Un ejercicio sinestésico: Ángel Ricardo Ricardo Ríos y Epicuro

Como un colérico convocando a la naturaleza, Ángel Ricardo Ricardo Ríos (Cuba, 1965) ha vertido sus conjuros en lienzos de gran formato: una belleza palpable en tonos, texturas, remolinos y enredaderas que rozan el surrealismo sensual; una suerte de limbo plástico donde la complacencia retiniana y el degustar cromático son inherentes a la apreciación de las obras.

Poseídas por un silencio evocador, en sus piezas se divisa un sobresalto interno, compulsivo, de gestos fluidos que parecen extenderse de un cuadro a otro. El color y la línea, sinuosa e infinita, hacen que la mirada más ligera se torne suspicaz y sondee cada pincelada, cada trazo, cada huella. Se me antoja la alusión a elementos naturales, a flores, plantas, a naturaleza viva.



Esta flor no es lluvia de oro, es rabo de gato, 2019.


El delirio íntimo de Ángel Ricardo cobra formas múltiples… ¿o quizás formas sin formas? Una duda me lleva a otra: ¿estamos ante una figuración o una abstracción? ¿Qué nos quiere hacer ver? ¿Adónde nos pretende transportar el artista? ¿Son solo elementos naturales, o hay referencias a algo más? Voy a arriesgarme y a dejarme llevar por lo que las obras me transmiten. Creo que solo así encontraré luces al final de mis cuestionamientos.



Imagen de la vida privada de un cuarto rojo, 2018.


Hay todo un regodeo sobre motivos florales: alusiones de una naturaleza vivaz, explosiva en formas, tamaños, colores y hasta en olores. El jardín plástico es un revival en todos sus matices, una clara nostalgia por construir(se) una zona de confort imperturbable, donde no penetren las agónicas pesadillas de la sobrevivencia social y angustiosa realidad en la que nos encontramos a diario. La cimentación de su “jardín vertical”—rememorando así su última exposición personal en la galería Servando— es posible cuando lo piensa como un resquicio donde encontrar armonía entre el placer y la serenidad interior. Qué mejor para ello que recurrir a la naturaleza, a la madre que nos acoge en su seno y nos ofrece su grandeza.

No hay en sus obras una voluntad de cuestionamientos políticos, ni abordajes picantes sobre determinadas zonas de la sociedad. Ángel Ricardo nos propone sumergirnos en un intersticio plástico del que no podemos apartar la mirada: nos vemos identificados en ese movimiento concéntrico que nace del fondo del lienzo y nos arrastra, desde la retina hasta el subconsciente, a gozar de esas imperfecciones que, si se quiere, más que rastros de pinturas o alegorías a la madre naturaleza, se nos presentan como espectáculos surreales, en plena explosión pasional de formas que cobran sentido en el interior de cada espectador.



De la serie Paseos nocturnos, 2018.


Entonces ¿estamos ante una figuración matizada de elementos abstractos (La libertad guiando al pueblo, 2018) o ante una abstracción en camino a la figuración (El Ave del Paraíso antes de ser concebida en pecado, 2019)?

Qué manera tan astuta y elegante de jugar con nuestras percepciones cognoscitivas, de hacernos disfrutar de una contemplación sensualista, que excita en nosotros el deseo —tal vez reprimido— de manosear, oler, saborear, sentir el gesto efusivo que emana de estas piezas.



La libertad guiando al pueblo, 2018.


No estamos ante los girasoles de Van Gogh, los jardines de Monet o El Bosco, ni ante las flores de Klimt, Gauguin y Amelia Peláez, con quienes podemos tropezarnos quizás navegando por estas zonas ocres, sepias, rojas, manchas negras y líneas finas. Estamos ante una expresión de elementos naturales diferente al de aquellos, en tanto la de Ángel Ricardo es exuberante y notablemente expresiva. Parece situarnos no ya frente a un edén en su esplendor, sino en un laberinto de enredaderas que cautivan.



El Ave del Paraíso antes de ser concebida en pecado, 2019.


Hay un designio que desborda el hecho procesual de sus obras, y es que el subconsciente del artista toma las riendas de la acción y domina la faena experimental, cuyos momentos se tornan realidades paralelas en las que escapa de su “yo” racional para dejarse llevar por el desenfreno de su “yo” pasional. Así, experimenta una ecuanimidad exquisita al dar forma, al garabatear, al insinuar, al soñar con total libertad por ese mundo otro, suyo y de nosotros al unísono.

Ricardo Ríos no le teme al lienzo ni a su pulcritud. Al contrario, parece como si lo tomara como segunda piel, sobre la cual tatuarse los placeres del arte. Una actitud escandalosamente sugerente, a través de la cual el derroche plástico cobra sentido matérico y simbólico.



Fragmento rosa de la segunda partitura maldita, 2018.


Precisamente, la fuerza de su obra radica en lo estremecedor de su expresividad pictórica, composicional y rítmica, colmada de un movimiento intestinal, casi atormentador, que evoca hasta el más mínimo vestigio de gozo latente en lo profundo de algunos de sus remolinos plásticos. Por eso es que insisto en que no son solo los signos representacionales de una naturaleza esplendorosa. Definitivamente, el universo recreado por el artista va más allá: nos sitúa ante un espacio caprichoso en choques alegóricos, que cobran sentido según quien lo intervenga.



La proyección de Freud en el caracol africano, 2019.


También se advierte una especie de proposición sensual, erótica y caótica. No podemos negar la apetitosa sugerencia sexual de ciertas formas, líneas y movimientos en algunas de estas piezas. El erotismo que emana, acentuado por tonalidades sugestivas, nos enciende no solo los placeres del espíritu, sino también la postura voyerística y el escrutinio en cada línea, cada plano, cada mancha. Ello viene a ser un guiño para que encontremos la mesura entre los placeres de la carne y los del espíritu.

Es posible, sí. Lo he experimentado al recorrer sus lienzos, al tocarlos con la mirada, al hundir mentalmente mi dedo en la carnosidad de ciertas manchas y comprobar que, como mismo un tallo de flor rompe la tierra para salir al mundo, de igual manera bullen e irrumpen nuestras pasiones y tensiones internas. Y es aquí, en este ejercicio sinestésico, el sitio que nos ofrece Ángel Ricardo para matizar los ademanes del alma, la razón y los sentimientos.  

Qué oportuno toparnos con este subterfugio plástico que ha tenido a bien ofrecernos este artista. Lo ha construido para nosotros (también para sí mismo): un exquisito jardín en el cual podemos tumbarnos, refrescar, desconectar, apasionarnos con esos colores y formas sensuales, instintivas, misteriosas y etéreas.



Todo está bien Cy Towmbly, no te preocupes, 2018.


Me viene al recuerdo Epicuro y su jardín, escuela filosófica que defendía la libertad del placer y el bienestar corporal y espiritual por encima de las angustias banales. Su jardín, el de Epicuro, era su huerto, el sitio para cultivar un hedonismo exquisito, medido en pasión y transparente en desarrollo, siempre en franco diálogo con la madre naturaleza, esa de la que venimos y a la que retornamos.

Como Epicuro, Ángel Ricardo Ricardo Ríos también concibió su propio espacio otro, abierto a las escapatorias e inquietudes de los sujetos. Un jardín que crece hacia arriba, hacia el cielo, hacia el infinito, hacia la verticalidad del espacio arte donde todo es posible.

Siempre es gratificante encontrarse ante obras plásticas que propongan la posibilidad de naufragar —en el buen sentido del término— en aguas alternativas. Este jardín no surgió de la nada: partió de la intención y voluntad sostenida de un arqueólogo visual; un jardinero del siglo XXI presto a encauzar tal empresa, a cosecharla y a llevar a buen puerto la consecuencia final, con esa floración total de colores y olores, de matices y erotismos.

Ángel Ricardo Ricardo Ríos es, por demás, amante de lo sensitivo y lo vívido que logra a través del grito que parte de su intuición, como quien siente la necesidad de hurgar en las raíces de su interior para sacar a la luz una obra distanciada del panfleto y la doctrina. Como las plantas mismas que representa, se oxigena y exterioriza su obra mediante bocanadas de aire fresco, re-creando un espacio posible de interrelación, de equilibrios, de goces humanos.

De este modo, recurriendo a la naturaleza y a sus encantos, hace crecer flores donde antes existían surcos dramáticos. Ya lo anunciaba Epicuro en su tiempo; lo siento yo ahora en la obra de Ricardo Ríos: todo placer es un bien en la medida en que tiene por compañera a la naturaleza.

Con una obra exquisita en técnicas y discursos, este artista ha transitado por diversos vericuetos en los predios del arte. Su producción, mirando en retrospectiva su carrera, ha devenido en un serpenteo constante: una recreación de escenas, momentos, zonas, espacios, elementos amorfos; susceptibles todos de asociación y maridaje con los procesos que se generan en el subconsciente. No solo se cuestiona, como es normal, determinadas inquietudes que como pululan dentro de sí, sino que examina el interior de su producción, experimentando formal, conceptual y estéticamente para ofrecer una obra tersa y deleitable.

En las piezas de Ricardo Ríos se advierte una voluntad por inmiscuirse en el universo de las formas, las tonalidades, el erotismo de líneas zigzagueantes, el sexo sutil y aludido, la constante de elementos naturales. Estas son las claves de un modus procesual que lo estimulan a seguir pintando, a adentrarse en el reto de conquistar el espacio plástico en la contemporaneidad, desde el afán intuitivo y con una dosis de sensualidad, cual up to date de un sujeto que se reinventa, se regenera y mantiene activo su olfato en función de sus libertades internas.




Ángel Acosta León

Ángel Acosta León se mira a sí mismo

Nelson Jalil

Siempre me llamó la atención un autorretrato poco conocido de Ángel Acosta León. El joven artista agarró un trozo de ventana, porque no tenía ni para comprar lienzo, y se dibujó en ella. Aparece medio de espaldas, con el rostro ladeado, exactamente en el mismo ángulo del famoso autorretrato de Van Gogh, con quien quizás simpatizaba.