Escribe Emmanuel Carrère en Yoga (2021):
“François Truffaut decía que una película es un proceso de pérdida gradual. Entre la idea que uno se hacía antes de rodarla y el resultado final hay una diferencia más o menos grande: si es pequeña el film es un éxito, si es muy grande es fallido. Así piensan los artistas del control, los demiurgos que como Hitchcock o Kubrick se proponen adaptar la realidad a su voluntad y a su sueño. Para otros, entre los que me cuento, es al revés. Cuanto menos se parece la película o el libro a lo que habían imaginado, cuanto más largo y caprichoso se revela el camino entre el punto de partida y el de llegada, cuanto más les sorprende el resultado, más contentos están. Lo que importa es el camino, no el destino, o, como decía Chögyam Trungpa: El camino es la meta”.
Ilusión/lucidez
Son las 8:17 p.m. de un sábado cualquiera y me ha podido el ansia. Tengo un problema grave con lo que he estado filmando.
No con lo que he estado filmando solamente en esta película: el problema viene de antes, desde mis primeros cortos, desde Melaza. Se repite en Santa y Andrés. Es algo que está en mí.
Por momentos se me olvida el nivel de pesimismo que me aqueja, y los planos salen lindos. Una parte de mí me dice que el cine es una galaxia diferente, que no tiene que estar permeado por la realidad. Se valen las cositas bonitas. Así la gente aguanta en la butaca. Ojo, que no lo hago para eso (no pienso en el público); es algo más profundo: es una luz optimista que hay en mi ser.
Decía Cioran que “todo conocimiento llevado hasta el final puede ser peligroso y malsano, porque la vida es soportable únicamente porque uno no va hasta el final. Una empresa no es posible si uno no tiene un mínimo de ilusión. La lucidez completa es la nulidad”.
La realidad es que una gran parte de mí ve todo falso. Cada elección que he hecho me parece errada. La voz de algunos amigos resuena en mis oídos: todo tiene un aire falso. La vida no es así.
Lo que más deseo en la vida es filmar una película sin esperanza, pero no puedo.
¿Seré demasiado blando? ¿Pecaré de ser muy buena persona?
Conozco a unas cuantas personas que no creen que yo sea una buena persona.
En fin, que la dicotomía que tengo hoy me acompaña siempre. Unas veces sale a relucir y otras no.
Me hierve la sangre al pensar en por qué este personaje sonríe en determinado momento, o por qué es tan alegre esa camisa que lleva Lucrecia en la escena 5. Mi vida no ha sido un campo de rosas, y aun así hay un poco de luz en mi cine. ¿Me estaré ablandando?
Últimamente me siento más satisfecho con algunas cosas que he escrito. Me resulta más fácil soltarme, no sé.
A la hora de editar, tendré que decidir si quiero hacer una película real o una película esperanzadora.
Carlos Lechuga, por Alejandro Acevedo.
La muerte de Rafaela
Es un jueves 13 y no sospecho que algo tan grave pueda pasar. No es martes ni viernes 13. Es un jueves. Estamos filmando en El Ferretero, un círculo social obrero frente al mar.
Llego bien temprano y ya está parte del equipo preparando todo. Hoy esperamos la visita del director del ICAIC, y el plan es rodar una fiesta de cumpleaños y que la protagonista se lance al mar a nadar.
Una de las figurantes llega diciendo que no quería venir al rodaje porque, aunque estemos filmando un cumpleaños, tenía la sensación de que venía para un velorio.
Esta figurante no es Rafaela. No es esa señora que, al acabar la jornada, habrá muerto por un paro respiratorio.
Esto de filmar una película sobre una religiosa ha movido mucho las energías. Pareciera que cada persona involucrada en la obra tiene algo de bruja.
El mar está tranquilo. Fallamos al no empezar por las escenas acuáticas. Colocamos la cámara en tierra, mirando al mar, y decido darle más aire al cuadro hacia abajo. El mar lo llena casi todo y hay una franjita de cielo.
No es un plano esperanzador. Tampoco lo es el personaje: ella está enterrada, rodeada por un mar que es casi una reja.
Las actrices se burlan de uno de los personajes, que es un poco payasón. Las bromas avanzan, los actores quieren ron. Los de producción no quieren darles alcohol, pero aun así el relajo es inmenso. Me molesto un poco, los veo desconcentrados; necesito que cada uno esté en su personaje, en su drama, en su historia.
Reparten unos cafés fríos que están bien ricos. Prendo un tabaco tras otro y echo mucho humo para espantar las cosas malas. Otra de las figurantes, bien ancianita, viene a hablarme de mi abuelo. Dice que lo conoció.
Todo es muy raro.
La madrina real de la protagonista llega y me dice que mi abuela (o el espíritu de mi abuela, ya que lleva 20 años fallecida) le había dicho que hoy iba a estar ahí cuidando a todos, y que para demostrárselo iba a hacer tres remolinos en el mar.
Los tres remolinos pasan. Es verdad.
Bajo toda esta magia avanza el día.
Casi al final de la tarde hago un plano que me encanta. Creo que puede ser un buen final: tras once tomas, estoy contento. Once tomas: creo que es el plano que más veces he repetido. El script sospecha que ya terminamos, y que no voy a querer filmar el plano final de Vicenta nadando en el mar.
El script está claro, ha hecho mucho cine y tiene buen ojo.
Por suerte nunca llega la visita del ICAIC.
Carlos Lechuga, por Alejandro Acevedo.
A la hora de la comida me alejo un poco y me pongo a masticar mirando al mar. En el rodaje como poco. Hay algo raro en el ambiente. Una de las del staff aparece con un vestuario que me calienta. Una desconocida me escribe al Messenger. Tengo que centrarme en la película. Ponerme duro.
Fumo. Suelto mucho humo. De repente, a lo lejos, veo a Rafaela.
Rafaela Suárez Martínez es una de las figurantes. Es una morena mayor, con los ojos tristes. Siento que de ella proviene una energía fuerte. Después me cuentan que había hecho mucho cine y que adoraba filmar. Eso era lo de ella.
Se filma una escena de baile y empiezo con otros personajes. En un asiento veo a Rafaela conversando con la protagonista. Hablan en francés. Todo me parece muy raro. Las dos están sin mascarillas. Temo por la pandemia. Hay que proteger a Vicenta, aún le queda mucho rodaje. No es bueno que esté tan cerca de los figurantes sin protección. Filmar en tiempos de Covid está siendo muy duro.
Tengo la sensación de que a Rafaela se le va la energía. La veo triste. Entre los miembros del equipo se comenta que hace cuatro meses perdió a un hijo, por eso de lo único que habla es de que la vida es muy dura. Repitió varias veces que quería morirse.
Pongo a Rafaela al fondo, a bailar con un señor. La filmamos. Unas horas antes la había visto más de cerca, en la escena donde se soplaban las velitas. Sus ojos fuertes, su rostro deprimido… Tenía una carga fuerte.
Luego de bailar, Rafaela se agita. Le empieza a faltar el aire. Llaman a la doctora. Un asistente le da un masaje en la espalda. Me empiezo a preocupar. Tengo que tener mi cabeza en los próximos planos, pero hay algo que no me deja avanzar.
De repente Rafaela empeora. Claudia empieza a dar gritos y llama a un carro. Veo a Claudia corriendo; dos asistentes cargan a Rafaela, que se va sin aire, y corro tras ella. Lo único que logro decir es: “Todo va a salir bien, mamita”. Ella, casi ahogada, me mira y asiente.
La montan en un carro, que se va chillando gomas.
Estoy a punto de llorar. La asistente me dice que me ponga duro, que hay que seguir. Le digo: “Esa mujer está mal, se puede morir”.
Filmo un plano más. La cabeza no me da para nada. Me molesta ver como la gente sigue bromeando y en sus cosas. Pienso que la vida es ese instante: ahora estás bailando, luego te pones mal y no le importas a nadie. Pienso que nunca más voy a sufrir por boberías tontas. Pienso que nunca más voy a hacer algo que no me guste, aunque me muera de hambre.
La vida es muy corta. Es un suspiro. Pasas y a nadie le importa nada. La vida sigue.
Cortamos. Veo a Claudia organizando todo y tratando de entender por qué nos ha pasado esto. Nos montamos en el carro de regreso a casa y, al pasar el túnel, llaman a Claudia. Rafaela no salió del paro respiratorio. Murió.
Se me aprieta el corazón. Pienso en el nieto de la señora. Producción empieza a hacer gestiones. Hay que hablar con la familia, hacer un PCR. Llego a casa destruido. Me baño con flores blancas y me paso un huevo. Me siento muy cargado. Ha muerto una persona en una de mis películas, no lo puedo creer. Su rostro estará conmigo mañana en el rodaje, y en la edición, y en la película por siempre.
Esta señora estará pegada a mí de por vida.
A las 9 de la noche hablo con Claudia para saber qué es lo que hay que hacer, si al otro día se va a decir algo en el equipo.
Tengo tremenda rabia. A partir de ahora, no quiero a nadie risueño en el rodaje. Quiero solemnidad.
Esa noche no puedo dormir. Lo único que veo es el rostro de Rafaela. Me siento fatal.
Amanece. Es viernes 14 y debemos filmar en el mar, pero, como si fuera una especie de maldición, el mar está muy revuelto. No nos deja entrar. Al final nunca podremos meter a la actriz en el agua. El mar, supercortado, no nos va a dejar.
El equipo se porta a la altura. Trabajamos callados. Hay un luto en el aire. Al mismo tiempo se está haciendo el funeral. Los otros figurantes, personas mayores, se enteran de la muerte y no pueden creerlo.
Es difícil avanzar, trabajar, crear, en estado de shock. Todos nos tratamos con pinzas. Se nos hace muy evidente una cosa que es tan obvia que se nos olvida: la existencia es un hilito.
A cada rato miro al banco donde unas horas antes estaba Rafaela tratando de respirar.
Va a ser un rodaje duro, pero bien duro.
© Imágenes de interior y portada: Alejandro Acevedo.
Los masturbadores de las playas desiertas
Miguel seguía encuadrando a unos cien metros de mí. Empecé a escuchar unos gemidos a mis espaldas. Me volteé. Tras las uvas caletas, había un hombre tirado en el suelo, con los pantalones bajados, masturbándose… Pero Miguel había decidido terminar la escena a toda costa. Su cine es más importante que la propia vida.