Los ‘blockbusters’ Robocop (1987), Total Recall (1990) y Starship Troopers (1997), dirigidos por el holandés errante Paul Verhoeven, están considerados una trilogía informal de relatos distópicos sobre los poderes autoritarios que, de una primera ojeada, pudieran considerarse ubicados en tres “versiones” independientes del futuro; la relación entre las tres cintas resultaría entonces fundamentalmente extradiegética. Sus autonomías estarían amalgamadas por ideas, conceptos, posturas políticas, modos y guiños formales y discursivos.
Una segunda ojeada más atenta (obsesiva, delirante, especulativa, nerd, cinéfila y cienciaficcionera) pudiera advertir la muy factible posibilidad de que estas sátiras políticas estén ubicadas en tres momentos de una misma línea temporal, donde se cronique la consolidación de la pesadilla totalitaria a partir de la crisis de las maneras democráticas, la supresión de la voluntad ergo la identidad personal y el definitivo arribo a una estabilidad abiertamente fascista, que consigue la unidad global con la proyección de sus miedos y odios en un enemigo externo, inhumano, terrible.
Los avatares de Alex Murphy/Robocop (Peter Weller), Douglas Quaid (Arnold Schwarzenegger) y Johnnie Rico (Casper Van Dien) pudieran marcar tres estadios de una muy coherente lógica histórica, avizorada por los augures pesimistas de un apocalipsis que, por obligación, no implica el fin de la especie; sino el fin de lo que define su humanidad: el libre albedrío, el autorreconocimiento como sujetos volitivos y participantes.
Así, la trilogía involuntaria de Verhoeven —y en gran parte del guionista Edward Neumeiner, escritor de Robocop y Starship…— devendría tríptico instintivo y texto cinematográfico tricéfalo abierto que genera muy fértiles y conspirativas especulaciones mitológicas allende los propósitos conscientes de sus creadores, sus productores, sus contextos inmediatos. De eso se trata ser un clásico: un objeto de arte, un gesto político cuyo tránsito a través de las generaciones le añade estrato tras estrato de significados, inconcebibles muchos en el momento de la concepción y el estreno.
Robocop: la crisis de la democracia y el paradigma tecnócrata
Robocop propone una consolidación cataclísmica y tecnocrática de la era Reagan en Estados Unidos, donde los intentos desesperados por recuperar el control sobre la violencia social y política generada por el propio sistema conllevan al desplazamiento del poder real desde las manos gubernamentales de esencia democrática, hasta las manos empresariales de naturaleza hegemónica. La gestión del muy desordenado orden público pasa al sector privado, que también controla al ejército. Se quiebra el delicado —y mutuamente regulador— equilibrio entre el Estado y los poderes financieros.
Todo desbalance en las complejas tensiones políticas, sociales, económicas y culturales que mantienen a una sociedad a flote a través de la constante gestión de pactos de poder termina abocándola al totalitarismo, sea de la orientación ideológica que sea, diestra o siniestra.
El descontrol sobre la sociedad, inmersa en un vórtice de violencia cíclica, lleva a los núcleos conservadores a tomar atajos desesperados de ilusoria e instantánea efectividad cuyo verdadero y último objetivo es la perpetuación del statu quo: se implementan mecanismos de control y represión sobre la voluntad. Hay que eliminar la condición humana para seguir rigiendo los destinos de la humanidad.
El gran y absoluto conglomerado Omni Consumer Products (OCP) propone como último recurso para controlar el crimen un policía cíborg que supere en eficiencia y fuerza a los agotados agentes humanos. Todo se trata de sustituir a la humanidad en la gestión de la humanidad. Colocar una prótesis a una sociedad discapacitada, incapaz de cargar consigo misma.
Tal es el primer y definitorio paso en el camino hacia el totalitarismo que da la OCP: el desconocimiento de las fuerzas sociales para autorregularse, autosanarse y escoger sus rumbos históricos, y apostar por subordinarlas a un mandato unívoco, lúcido, preclaro, que logrará la felicidad y la paz de un manotazo. Es considerar a la sociedad en estado de guerra y suspender sus derechos para salvarla, asumir un Estado como un campamento militar, donde el orden vertical e indiscutible es el único posible garante de la estabilidad y el regocijo.
OCP destila en sus laboratorios una creatura híbrida que se vale de las aún inimitables capacidades de procesamiento de datos del cerebro humano para echar a andar un aparato mecánico. Los despojos del policía caído en el cumplimiento de su servicio, Alex Murphy, son escogidos por estos modernos Frankenstein para conformar su monstruo eficiente y ejecutor del proyecto totalitario que lo creó.
Robocop encarna el sueño de dominación definitiva que anida venenosamente en el corazón humano. Es la supresión efectiva de la voluntad —como cuestionamiento y elección— y de su reformulación como mera fuerza bruta —simple combustible, potente pero inerte— que alimente sus proyectos incuestionados. Murphy está legalmente muerto como ser humano y eso lo convierte en materia prima para el cíborg “superior”, el hombre nuevo absolutamente consagrado que será en lo adelante.
El cuerpo protésico que expande las fuerzas y las destrezas de Murphy deviene exoesqueleto que constriñe y anula su dimensión humana, el universo sensorial y emotivo que lo define como ser pensante, creativo, autónomo. Y a la vez es el último campo de batalla por la salvación del libre albedrío. Una vez “renacido”, el personaje remonta el imprevisto sendero de la lucha contra su nuevo cuerpo; de su yo contra su ningunidad mecánica y cibernética; de su voluntad contra el poder coercitivo.
Pero Robocop es un héroe trágico, solitario, cuyo triunfo mayor solo será sobre sí mismo y sobre el mal intermedio —la banda delincuencial de Clarence Boddicker (Kurtwood Smith) y el corrupto lobo solitario que es Dick Jones (Ronny Cox)—, sobre la carne de cañón que le presenta la omnipotente y omnisciente OCP; entidad que hacia el muy cínico final de la película se revela proteica, adaptable, dinámica, dispuesta a “cambiar todo para que todo siga igual”. Porque Murphy, cuando era de carne y hueso totalmente, tampoco era un visionario, un rebelde, un cuestionador del status quo. Era parte de ese sistema, que no apreciaba como problema.
Por otro lado, el robot está constreñido por una cuarta y secreta directiva primaria que le impide atacar o arrestar a un alto directivo de la OCP. Es incapaz de superarla como última barrera para trascender el dominio corporativo sobre sí. Y nunca lo hace. Logra eliminar a su principal antagonista, Dick Jones, pero solo cuando la propia empresa lo autoriza, cuando el presidente de OCP (Daniel O´Herlihy) despide a este de su cargo. Su extirpación del cuerpo principal del poder otorga “permiso” a Robocop para despacharlo espectacularmente y cumplimentar su venganza, ganando su pequeña e inconsciente guerra personal que puede ser asimilada por el monstruo sistémico.
La secuencia final es de un cinismo inmenso, cataclísmico. El presidente y la empresa agradecen al policía cíborg por haber eliminado la discordancia interna que significaba Jones, quien también pecó de autonomía, de voluntad —lo que significó una rebelión imperdonable contra su condición de engranaje, de accesorio funcional a los ojos del poder que lo supera.
El autorreconocimiento de Murphy no es un gran problema para la OCP, que acepta mefistofélicamente su identidad recuperada. “Buen trabajo, hijo. ¿Cómo te llamas?”, le dice el presidente una vez que Jones muere. “Murphy”, le responde el policía metálico y sonríe, pacta, se pliega, abraza una vez más el statu quo. La ilusión de libre albedrío queda zanjada como la mejor estrategia. No se puede suprimir porque la rebelión ocurrirá. Hay que negociar con esta e instrumentalizarla a favor del poder, dosificarla, fragmentarla en porciones manejables.
Total Recall: la supresión de la voluntad
Robocop es el gran prólogo para el nuevo orden mundial que se está construyendo en el tiempo de Total Recall, otra más engañosa y mucho más cínica historia de autorreconocimiento, de prevalencia del libre albedrío sobre las fuerzas que buscan someterlo y anularlo. Hasta el punto que todas las espectaculares peripecias del protagonista resultan de una tal insoportable esterilidad, que la mayoría de los públicos optan por engullir la píldora azul, convirtiéndose en entusiastas cómplices extradiegéticos de la tragedia alucinada de Douglas Quaid. Y participan del mismo triste placebo del escapismo.
OCP fomenta en el robotizado Murphy la ilusión de control sobre su mínimo círculo vital y logra así su entrega al complejo y mayor entramado sistémico en el que es actor secundario, casi un extra. Casi un siglo después, en 2084 —Robocop no fija fecha precisa para su trama, pero no dista mucho del 1987 de su estreno, quizás proponga una versión de 1994—, estos métodos se han refinado con la sofisticación de las tecnologías escapistas de Rekall, otro emporio que fomenta y expande esta ilusión de dominio total de los seres humanos sobre sus destinos, convirtiéndola en alucinación.
Rekall —¿subsidiaria de OCP?— no propone meras aventurillas lúdicas como en los videojuegos, donde las personas asumen con plena consciencia los avatares que los representan en estos universos ficticios, sino que implanta recuerdos, reescribe la historia personal completa de cada individuo. Es una versión supremamente sofisticada del Ministerio de la Verdad de 1984, donde labora su protagonista Winston, uno de tantos empleados dedicados a modificar los periódicos y documentos, en flagrante mutilación del pasado del mundo, que termina volviéndose más impreciso que el propio futuro, con todo y su carga de imprevisibilidad.
En el 2084 de la película se diluyen los fundamentos de la identidad humana, al modificar, anular y, finalmente, suplantar la memoria. La persona que no sabe de dónde viene, mucho menos sabrá a dónde va, desnuda de las experiencias y elecciones que modularon sus escalas de valores y su batería de principios. Más que el pasado familiar, la supresión del pasado moral y ético lleva a convertir la voluntad de las personas en dúctil materia prima con la que esculpir óptimos instrumentos obedientes.
Murphy se revela contra Robocop gracias a la renuencia de sus recuerdos y sus afectos a desaparecer bajo las molduras tecnócratas. Su voluntad prima gracias a la recuperación de la consciencia de su historia personal, de su construcción como sujeto a través del tiempo. Rekall garantiza que esto no suceda más, pues opera directo sobre la esencia de la condición humana. Ya no más consciencia del momento histórico, pues la historia es cualquier cosa menos la verdad.
El ser sin pasado es un significante abstracto, una entelequia a la deriva. Un ente unidimensional. Eso es Douglas Quaid, quien sueña que sueña que sueña que es alguien que al final puede ser otro, o muchos otros, o nadie.
Ante la ambigüedad consciente del relato y su jugueteo cruel con la percepción se han generado desde entonces bandos a favor de la experiencia de Quaid como “real” y como “ficticia”. Verhoeven declaró que era definitivamente falsa. Todo es una alucinación, tanto como la añeja y autocondescendiente creencia de que el bien siempre triunfa sobre el mal.
Douglas sueña con que pasea por el colonizado Marte junto a una mujer, Melina (Rachel Ticotin), que lo obsesiona. Pero luego se puede advertir que es diseñada por los técnicos de Rekall por petición del obrero de la construcción que desea ser un espía temerario y contar con su chica Quaid literalmente soñada.
La Melina elucubrada establece un raro uróboros con la Melina diseñada. Articulan un bucle incongruente con la linealidad narrativa. Esta inquietante disonancia provoca más oscuras y paranoides especulaciones sobre un tercer estrato de ilusión nunca explicitado en la diégesis, pero que late indescifrable y poderoso; como un fantasma o un hombre invisible que todo el tiempo respira tras las nucas de los personajes y, peor, de los espectadores.
Un poder indescifrable engloba los estratos más evidentes de la historia, los controla, los rige desde una lógica insondable. El libre albedrío y los empleados del statu quo que lo manipulan son meras fichas de un tablero mayor. El totalitarismo ya es el aire que se respira, los sueños que se sueñan, las vidas que se viven, los recuerdos que se recuerdan. Nada existe fuera de este gran administrador de las vidas humanas, de este Gran Hermano ubicuo y omnisciente como Dios.
Total Recall es de una ambivalencia total. De una perplejidad absoluta. Es una obscena extirpación de la condición humana y su reemplazo sutil por una humanidad artificial fabricada con recuerdos falsos, pero que son lo único de los que se termina disponiendo. Como Murphy de su cuerpo robótico. No hay verdad, así que el personaje se aferra a lo que más se le parece y estas ficciones se legitiman y asientan como basamento moral. El cinismo que sirve de corolario a Robocopse expande por toda película. Pocas pistas se ofrecen, reforzando la desazón extradiegética. ¿También los espectadores sueñan que ven soñar a Quaid? ¿Sueña Murphy con ovejas eléctricas?
Starship Troopers: un mundo feliz y totalitario
Starship Troopers es la más temerariamente cínica y satírica de las tres películas, hasta el punto de ser confundida muchas veces con un puro panfleto fascista, un retablo propagandístico plagado de personajes estereotipados hasta el absurdo. El primer vistazo la puede equiparar con el cine nazi de Goebbels, el cine bélico soviético del realismo socialista o con las comedias involuntarias que devienen las películas de Corea del Norte.
Los personajes de esta versión cinematográfica de la novela homónima de Robert A. Heinlein no tienen otra intención que ser alegatos ejemplares o meras vallas garrapateadas con lemas a favor del indiscutible y perpetuo statu quo. En esta tercera entrega de su trilogía distópica, Verhoeven propone el triunfo definitivo del totalitarismo sobre la voluntad, la humanidad y la realidad.
El de Johnnie Rico, Carmen Ibañez (Denise Richards) y Carl Jenkins (Neil Patrick Harris) es un mundo felizmente enajenado, un siglo XXIII sin disensos posibles, sin cuestionamientos, donde incluso las barreras de género parecen haberse diluido, según la llamativa secuencia de las duchas militares, en la que hombres y mujeres de la ruda infantería terrestre se bañan con naturalidad camaraderil, libres de toda erotización.
“Este año exploramos el fracaso de la democracia. Cómo los científicos sociales llevaron al mundo al borde del caos”, explica en clase el profesor Jean Rasczak (Michael Ironside), hablando de tiempos pasados, tan lejanos y superados que ya fueron relegados a los libros de texto de las high schools del siglo XXIII. ¿Quiénes son estos llamados “científicos sociales”? ¿Los ejecutivos de OCP y sus proyectos de pacificación ciudadana, los técnicos de Rekall y sus recuerdos virtuales?
Los complejos proyectos de dominación y manipulación de la voluntad de estas compañías de siglos anteriores parecen haberse ido a pique y los “veteranos”, que según Rasczak tomaron el control y trajeron la definitiva estabilidad al mundo, optaron por métodos tan sencillos, elementales y genésicos como la fuerza. La fuerza es violencia y esta “es la autoridad suprema de la que provienen todas las demás autoridades”, dicta el profesor a su clase de chiquillos que pronto madurarán en medio de los combates.
Johnnie es el más “bruto” y violento del trío. Es una estrella de fútbol americano con mediocres notas y temperamento elemental, por eso es el protagonista de la historia. Carmen es hábil en matemáticas y pilotando naves; mientras Carl posee poderes extrasensoriales que lo hacen elegible para oscuras organizaciones de inteligencia con vestiduras muy semejantes a las SS. Johnnie es, por tanto, la fuerza bruta validada como piedra de toque de la nueva sociedad y por eso es el héroe ejemplar, el modelo a seguir. Es la autoridad desnuda, totalitaria, concentrada en un solo y necesario objetivo.
A dos centurias después de los acontecimientos transicionales de Total Recall —donde se triunfa sobre el último reducto de la volición— y a 300 años de distancia de las catastróficas épocas de Robocop, la misión santa del poder en Starship Troopers no es someter la voluntad, sino mantener ad infinitum esta situación.
Para cumplimentar esto con eficiencia y estabilidad se echa mano a una de las estrategias más añejas y efectivas del totalitarismo: fomentar la xenofobia y el nacionalismo planetario (¿planetarismo? ¿tierrismo?), redirigir las atenciones, tensiones y odios hacia un enemigo externo, extraño, inhumano. En este caso, los insectoides del lejano planeta Klendathu, los bichos que solo merecen la muerte, el exterminio. En primer lugar, por no estar a la altura de la humanidad, por no pertenecer a la selectiva y exclusiva casta en que se ha convertido la especie.
Gusanos, insectos, alimañas, cucarachas, de mil maneras los enemigos han sido despojados de su naturaleza humana, desapareciendo de una vez cualquier escrúpulo que haga dudar de su destrucción necesaria. Los judíos eran para los nazis subhumanos, deformidades, monstruosidades, demonios. Klendathu ofrece a la totalitaria Tierra del siglo XXIII la oportunidad ideal para practicar su puntería y canalizar todas las energías en una suerte de aniquiladora catarsis global contra el tiro al blanco en que se ha convertido ese planeta.
Como el “mundo feliz” de Huxley, el de Starship Troopers está dividido en castas. No están determinadas por la manipulación genética como en la novela del autor inglés, sino que se basa en escalas meritocráticas. Los “ciudadanos” —a la usanza griega— componen una élite superhumana que goza de privilegios vetados para el resto de los pobladores descastados. Y el servicio militar es el camino más expedito hacia tal estrato superior. Ciudadanía o muerte.
Nada se revela en la cinta sobre los orígenes del conflicto entre ambos mundos ubicados en diferentes extremos de la galaxia. Ya eso no importa, y nunca fue relevante. Quizás los insectoides, a la hora del desayuno, rompen los huevos por el extremo incorrecto. Lilliput y Blefuscu una vez más, sin un Gulliver gigante que interceda en nombre de la razón moderna defendida por Swift. Esta vez Gulliver es un liliputiense más. Lo importante es que la Tierra mire hacia afuera, busque el origen de sus males allende sus fronteras y se movilice para destruirlo, para pasar al siguiente nuevo objeto de odio.
No es necesario crear y perfeccionar tecnologías escapistas alucinógenas que brinden a las masas el efectivo delirio de grandeza, cuando ya se cuenta con una aventura “real” en la que todos pueden involucrarse. Cuando todos pueden ser verdaderos héroes, ametrallando a gusto los odiosos insectoides acorazados o muriendo bajo la dentellada demoledora de sus mandíbulas. Douglas Quaid se hubiera alistado de inmediato si en su 2084 existiera esta posibilidad de viajar por el espacio y cazar bichos en planetas más inhóspitos que el vecinal Marte.
Los hombres (y los partidos) mueren, Batman es inmortal
Antonio Enrique González Rojas
Batman es el superhéroe más bello de todos. Es el más triste, el más inútil, el más fallido, el más terrible. Es la definitiva encarnación de la impotencia y el fracaso glorioso ante los embates del mal humano.