Una peliculita lumpen

No fue el dogmático José Antonio Portuondo, sino el marxista “liberal” Tomás Gutiérrez Alea quien escribió: “Al igual que el sueño reparador, el éxtasis erótico, el juego, el arrebato o el pathos provocado por la obra artística pueden también ser momentos productivos en la relación del hombre con el mundo en que se encuentra inmerso, siempre a condición de que sean trascendidos, porque el hombre debe regresar forzosamente a la realidad. Hablamos del hombre normal, maduro, que actúa de acuerdo con sus intereses concretos, objetivos, reales, y que en su tiempo libre va a un cine donde puede disfrutar de un espectáculo, de la misma manera que puede ir a darse unos tragos o a hacer el amor. Ese estado de “separación”, de embriaguez, puede ser no solo reconfortante, reparador de energías, sino, más aún, generador de energías. Todo hombre normal, maduro, vive la realidad, la sufre y la disfruta. Su vida gravita en la realidad. Cuando comienza a gravitar en la ilusión (llámese embriaguez, ficción, enajenación…) puede decirse que estamos ante un estado patológico. Y esos casos requieren un tratamiento especial”.

La cita procede del libro de ensayos Dialéctica del espectador, publicado por la editorial Unión en 1982, y es muy significativa. Difícil concebir una noción más filistea, “burguesa”, de lo real, si no es en el teatro proletario o en la novela policial revolucionaria de aquellos años soviéticos. El pathos del arte (más o menos lo que Bataille llama “gasto”, lo que Barthes y Derrida llaman “texto”) podía ser bueno, algo “productivo”, siempre que el sujeto no se extraviara en él; no se perdiera, como los lotófagos, en ese placer perverso, olvidando regresar a las naves de la realidad. En una palabra: sí había afuera del texto, sí había autor, sí había sujeto.

¿Cómo leer estas referencias a la embriaguez y a la enajenación sin recordar de nuevo aquel episodio que, en el límite mismo entre el momento “humanista” de la revolución y su etapa socialista-comunista, provocara una serie de definiciones fundamentales sobre la estética revolucionaria: la censura de P.M.?

Aludiendo a ese documental que mostraba imágenes de gente de pueblo bebiendo y bailando en la noche habanera, en un artículo contemporáneo sobre el free cinema Gutiérrez Alea alertaba sobre el peligro de que “a pesar de la utilización de documentos reales, la imagen de la realidad quede desvirtuada, falseada”. (“El free cinema y la objetividad”, Cine Cubano, No. 4, 1961). “La creación artística —insistía el cineasta— implica un juicio, de cualquier clase. Todos los intentos de retratar la realidad, de mostrarla objetivamente, es decir, evitando un juicio sobre ella, son intentos fallidos”.

De lo que se trataba, entonces, no era solo de la inconveniencia de mostrar determinados sectores de la realidad en una coyuntura marcada por la amenaza contrarrevolucionaria, sino de un debate sobre el contenido mismo de lo real. A contrapelo del free cinema y el cinema verité, empeñados en captar la realidad empírica reduciendo al mínimo la intervención del realizador, el ICAIC reivindicaba, más cerca del cine soviético de los años veinte, el montaje como procedimiento idóneo para captar una realidad que no coincidía con las puras apariencias que tanto seducían a los jóvenes documentalistas europeos.

Todo el argumento contra el free cinema, no es otra que la del realismo soviético, la noción soviética del realismo, que un sinnúmero de libros de estética y de crítica literaria se encargarían de divulgar en la Cuba de los sesenta, setenta y ochenta.

Un buen ejemplo de ese uso del montaje es Asamblea general (1960), uno de los primeros documentales producidos por el Instituto. Allí Gutiérrez Alea contrasta las imágenes de la multitud enardecida vibrando al ritmo del discurso de Fidel Castro, con las de los representantes diplomáticos —señores mayores vestidos de traje— de los países latinoamericanos, reunidos en la sede de la OEA. A esos funcionarios burgueses reunidos en la cumbre de la OEA, insta el Comandante a reunir a sus pueblos, como ha hecho él en esa asamblea donde, ante su petición a la multitud reunida de votar por la declaración (la que sería conocida como “Primera Declaración de La Habana”), todos levantan las manos en señal de apoyo. La idea, clarísima, no es otra que la superioridad de la “democracia directa” sobre el parlamentarismo burgués, la realidad de aquella contra la falsedad de este.

Ahora bien, ¿cuál era la idea, el “juicio” de P.M.? ¿Qué “decía” sobre la realidad retratada? Aunque aparentemente documental, P.M. no era genuinamente, desde la perspectiva de Gutiérrez Alea, realista. Y esa perspectiva, todo el argumento contra el free cinema, no es otra que la del realismo soviético, la noción soviética del realismo, que un sinnúmero de libros de estética y de crítica literaria (Portuondo, Mirta Aguirre, García Buchaca, Lunacharski, György Lukács…) se encargarían de divulgar en la Cuba de los sesenta, setenta y ochenta.

“Las grandes creaciones del realismo socialista no pueden ser el resultado de observaciones fortuitas de ciertas secciones de la realidad; requieren que el artista comprenda la totalidad”, afirmaba Karl Radek en el Primer Congreso de Escritores Soviéticos de 1934. ¿No resuena esta idea en el “Acuerdo del ICAIC sobre la prohibición del film P.M.”, donde se vetaba la película “por ofrecer una pintura parcial de la vida nocturna habanera”?

Es justo contra el tipo de representación “libre” al estilo de P.M. que los partidarios del realismo socialista cubano insistirán, a lo largo de tres décadas, en que “El artista es un creador, no un factografista, y lo primero que supera es la visión superficial y esquemática de los hechos, ahondando en la interpretación de su esencia. La misión de la literatura no se reduce a reproducir lo epidérmico de la realidad y los acontecimientos”. (Manuel Cofiño, “Acontecimiento y literatura”, Casa de las Américas, 1971).

Cámbiese literatura por cine, y encontramos aquí el viejo argumento contra el cortometraje de Sabá Cabrera y Jiménez Leal. En las antípodas del naturalismo, de todo arte basado en la descripción de lo que ocurre, en el método de la observación directa, la mímesis que preconizaban los marxistas partía de una cuidadosa selección de los hechos de la realidad; lejos de sucumbir a la autonomía de los acontecimientos —como en el objetivismo burgués del nouveau roman y del free cinema— había que revelar el orden oculto de lo real, esa trama que conduciría al futuro socialista.

El discurso del régimen criminalizó muy pronto la palabra “lumpen”.

El arte, para Cofiño y sus maestros y los maestros de estos, era intelección, conocimiento. No únicamente eso, pero sobre todo eso. No extraña entonces que albergaran una cierta resistencia a la fotografía, particularmente ostensible en algunos ensayos de Lukács.

En “El arte y la verdad objetiva”, el gran teórico húngaro afirma, por ejemplo: “Es completamente posible que un collage de material fotográfico pueda ofrecer un reflejo incorrecto, arbitrario y subjetivo de la realidad”. En este ensayo fundamental, la referencia crítica al collage, técnica por excelencia del arte moderno, apunta también a ese otro blanco de la crítica marxista-leninista que es el subjetivismo moderno. En la interpretación comprensiva del arte y la cultura del siglo XX que ofrece Lukács, ese canon que tanto influyó sobre nuestros doctores y comisarios, el objetivismo se trastoca fácilmente en subjetivismo; el naturalismo en modernism.

Diríamos que P.M. representa, en cierto sentido, esas dos tendencias polares pero conexas que la estética socialista reprimió durante décadas y que regresan tras la caída del muro de Berlín: la pura objetividad de una realidad no sujeta a los dictados del partido sobre el “desenvolvimiento revolucionario”, el peso de eso que sencillamente existe y está ahí (Pedro Juan Gutiérrez, por ejemplo, con su idea de la realidad como un “masacote” que habría que levantar y “dejar caer sobre la página en blanco”); pero también el subjetivismo que se acentúa en el existencialismo y, en general, en lo que la crítica marxista-leninista, hoy prácticamente extinguida en Cuba, llamaba “intelectualismo”, esa carencia de unidad dialéctica entre forma y contenido que el auténtico realismo —justo medio entre los extremos— pretendía corregir.

En buena medida, ese doble ‘afuera’ de la revolución equivale a lo que el discurso del régimen criminalizó muy pronto en una palabra: “lumpen”. Y aquí el contraste con el documental de Gutiérrez Alea puede echar nuevamente alguna luz. Pues lo que capta Asamblea general —como también, en menor medida, Sexto aniversario, de Julio García Espinosa—, es ese momento donde las masas, poseídas por una idea, se convierten en “pueblo”.

El pueblo, nuevo absoluto, es ahora tan extenso como la nación misma; no tiene ya más afuera que el lumpen, esa tenaz resistencia a la integración, peso muerto del pasado burgués en el presente revolucionario. Lumpen es justamente ese “estado patológico” que, según Gutiérrez Alea, requiere “tratamiento especial”. Y la censura de P.M. en 1961 anunciaba, desde luego, posteriores tratamientos.