Seguridad del Estado, el poder lo desmembró psicológicamente. Le exigieron que, en lo adelante, sus ojos solo contemplaran el lado claro de la vida, porque en una revolución es delito mirar con asombro —con ojos de poeta— el horror. Le confiscaron los labios, para que en lo adelante solo pudiera afirmar y reafirmar “el alto sueño”. Pero también le sacaron la lengua de la boca y le explicaron que debía entregarla, porque eran tiempos difíciles y había que atajar, a tiempo, el odio y la mentira. 

Después de toda esa gentil expropiación, el demiurgo y sus secuaces lo sacaron a la calle y “le rogaron / que, por favor, echase a andar / porque en tiempos difíciles / esta es, sin duda, la prueba decisiva”. Y el poeta tuvo que asumir la ironía trágica y someterse al destino imaginado. 

Lo sentaron delante de sus colegas, de toda la comunidad intelectual, y con la lengua amordazada por su nuevo propietario, tuvo que comenzar a hablar con una elocuencia tal, que convenciera a todos.

En realidad, lo importante nunca ha sido si la autocrítica de Heberto Padilla fue una simulación suya, una invención suya para enviar un mensaje cifrado a la intelectualidad internacional de que en Cuba se acendraba el estalinismo, o si fue obligado a hacerlo, si ese fue el pacto, el contrato firmado en Seguridad del Estado. Se ha perdido tanto tiempo especulando sobre algo que ni siquiera el propio Padilla se molestó en aclarar. 

El poder revolucionario hizo caer sobre el poeta el mismo destino que había prefigurado metafóricamente en sus poemas.

Ahora que por fin se ha tenido acceso al documento histórico más relevante, las imágenes en movimiento, el sonido corporizándose en el espacio, el texto indexical (la huella física) escrito durante el performance, a juzgar por el histrionismo corporal y sonoro y por cómo afloran los presupuestos ideológicos del poder en el marco semántico generado por su discurso aquella noche, lo más probable es que las dos hipótesis sean correctas: la autocrítica fue una estrategia calculada y mandada a ejecutar por el demiurgo, y el poeta actuó su destino trágico de manera brillante, porque seguramente no era una opción defraudar a sus verdugos —quién sabe las amenazas que colgaban sobre su cabeza, las cuales, si existieron, Padilla tampoco las ventiló en su La mala memoria.    

El fenómeno que me parece verdaderamente importante, que nos es posible captar ahora viendo esas imágenes, es el corrimiento ontológico que se escenificó aquella noche. Sí, “corrimiento ontológico”, no tengo otra manera de expresarlo que no sea con estas rimbombantes categorías. 

Cuando Padilla hace su autocrítica en una asamblea pública, ocurre una transformación esencial: quien habla ya no es el poeta, el escritor, el intelectual, el sujeto de saber monádico; el que comienza a hablar, a gesticular y a sudar es la corporeización del sujeto colectivo modelado por la ideología, el sujeto ideal al que aspiraba el poder, el sujeto que entiende como por telepatía o por pura empatía revolucionaria cuáles son las urgencias y las prioridades del Partido, del Gobierno, del Máximo Líder, es decir, el sujeto moral (abstracto) digno de su revolución. 

Ese sujeto despersonalizado, expropiado de su propia subjetividad, era incapaz de tener contradicciones propias, insatisfacciones propias, aspiraciones propias, importancia propia. Padilla lo dice con todas las letras y con la entonación adecuada: “ningún hombre es más importante que la Revolución” y “el intelectual tiene que ser crítico en los momentos en que la Revolución quiera que sea un crítico que la beneficie, no un crítico que la traicione, que la obstaculice, que la denigre y la infame”. 

Quien habla ya no es el poeta, sino el sujeto ideal al que aspiraba el poder.

Ya Fidel Castro lo había dicho en “Palabras a los intelectuales”: “el artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución”. Por tanto, el desdoblamiento ontológico de Padilla aquella noche dio una imagen fugaz, resplandeciente y efímera como un rayo, pero potente, asustadora, de lo que se aspiraba que fuera “el hombre nuevo”, “el artista nuevo”.

El poeta ilustró con sus propias miserias humanas cómo la pureza de ese ideal era simplemente inalcanzable, pero alertó a sus colegas que esa seguía siendo la tabla de valores desde donde el poder observaba, juzgaba, premiaba o condenaba. Y esa fue, a todas luces, la verdadera intención del demiurgo, aterrar al rebaño de fieles. 

Después de diez años parecía que el mensaje se había debilitado, y no era momento, no había tiempo para otro diálogo, para otro debate, para que la gente expusiera sus preocupaciones, porque, además, ya no era necesario el consenso. Era solo cuestión de recurrir al viejo método de sacrificar a una de las ovejas más descarriadas y dar un potente escarmiento al resto de las díscolas.  

Ahora, hay otro tema teórico sin el esclarecimiento del cual resulta difícil comprender bien lo que sucedió en la Sala Villena de la UNEAC en 1971. En ese contexto se hizo la autocrítica de Padilla simplemente porque era posible que se hiciera; posible no por pura voluntad del poder, sino porque existía un marco semántico y performático ya institucionalizado para ese tipo de discurso. 

La verdadera intención del demiurgo fue aterrar al rebaño de fieles.

El único que se mostró en desacuerdo con las acusaciones de Padilla fue Norberto Fuentes, en su segunda intervención, porque la primera vez que fue al micrófono solo balbuceó que estaba de acuerdo con todo lo que había dicho el poeta. 

Entonces, el único que rechazó al final los presupuestos ideológicos del discurso de Padilla fue Fuentes. El resto de los presentes guardó silencio; y los que fueron a la mesa, como César López, Pablo Armando Fernández, Manuel Díaz Martínez y Belkis Cuza Malé se limitaron a hacer su propia autocrítica, reafirmando y legitimando la actuación de Padilla. 

Es verdad que los aludidos habían sido alertados antes por el propio Heberto, excepto Fuentes, al que no pudo localizar, pero ello no cambia en nada que hayan aceptado desempañar el papel asignado dentro del juego.

De lo anterior, podemos sacar al menos dos conclusiones. Primero, después de una década de socialismo, con el referente soviético gravitando sobre la Isla, ya se había naturalizado de sobra un contexto de recepción para ese tipo de marco discursivo institucionalizado por la propaganda política, el adoctrinamiento ideológico, la escuela, los medios de comunicación, en definitiva, los aparatos ideológicos de Estado (AIE). Segundo, es evidente que había cero posibilidades para el disenso, para la no aceptación de aquella práctica de la autocrítica y la inculpación mutua. Y cuando no hay espacio para el intercambio verbal abierto, para la aceptación o el rechazo de los presupuestos del discurso del otro, eso quiere decir que no hay libertad ni democracia ni posibilidades de ejercer el derecho de ser ciudadanos.

Se había naturalizado un contexto de recepción institucionalizado por la propaganda política y el adoctrinamiento ideológico.

La autocrítica ejemplar de Heberto Padilla solo se apropió del arsenal de lugares comunes que ya existían en el discurso oficial del Gobierno, los mismos que podemos leer en la Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en el discurso de clausura de Fidel Castro a dicho evento, y antes en “Palabras a los intelectuales”, en los discursos de Osvaldo Dorticós, los textos de Juan Marinello, Blas Roca Calderío, Edith García Buchaca, Carlos Rafael Rodríguez, Mirta Aguirre, José Antonio Portuondo, Luis Pavón, Leopoldo Ávila (que los resume a todos) y tantos otros terroristas culturales del bajo clero político, diseminados por todo el país en cuanta trinchera burocrática fuera creada. 

Padilla, que demostró esa noche ser un excelente orador, llevó al plano de la comunicación viva, en primera persona, íntima, confesional, nada más y nada menos que el canon de la política cultural estalinista, ese que solo había sido expuesto en discursos de dirigentes, ensayos de los dinosauros del PSP, textos periodísticos y en aquel mismo mes en la Declaración del Congreso. 

Por tanto, su intervención introyectó ese canon en la psiquis misma del intelectual “hereje”, “inconformista”, “hipercrítico”, “esnobista”, “extranjerizante”, “liberal”, del intelectual carcomido por el “pecado original” de no ser “auténticamente revolucionario”. Heberto Padilla fue el Caballo de Troya de Fidel Castro.

La noche del 27 de abril fue Padilla quien les impuso unas nuevas “palabras a los intelectuales”, pero en las sombras había un ventrílocuo que le daba vida a la marioneta para recordarles a todos, por medio de la sugestión teatral, las viejas reglas del juego que algunos nunca acataron y que otros, al parecer, habían olvidado: es delito sentirse libre de hacer lo que se quiera en una revolución; es delito experimentar dudas, contradicciones, crisis existencial en una revolución; es delito criticar a la Revolución; es delito hablar de más con escritores, periodistas e intelectuales extranjeros; es delito publicar libros en editoriales extranjeras; es delito aspirar a la fama y al prestigio como escritor, artista, intelectual, si ese aval no es otorgado por la Revolución; es delito utilizar la capacidad analítica del arte y los instrumentos conceptuales para pensar la realidad social que genera la Revolución, a no ser que sea para ensalzar acríticamente dicha realidad. 

Terroristas culturales del bajo clero político, diseminados en cuanta trinchera burocrática fuera creada. 

El artista y el intelectual deben comportarse como soldados de la Revolución, y eso es TODO. Porque, los artistas e intelectuales, como todo lo demás en el país, habían pasado a ser propiedad exclusiva del Gobierno Revolucionario. En un momento clímax, Heberto Padilla lo dice con total claridad: “si no ha habido más detenciones hasta ahora, si no las ha habido, es por la generosidad de nuestra Revolución”.

Yo no sé si se han realizado estudios serios desde la psicología y la sociología sobre la autocrítica como ritual performático de la moral socialista. Mijaíl Gorbachov, a sus 80 años, explicó sucintamente en una entrevista cómo se entendía la moral en el socialismo: “En la época soviética mucho se hablaba y se escribía sobre nuestra moral socialista, y cómo se la entendía, es interesante. Lo que se corresponde al socialismo, es moral, y lo que no se corresponde, es antisocial. Por eso, cualquier disconformidad con la ideología principal se considera inmoral”. 

La autocrítica sería algo así como el ritual colectivo en el que se purgan las inmoralidades; es decir, todo aquello que disiente de la ideología oficial. Es también una especie de apropiación del ritual de la confesión católica, llevada a cabo por la política totalitaria.

La confesión de errores y comportamientos desviados de la “moral socialista” eran ventilados en público, como debía ser en una sociedad colectivista sin Dios. El individuo que se autoinculpa es obligado a convertirse en su propio fiscal, mientras que el colectivo actúa como tribunal. 

Los artistas e intelectuales habían pasado a ser propiedad exclusiva del Gobierno Revolucionario.

El poder real delega la responsabilidad de la condena, y de la misericordia, en el grupo, la comunidad, de esta manera convierte a la mayoría en cómplice de la represión y el terror. Pero el poder, en las sombras, actúa como un verdadero titiritero con hilos invisibles en las manos. Esa es la rara tensión que se siente en el ambiente que ahora hemos podido experimentar viendo finalmente el registro documental. 

José Antonio Portuondo, al encerrar la sesión purificadora, no puede evitar enfatizar una vez más la idea de la “voluntariedad” de todo cuanto allí ocurrió, como para que quedara bien claro en el registro (for the record): “Los compañeros han tenido la oportunidad de oír a todo el que ha querido hablar, y en el sentido en que han querido hacerlo. Eso no lo hace nada más que una revolución absolutamente segura de sí misma, una revolución triunfante”.

Pero, lo que realmente se vivió aquella noche fue la fría violencia con la que el poder impone los presupuestos de su discurso y el consecuente marco de acción que este prescribe para los intelectuales. 

Ante el imprevisto protagonizado por Norberto Fuentes, la cara y la gritería prepotente del poder hizo sentir su presencia en el espacio. En el momento en que el joven escritor estaba reivindicando que él no era ningún contrarrevolucionario, sino un revolucionario que quería trabajar dentro de la Revolución y que había sido separado de la Revolución por cuenta de su libro Condenados de Condado; en ese instante irrumpe una voz desde el público que grita “eso es falso”, y Norberto replica “no, eso no es falso y tengo las pruebas”. 

La autocrítica es una apropiación del ritual de la confesión católica llevada a cabo por la política totalitaria.

Entonces las cámaras toman a un joven gordiflón, que gesticula alterado, de manera tosca. Portuondo, parado al lado de la mesa, no sabe qué hacer, aquello se le podía salir de control. Y Padilla resuelve el interín dándole la palabra al compañero; y el compañero se sentó ante los micrófonos y se presentó así: “Para los que no me conozcan, yo soy el actual director de El Caimán Barbudo”. 

En efecto, nadie lo conocía, pero el teniente Armando Quesada habló allí con todo el poder que ya había sido depositado en él: primero corrige lo expresado por Díaz Martínez, porque no se podía aceptar que se dijera que el Partido había estado alejado de la actividad intelectual. Y después, ya gritando e increpando, continúa diciendo: “Por otra parte, es inadmisible que pueda decir Norberto Fuentes que su actitud sea correcta, porque el libro sencillamente que escribió es un libro que daña los intereses de las Fuerzas Armadas, que es el poder que hizo triunfar esta revolución”. 

Dicho esto, los presentes comenzaron a aplaudir la violencia del nuevo tipo de cuadro cultural que se impondría de ahí en lo adelante; se aplaudió, en definitiva, lo que realmente pensaba el poder, tan claro y alto escupió Quesada. El cuadro que, junto a Luis Pavón y otros fieles intérpretes de la voluntad del demiurgo, llevarían a cabo la purga inquisitorial de todo el campo artístico e intelectual.


© Imagen de portada: Heberto Padilla. Tratamiento de imagen por ‘Hypermedia Magazine’.




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Ladislao Aguado

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