Crónicas del alarido y el remordimiento

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En su relato Lo innominable, Howard Philip Lovecraft establece que “las emanaciones psíquicas de los seres humanos son grotescas distorsiones”.

Sobre esta suerte de principio sobrenatural se asentaría orgánicamente la serie de 18 monólogos audiovisuales que el director teatral cubano Adonis Milán dedica al poemario estadounidense Antología de Spoon River (Spoon River Anthology) del autor Edgar Lee Masters (1868-1950).

Como es harto conocido, el título de marras recoge las memorias o testamentos existenciales de un carnaval de almas insatisfechas que en vida habitaron el ficticio pueblo de Spoon River, y que ahora anidan en su camposanto.

Desde sus tumbas y nichos, desafían el silencio y la ausencia eternos, discuten con sus pasadas vidas; revelan la madeja de odios, antagonismos, rencores, frustraciones, ilusiones, alucinaciones, tristezas, arrepentimientos, vilezas, obsesiones y venganzas que se entretejen en el tejido social del paraje. Y Adonis Milán busca expandir sus voces hasta que los clamores de los muertos ensordezcan a los vivos, hasta que los fantasmas se rediman, a fuerza de triturar las consciencias de quienes los sobreviven.

El de Adonis Milán es un teatro de la extroversión y el alarido, que convierte cada una de sus puestas (en sala o en formato audiovisual) en zonas de tensiones provocadoramente enervantes. Sus diégesis están construidas como estados alterados —y, sobre todo, perturbados— de la consciencia.

La furia, la tiniebla y quizás hasta el rencor, predominan en la escena. La catarsis es el estado natural de sus personajes. Se aleja del kitsch arriesgándose en el territorio de lo tremebundo, lo hosco y lo rabioso, sin miedo a zambullirse en un mar de excesos, aunque a veces se extrañe cierta temperancia irónica.

Cada capítulo del abordaje audiovisual de la epopeya poética de Masters filmado por Milán, está protagonizado por un espectro descontento, obcecado, que espeta a la posteridad su descontento con la vida que lo torturó y lo llevó a una muerte engañosamente sosegada.

En la necrópolis de Spoon River no hay descanso eterno posible, sino perpetua agonía. Cual antípoda del carburador atómico de La fábrica de lo absoluto de Karel Čapek —que calcina toda la materia, liberando en oleadas la energía divina—, la disolución de la carne ha desatado todo el dolor que constreñía, y este se esparce libre en su forma más pura e inevitable.

Milán asume y representa la distorsión grotesca lovecraftiana de las formas fantasmales, no solo desde la construcción de las visualidades extremas y ruinosas con que dota a los personajes y los contextos, sino desde una pauta histriónica desaforada y torrencial.

Los personajes aparecen casi siempre tensados al extremo. Son cuerdas a punto de quebrantarse y fustigar, de paso, los dedos de su propio afinador. Interpelan a la cámara con tal violencia que parecen acusar a los espectadores de permanecer vivos, mientras ellos han muerto injustamente.

Los vivos parecen ser siempre los culpables de la muerte de los muertos. Sobrevivir es un pecado imperdonable que solo se expía con el fallecimiento. La vida es culpa, pecado y error.

Amén del tono que comparten, cada cortometraje disfruta de una puesta en escena singular, en consecuencia con la autonomía poética de cada uno de los poemas del libro. Cada fantasma reside en un nicho diegético estructurado acorde a su personalidad, su dolor, historia y carácter.

La peculiaridad de cada vida y cada muerte se refleja en los escenarios en que los personajes expresan sus últimas voluntades y legan sus inventarios sombríos de sus errores y virtudes a herederos anónimos.

En la primera temporada, publicada en 2019, tal diversidad estilística se aprecia a veces como defectos provocados por la deficiente administración de los escasos recursos a su disposición; y a veces como el óptimo aprovechamiento de las obstrucciones para desencadenar las posibilidades expresivas de los actores.

El sonido es una de las más evidentes inconvenientes. En varios capítulos, se requiere del silencio para consolidar diégesis en las que retumban los fantasmas, pero los ecos inmediatos de la cotidianidad que transcurre a pocos metros de los espacios escogidos para rodar, contaminan en exceso puestas como la de Nancy Knapp, que estáprotagonizado potentemente por Elizabeth Ríos, pero lastrado por demasiados ruidos ambientales parásitos.




Esto es corregido en las entregas de la segunda temporada (2021), que son dedicadas a los monólogos de Ollie McGee (Sara Benítez) y Amelia Garrick (Yindra Regüeiferos).

Ambas historias fueron filmadas en exteriores, debidamente despojados de cualquier bullicio que saboteara el protagonismo absoluto de personajes que habitan páramos infinitos, sin Paraíso ni Infierno al que marcharse. Disponen solo de un redundante y aislado aburrimiento por los siglos de los siglos y ladran sus historias a quien se ponga a sus alcances.

Louise Smith (interpretado por Alina Castillo para la primera temporada) adolece del pobre manejo de la escasez. En vez de ser un recurso expresivo que construya sentidos conjuntos con el monólogo, termina perjudicándolo y desluciéndolo. El breve espacio en el que se mueve la actriz se revela precario en vez de mínimo, como sí se logra en Dorcas Gustine, que protagoniza el músico Gorky Águila junto a su grupo de punk rock Porno para Ricardo.

El reducido espacio en que Águila declama y canta, deviene caja de resonancias que convierte al poema y a la música en estruendos provocadores y finalmente auto destructivos. Dorcas y Gorky gritan sus verdades sin escapatoria posible a sus espaldas. Las paredes se convierten en paredones. Las palabras sinceras resultan las balas que tienen a sus pechos como destinos definitivos.




La parquedad escenográfica expresiva alcanza sus más óptimas dimensiones en el cortometraje dedicado a John Cabanis, que interpreta Mario Guerra, cuyo rostro ajado y voz marchita repletan la burbuja diegética con intensos significados. Se convierten en algo tan absoluto como la derrota que ahoga al personaje.

Cabanis se presenta como alguien tan cansado de luchar por causas perdidas, como la honestidad y la libertad, que su fantasma no consigue superar el agotamiento. Es la antítesis de Dorcas Gustine.

Fue arrastrado mil veces por el polvo, hasta que su garganta no pudo lanzar más aullidos de dolor. La muerte no representa ningún descanso para este político honrado, rara avis entre las rara avis. Necesita fenecer muchas veces para sacudirse la fatiga con que la existencia lo premió. Es un pez que intentó respirar fuera del agua y contrajo un perpetuo estado de asfixia, una agonía sin fin.

El rostro de Cabanis/Guerra se expande a lo largo de todo el plano, como el mapa que conduce a un abundante tesoro de frustraciones, decepciones e infortunios. Sus ojos opacos son estrellas polares fijas en la utopía, que ofrecen una guía engañosa a todo el que intente remontar sus senderos. Su voz es un eco inútil que persiste en espetar a la posteridad una lección moral que ya se había extinguido, mucho antes de que Cabanis llegara al mundo. Adonis Milán consigue aquí filmar un muerto que invita a todos a morir.

La recitación que hace Mario Guerra del poema es prácticamente ininteligible, y no por insuficiencias técnicas, sino como hábil y provocadora manera de expresar la tragedia absoluta del personaje, su cansancio eterno. Es una voz que nadie quiso ni quiere escuchar.

La despreciaron tantas veces que se convirtió en aullido tenue como viento de la madrugada. Esforzarse por discernirlo y comprenderlo es el mejor tributo que se le puede rendir a una vida y una muerte como la de John Cabanis, martirizado en la cruz de sus propios principios.




Eugene Carman (primera temporada), Barry Holden y Benjamin Pantier (ambos correspondientes a la segunda temporada), proponen igualmente un empleo orgánico de los espacios, diseñados como antros opresivos desde los que los personajes impugnan sus vidas.

Eugene (Reinier Morales) se expresa desde el enojo y el remordimiento por no saber vivir, Barry (Rainer Hernández) desde el desquicie que opone a la perturbada emancipación de su hermana Nancy Knapp. Y Benjamin (Andrés Pérez) repasa su existencia pasada desde el arrepentimiento más triste del universo.

Los tres personajes están varados en fines del mundo, en últimos lugares, en las esquinas más hondas del olvido. Son territorios que se olvidaron de sí mismos, que no recuerdan sus propósitos originales ni ofrecen la más mínima pista para que alguien deduzca o adivine sus primeras épocas. Parece que siempre estuvieron ahí, e incluso los fantasmas de Spoon River son más pasajeros.

Cuando el último rastro de los muertos se diluya en la nada, estos lugares quizás permanezcan y reciban a nuevos espectros. Incluso podrían sobrevivir a la propia destrucción del mundo. La muerte los ha olvidado. Dios pasa de largo frente a sus puertas.




La antología que Adonis Milán ha hecho de la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters resulta tanto un ejercicio de adaptación de una obra literaria al lenguaje escénico y audiovisual desde una concepción híbrida, como un ejercicio tozudo de adaptación y resistencia del joven director a unas circunstancias agrestes que impiden la germinación plena de su obra en Cuba.

Milán multiplica su alarido personal en las múltiples voces de los fantasmas de Spoon River, condenado por la censura oficial de su país, Cuba, a ser un fantasma vivo.

La danza de almas que propone Milán en esta serie sirve quizás para exorcizar los demonios que atormentan a Cuba y su arte, y que así ambas no sean enterradas en una tumba coronada por un epitafio hipócrita, sin voz ni memoria, para luego emerger como “grotescas distorsiones” encorvadas bajo el peso del arrepentimiento y la cobardía.

El teatro de Adonis Milán puede ser indócil, “pero el silencio envenena el alma”.






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Antonio Enrique González Rojas

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