Wop bop a loo bop a lop bom bom… TUTIFRUTI

Este texto debería asumirse como un rock’n’roll de Little Richard, o lo que es lo mismo: un tratado zoquete, histriónico y dulzón.

Tanto, que pretende evocar la arenilla en la garganta que deja el refresco Piñata o los caramelitos que sirvieron de vuelto en las tiendas en CUC, esos que se pegaban en las muelas o el cielo de la boca y hacían salivar infinitamente. Aunque un poco menos que el pirulí de la tía de los coquitos, que evitaban los desmayos por hipoglucemia a las 4:20, cuando se salía corriendo de la primaria para llegar a casa a ver Los Fruitis




En fin, este texto debería ser una taxonomía de sabores. Pero, no. Me empeñé en hacerlo crítica.

La primera vez que probé la cañandonga no tuve una buena experiencia, al menos no dentro de lo que convencionalmente se le puede llamar “buena experiencia”. Fue no más partir la cáscara del fruto y meter una porción en mi boca para darme cuenta de que estaba lleno de gusanos. 




Una reacción normal hubiera sido escupir lo que ya había masticado y botar el resto. Pero, no. Lo asumí con total naturalidad y me lo tragué, repitiendo el proceso unas tres veces más. 

Nunca había probado aquello y no me podía dar el lujo de desaprovechar la oportunidad de darle vida a mi paladar que, entre tanto pollo y picadillo, ya estaba perdiendo facultades. Algo curiosísimo es que me supo a chocolate, no sé si la cañandonga o los gusanos, pero ¡me supo a chocolate! Y si anoto que fue en Baracoa, la tierra del cacao en Cuba, me decanto por los gusanos. 




Por la curiosidad papilar que me dejaron, tanto como por la connotación simbólica que tienen en el panorama político cubano, los gusanos me encantan. Así, me derretí al palpar a través de Instagram la propuesta semántica del colectivo Gusi Everywhere. Aunque, sinceramente, ante cualquier proyecto en que se vieran involucradas las firmas que a Gusi engrosan, cambiaría mi estado de conservación. 

Gusi, en sí, es un titular digno de portadas. Marca un trazo irisado con chispas pluripersonales, donde se condensa lo subjetivo con mecanismos sin franja etaria. Lo lúdico, lo interactivo, lo estrictamente jugoso y vegetal hidrata cada intención de este piquete, siendo Tutifrutimuestra abierta en la Galería Servando, su más reciente desborde




Hacía tiempo no me empapaba de tanta realización en la convergencia de múltiples postulados estéticos. La afinidad simbólica que se lee en el revoltijo de Gusi en la Galería Servando no dista de una pelea de bibijaguas o del brinca-brinca del pon. Se traduce en una retrospectiva azucarada a cuando no pasaban el metro de altura y andaban con las manos pegajosas y el pulóver manchado en plena temporada de mangos. 

Por eso, intentar traducir Tutifruti en determinismos discursivos, al traste sustraería la propia esencia inacaba y perfectible que ofrece. Al fin y al cabo, aquí subyace algo más que aquello que la psicología del desarrollo denomina pensamiento conceptual empírico, para sentenciar la propuesta en la hondura de la inocencia.




Sostener la narrativa desde la cosmovisión de un prepúber o infante, en intentos de digresión simbólica, es de lo más exquisito del cóctel en Tutifruti. La locomoción de colores, la explosividad de la museografía y el sello tropical sitúan la muestra en un escenario que transita lo carnavalesco y lo rítmico; toda vez plantea su distinción ampulosa e interpeladora de la ingenuidad en el disfrute, en el aflore de lo infantil.

Pero resulta incompleta la lectura de parvulario que se le achaque a la muestra. Tutifruti explora más allá, su diégesis marca una retroalimentación incisiva entre cada persona involucrada y entre las que no.




 

Su significación se debe al fruto como conclusión de un proceso, resultado y concepto eje, y causal de interacciones como actividad vitamínica y nutricional, sentido de la colectividad y trascendencia del hacer. Consiste en darle visibilidad orgánica y forma un conglomerado de experiencias de roce y saberes comulgados. 

Este afán omnímodo esclarece los posicionamientos. Al tener en cuenta el tono fraternal que presentan los artistas involucrados en la experiencia, se comprende el fenómeno desde su génesis. 




La cercanía entre ellos, la similitud de funcionalidades, así como su praxis armónica, desemboca en una propuesta representativa del vínculo como potenciador creativo y sustento. Desglosando el aquello—idea formal que se propone— en el esto —pretensión individual a raíz de la idea—, y el esto, en el nuestro —sentido colectivo de la unidad creativa donde se desarrolla y consolida la idea— como concepto. Esa tríada, como parapeto, resguarda el discurrir sólido de la propuesta. 

Toda actividad lúdica presupone soltura. Tutifruti disolvió en su jugo el sigilo y encaminó su cauce por un entramado anárquico en disposición y formas. Así, el espacio galerístico fue trascendido y orbitado por diferentes prácticas performáticas e instalativas, donde el dogma museográfico quedó choteado por la desobediencia propia de infantes en crisis. 




La seriedad es un misterio en estas edades y el peso de la institución les fue apático. Entre lo único y el desborde imaginativo —de ellos y mío— se condensa la ruptura. Por supuesto, lo genuino de la óptica naíf de la propuesta es la prerrogativa contextual y el afán de enajenación. Lamentablemente, nuestro medio sociopolítico le es indiferente a la “expontaneidad”: punto para Gusi.

Así las cosas en el panorama frutal cubano. Se encuentran más fácil las vitaminas en el champú que en el agro, aunque se habla de soberanía alimentaria. Pero, como en Tutifruti hay de todo, le entraré a unas guayabas, que por suerte no se pierden. Ojalá me tope un gusano, ahí sabré, buscando el gusto a chocolate, si lo de Baracoa fue o no un invento. 

Tutifruti representa un suceso saludable dentro de la contextualidad creativa del arte contemporáneo en Cuba. Su desarraigo del arquetipo refresca las pretensiones nacionales, mientras subraya la soltura de un trabajo orgánico e ingenuo; toda vez adonizan la necesidad de somatizar los estímulos de placer y gozo. 




Ahora, analizar la muestra desde la frialdad, es una torpeza indecible. Tutifruti solo llega desde el vínculo. El contacto con la narrativa que propone es la virtud concluyente. El objetivo es penetrarla. 

Nada más que decir sobre un proyecto maduro y atrevido. Confieso que quisiera haberlo disfrutado mientras, todo churroso, chupaba tamarindo haciendo muecas o pintaba como Dieguito Mena (6 años). Pero me tocó vivirlo en una etapa distinta, donde hace tiempo no chupo tamarindo y asumí que no tengo talento para la pintura. 

Mas, llegar a la Galería Servando y chocar con matices y duendes me devolvió algún sentimiento peterpanesco que me soltó sin ser niño, pero más vivo. 

Tutifruti es una maravilla simbólica y un palacete. Un timbre natural de futuro y un desborde artístico de excelencia. Pero es, ante todo, ¡wao!


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Noel Morera: “Los artistas cubanos tienen miedo”

François Vallée

Me botaron de San Alejandro por gusano, por falta de respeto, por contrarrevolucionario, me botaron por mi propia personalidad. Creo que en lo único en que he estado de acuerdo es por la razón por la que me botaron. Es verdad, soy un falta de respeto y un inadaptado formacional”.






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