Emmanuel Martín: un cineasta bajo la influencia

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Un hombre bajo la influencia (Un homme sous son influence, 2023) es el segundo largometraje del realizador cubano Emmanuel Martín.

Además de ser la primera cinta que rueda fuera de Cuba, diverge respecto a su ópera prima Historias de ajedrez (2019) en la construcción de un relato único que, sin abandonar por completo la lógica episódica que define la estructura de esta primera incursión —tres cortometrajes engarzados por el tema central que explicita el título—, desarrolla una sola historia.

Como muchos cineastas cubanos, el grueso de la filmografía de Emmanuel Martín (En el iglú; Adiós para siempre, preciosidad; Mira y muere; La V de la Victoria) está compuesta por películas de duración breve, en gran medida por causa de las consabidas precarias condiciones de producción que siempre han condicionado al cine cubano independiente.

En el caso de Emmanuel, residente toda su vida en Santiago de Cuba hasta su migración hacia Canadá hace unos años, tal labilidad siempre fue arreciada por su lejanía de La Habana, gran eje geocultural de la vida cubana, incluído el cine, ya sea oficial o independiente.

Amén de su evidente repercusión en la precariedad de los presupuestos y recursos materiales gestionados para desarrollar sus películas, estas circunstancias han sido quizás grandes determinantes en el discurso atormentado, punzante y a la vez resiliente que Emmanuel Martín despliega en toda su obra.

Mirada sombría que tampoco es exclusiva de él, pues se advierte en buena parte de la obra fílmica alternativa realizada (y escasamente estudiada) en la zona oriental de Cuba, por creadores como Carlos Melián (Pizza de jamón, El rodeo), Juan Antonio Estrada (Siervos) o Adrián Gómez Grillo (Cayo).

Desde títulos iniciales como En el iglú (2008, codirigida por Lester Romero), Emmanuel Martín propone una ácida poética de la marginalización extrema y la no pertenencia. Es una suerte de fábula infernal, protagonizada por un dúo de sujetos cuya condición de vagabundos deviene alegoría del desarraigo.




X (Romero) y El profe (Martín) son entidades invisibles que habitan una ciudad invisible para la mayoría de sus habitantes. Todos duermen, mientras estos filósofos estoicos desandan la noche a través de las oquedades más secretas de la urbe.

Por eso el cineasta y erudito Rafael Ramírez, en un lúcido texto publicado alguna vez en un ignoto diario de la Muestra Joven ICAIC, consideró esta película como cardinal para dirimir los prolegómenos del audiovisual filmado por estos lares.

Que desde entonces Emmanuel Martín haya bautizado a su productora “Independientes bajo tierra”, habla de la consciencia (¿y resignación?) sociocultural de alguien que asume su singularidad como condición e identidad.

No es fatalidad lamentosa, sino tragedia asumida. Las películas resultantes caminan descalzas sobre carbones ardientes. La mirada del cineasta repta bajo el tapiz de la realidad, alcanza las praderas convexas de la Tierra Hueca, y habita bajo la luz subterránea de su sol central.

En Buen viaje, stalkers (2011), secuela directa de En el iglú, los personajes abandonan su movimiento urobórico a través de Santiago, quiebran la inercia y se desplazan hacia La Habana. Emigran hacia el occidente privilegiado del país en busca de la felicidad.

El profe, alter ego y posible autoparodia de Martín, cambia de lugar pero no de posición. Revela el éxodo como escaramuza fútil de una mente atormentada contra sí misma, como un placebo triste, un autoengaño. Su lugar no está en ningún lado más que en él mismo, y tampoco es cómodo, ni sosegado. Migrar es un imperativo ineludible para él y otros tantos millones, pero no implica obligatoriamente llegar a algún lado. El movimiento circular persiste, aunque haya ampliado su radio.    

Un hombre bajo la influencia pudiera bien cerrar con En el iglú y Buen viaje… una trilogía sobre la descolocación y la dislocación de un ser tan consciente de sí mismo que roza los bordes mismos de la inconsciencia. Los tres títulos admiten el análisis como tríptico sobre la condición crónica del marginado, incapaz de pertenecer a lo que fue previamente diseñado para rechazarlo, para abortarlo, para regurgitarlo como un bocado demasiado correoso.

Desde una voluntad autorreferencial menos disimulada que en los cortometrajes de 2008 y 2011, Emmanuel vuelve a interpretarse. Se disfraza de sí mismo, pero esta vez emplea ropajes transparentes. Recrea, más que el anecdotario de su vida —o supervivencia— en Montreal, el vórtice de dudas, angustias, ideas, obsesiones, inconformidades, frustraciones, deseos, en que parece haberlo sumido la nueva doble condición de marginal y desplazado.

El de Emmanuel Martín parece ser un meta-exilio, que recrudece su sentido de soledad, y consolida su autoconsciencia —¿vocación?— de náufrago crónico.

Por momentos, el relato entretejido por el realizador dialoga orgánicamente con clásicos fílmicos del exilio cubano como El súper (León Ichaso y Orlando Jiménez Leal, 1979), en tanto que ambos cartografían las bregas de emigrantes cubanos en respectivos contextos “extraños”, como la invernal Nueva York y el bilingüe Montreal.

Incluso se aprecia la reiteración de personajes-tipo —el veterano ultra derechista y gruñón de la brigada 2506 de la cinta de Ichaso se proyecta y actualiza en el trumpista y “conspiranoico” compañero de labores de Emmanuel, interpretado por Lester Harbert Noguel.

Pronto Un hombre… se desplaza a los territorios más ambivalentes de la alucinación que pone diferentes rostros a la misma mujer; y del delirio que construye conspiraciones globales; y de la desesperación que convierte a cada personaje en asideros salvadores, en medio del oleaje de una realidad licuada. La película sería para su director, productor, guionista y protagonista su particular balsa de la Medusa desde la que desafiar las mareas y tormentas.

El hombre bajo la influencia se percata de que ha escapado de la nada hacia la nada, sobreviniéndole una enloquecedora sensación de inmovilidad que reduce al cero absoluto los miles de kilómetros recorridos entre la isla insoportable y el continente ajeno.

Bajo las superficies aparentemente diferentes de ambos territorios, Emmanuel descubre el mismo dédalo de tuberías por las que más de una década atrás serpeaban X y El profe. Las mismas interminables angosturas, los mismos ciclos infinitos que en Santiago de Cuba.

Emmanuel sigue en el mismo lugar, aunque haya variado de posición. Continúa atrapado en sí mismo, sigue parapetado en sí mismo para resistir los ataques de un mundo extraño e incomprensible, para el que Martín resulta mucho más raro e indescifrable.

En la película referenciada en el título, Una mujer bajo la influencia (A Woman Under the Influence, 1974) —y a cuyo director, John Cassavetes, Martín también dedica su cinta—, el diálogo de la protagonista Mabel Longhetti (Gena Rowlands) con el mundo se enrarece hasta la incomunicación absoluta. La realidad se niega a entenderla, queda descartado el carácter negociado de esta interacción. Ella nunca tuvo oportunidad. Él tampoco.

Cuando conversamos sobre Un hombre…, Emmanuel me dijo que no era una película cubana. Se desarrolla en otra nación, actúan indios, mexicanos, rumanos. Se habla en inglés, francés, español. El propio cineasta-actor intenta comunicarse en estos idiomas, exhibe una dicción en plena metamorfosis que termina modificando su abordaje de la propia lengua natal. Los signos “nacionales” sucumben, se diluyen en ácido.




Un hombre… es una película exiliada que habla sobre los exiliados. Un cine de ninguna parte que consuma la definitiva condición marginal de la poética de su realizador. Es también un filme espejo, y su reflejo del mundo quizás sea mucho más coherente que el presunto original. El eco es más preciso que la voz, la representación es más tolerable.

Martín halla un poco de cordura en el reino del imago, aunque este no sea precisamente sosegado. Fuera del espejo le aguardan el sonido y la furia. La película promete un espacio seguro, relativamente controlable a fuerza de depurar, discriminar y destilar la realidad inabarcable, infinita. Es un banco de arena en el que pisar seguro por unos momentos, antes de proseguir viaje en la balsa a través del océano infinito e insondable. Un instante de reposo y repaso. Pero es solo una tregua estéril. 

El propio montaje sugiere un patrón proceloso. Las secuencias fluyen como ondas densas. No se suceden, más bien parecen solaparse, triturarse. Cada escena parece surgir de entre las cenizas de la precedente, para entonces ser incinerada y convertida en nuevas cenizas de la que emanará una nueva situación dramática.

La narrativa es caótica, como conformada por esquirlas. El relato se fractura a medida que transcurre. El mundo resulta cada vez más ininteligible para el protagonista y para el espectador.

Un hombre… parece comenzar con una respuesta y finalizar con una madeja de interrogantes, enigmas y provocaciones tanto estéticas como discursivas. Las certezas se extinguen y prolifera la perplejidad.

El absurdo irrumpe, los personajes se expanden como sombras grotescas. Emmanuel está a punto de ser aplastado por la influencia. El autorretrato se transforma en otra autoparodia amarga, quemante, y se precipita en un final anticlimático que sugiere cierto reencuentro angustioso consigo mismo.

Un hombre bajo la influencia no ha podido estrenarse todavía. La fatalidad pesa sobre el destino de esta película, protagonizada por un personaje fatal, y dirigida por un sobreviviente. La han visto pocas personas, y al menos puede asegurarse que es real, que no es un puro delirio —como el cigarrillo invisible que Emmanuel fuma en varias de sus previas películas.

Un hombre bajo la influencia es un testimonio, un testamento y un manifiesto encerrado en una botella que alguien lanzó desde la balsa de la Medusa.  


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Antonio Enrique González Rojas

Exorcizar los demonios que atormentan a Cuba y su arte, y que no sean enterradas en una tumba coronada por un epitafio hipócrita.






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