‘Lucía’: Tres variaciones para una épica del mar

El largometraje Lucía (Humberto Solás, 1968) irrumpe en la palestra fílmica cubana en medio de una estrategia de conmemoración de los cien años del inicio de las luchas independentistas, que buscaba como objetivo último la legitimación mítico-histórica de la aún reciente revolución gestada desde la Sierra Maestra, las montañas del Escambray y los movimientos clandestinos de las ciudades. 

Una gran campaña multimedial que involucraba desde el cine hasta la filatelia buscaba anclar en el imaginario nacional la idea de continuidad histórica entre los mambises independentistas y los rebeldes antibatistianos, pasando por los diferentes conflictos antimperialistas y emancipatorios sucedidos durante la primera mitad del siglo XX. Aunque el enemigo tuvo durante estos diferentes momentos varias nacionalidades, rostros y motivos, era perceptualmente homogeneizado en una gran hidra hispano-norteamericana-cubana —más o menos en ese orden cronológico— que había sido definitivamente derrotada por los hercúleos, enérgicos y viriles paladines barbudos el 1 de enero de 1959, por siempre jamás. 


Una película para la Revolución Humana

Tan enérgicos y viriles resultaban los colosos verde olivos bajados de la Sierra menos de diez años antes, como los ya legendarios y titánicos mambises que protagonizaron la mayoría de las películas de ficción concebidas por un nutrido grupo de cineastas y estimuladas y producidas por el ICAIC alrededor de 1968: Hombres de mal tiempo (Alejandro Saderman, 1968), La odisea del general José (Jorge Fraga, 1968), La primera carga al machete (Manuel Octavio Gómez, 1969), Páginas del diario de José Martí (José Massip, 1971), entre otras. 

Estas películas —que pudieran obedecer a una suerte de “ciclo mambí”—, previas y posteriores (inmediatas todas) a Lucía, a su vez dialogan orgánicamente con el tono épico de una hornada fílmica sacada unos años antes, que incluyen títulos como Sexto aniversario(Julio García Espinosa, 1959), Gesta inmortal (Eduardo Palmar, 1959), Surcos de libertad (Manuel de la Pedrosa, 1959), Historias de la Revolución (Tomás Gutiérrez Alea, 1960), El joven rebelde (Julio García Espinosa, 1961), Cuba, pueblo armado (Joris Ivens, 1961), Cuba 58 (José M. García Ascot y Jorge Fraga, 1962) y la agridulcemente mítica Soy Cuba (Mijaíl Kalatózov, 1964).

La epopeya predomina como tono y concepto base durante la mayor parte de los audiovisuales filmados en los años 60 y los termina unificando en un gran “ciclo épico de la liberación”.

Entonces, Lucía viene a ser quizás la única cinta que, en primera instancia, mejor responde a la idea de continuidad independentista e insurrecta entre la era de los mambises y la de los clandestinos urbanos y los rebeldes que se quería —y se quiere— formular; en tanto propone con sus tres historias un periplo por tales icónicas épocas: la colonial libertaria (1895), la republicana antimachadista (1933) y la revolucionaria autoemancipatoria (196…), las cuales habían sido tratadas indistinta y autónomamente en todas las películas ya mencionadas. 

También es una película que aprovecha de manera más ambiciosa, compleja y efectiva el concepto de coralidad argumental esgrimido no solo por directores de cine (Titón, García Ascot y Fraga, Kalatósov), sino por escritores contemporáneos como Guillermo Cabrera Infante —con el ramillete de viñetas y cuentos reunidos en Así en la paz como en la guerra (Ediciones R, 1960)—, para cronicar de manera urgente, y a la vez abarcadora, las circunstancias revolucionarias y su ubicuidad microhistórica dada la preeminencia que se le otorga en estas obras a situaciones mínimas, a conflictos casi íntimos que se presentan como numerosos afluentes de la gran corriente de radicalidad sociopolítica. La revolución como resonancia, replicada en cada escenario, omnipresente en todas las vidas de los cubanos. La revolución como materia oscura que rellena todos los intersticios aparentemente vacíos del cosmos nacional, que condiciona y modifica las vidas todas de la nación. La revolución como reverberación, ubicua, íntima.  

Quizás tal opción respondió también a una voluntad de evitar el culto a la personalidad que pudieran acusar o desatar obras fictivas o documentales concentradas en las figuras cimeras de la gesta del 59, como Fidel, Camilo, Ernesto Guevara, a la vez que coincidía con la convicción de que se vivía un proceso de carácter popular, en el que todos participaban como parte de una revolución que se proponía ser de todos, con todos y para el bien de todos; acorde lo estipulado por ese José Martí, al que se asumió como inspirador de toda la gesta, desde el asalto al Moncada hasta la entrada del 8 de enero en La Habana. 

Los disímiles microrrelatos resultaban entonces esencias del macrorrelato o gran relato que buscaba ser la Revolución. Pudiera hablarse de una variación épica de la Comedia Humana que buscó cartografiar Balzac, que se clasificaría entonces como la “Revolución Humana” —esta hipótesis se refuerza cuando se piensa en las ardientes polémicas sesenteras sobre la nunca lograda Novela de la Revolución— articulada de conjunto por unos cineastas dispuestos a crear un gran e infinito mural de imágenes en movimiento sobre un proceso que solo podía definirse por el movimiento, desde el movimiento y en el movimiento. 

Ahora, tanto en Historias…, como en Cuba 58 y Soy Cuba, estos puñados de historias delatan cierta simultaneidad y contemporaneidad diegética inmediata. Suceden con pocos años, algunos meses o con apenas varios días de diferencia, concentradas en el batistato y en las jornadas de su derrocamiento. Mientras que Lucía expande su diégesis a más de medio siglo y a más de una gesta. 

Definitivamente, Solás y sus colaboradores en la escritura del guion, García Espinosa y Nelson Rodríguez, hallaron una de las más efectivas maneras de expresar con nitidez la pretendida “dialéctica histórica revolucionaria”, que desembocó en el ineluctable triunfo antibatistiano de 1959. Así como tampoco se apartan del concepto de la revolución omnipresente y la épica microhistórica. Pero a la vez proponen con la cinta un desafiante y revolucionario (contra)discurso, desde un margen ubicado más allá de la tangencialidad microhistórica de los relatos corales, que contrasta con el discurso épico, perenne determinante de todas estas historias mínimas.


Soy Lucía

Lucía, primero que todo, dialoga —quizás consciente o inconscientemente— con Soy Cuba, que apuesta por una personalización femenina de la nación, en voz de la actriz Raquel Revuelta; la misma que Solás escogió como protagonista de la primera historia de su ópera prima. Pues el indiscutible género femenino del término “isla” —más extendido y asumido que el geográficamente correcto de archipiélago— ha definido la identificación del país con lo femenino, con la mujer. Y en términos de la cultura grecolatina que determina a Cuba como nación occidental que es, tenemos que la tierra siempre ha sido identificada con lo femenino: la Gea griega y la Terra o Tellus Mater romana. Patria es literalmente la “tierra de los padres”, siendo englobada por el concepto más actual —y a la vez más antiguo— de Matria, una tierra que es madre, y que generaría entonces a los padres. 

En las iconografías (monumentaria, gráfica, fílmica) de la república de 1902, Cuba siempre tuvo una imagen de niña o de mujer de gorro frigio, en directa alusión a la previa alegoría republicana francesa de la Libertad como otra mujer igualmente ataviada con gorro frigio —gran madre que fusiona la noción de patria a la de la autonomía soberana y colectiva— que conduce a sus hijos a la victoria sobre el despotismo monárquico. Como parte del proceso de desecho de todos los sistemas de representación pre-1959, la nueva república revolucionaria nacida del derrocamiento de Batista desecha tal imagen, pero no niega el género acreditado a Cuba. Gracias a esto, Kalatózov nos ahorró la imagen de Raquel Revuelta envuelta en un peplo y con el correspondiente gorro frigio, declamando los textos de su hiperbólica cinta. Solo quedó su voz en off, más etérea y omnisciente.

Después de todo esto, tenemos una Cuba mujer, cuyo honor es defendido una y otra vez, para ser finalmente salvada por huestes de caballeros míticos, casi siempre desarrapados y mal armados ante un enemigo gigantesco y poderoso. En toda esta imaginería, las partidas de paladines reencarnan una —con sombreros de ala doblada al frente y machetes— y otra vez —con uniformes verde olivos, barbas tupidas y brazaletes rojinegros— hasta lograr su cometido sagrado. Las marchas a caballo de Fidel Castro y sus soldados, tocados todos con sombreros mambises, refuerza explícitamente esta mitopoética, solo tuvieron que sustituir la mística reencarnación por la historicista noción de continuidad.

Y las cintas referidas (corales o no, documentales y de ficción), excepto Lucía, tributan orgánicamente a este modelo caballeresco, donde los campeones de muchas veces confeso sesgo quijotesco pugnan por liberar a la sagrada madre de las garras de los distintos tiranos, tanto foráneos como hijos traicioneros.

Desde este ángulo, Cuba/Lucía, la isla/mujer, es un gran personaje secundario que motiva las acciones de los esforzados héroes, antihéroes y villanos que interactúan en las diferentes historias. Consecuentemente, las mujeres son a lo sumo coprotagónicas y secundarias, las más de las veces. Junto a su hermana en género, se mantienen en un margen representacional, así como ya estaban localizadas en el margen social. 

Cambiando de perspectiva, tenemos que, siendo la colonia, y luego la república de 1902, gestores de un statu quo opresor y represor, este drama emancipador nacional confiere igualmente un ineluctable rol marginal a quienes se rebelaron y desafiaron al establishment. Los mambises, los luchadores clandestinos, los universitarios, los sindicalistas y el campesinado irredento, los rebeldes de las montañas, todos son, a larga, sujetos autosegregados al margen en tanto se autodefinieron como promotores y ejecutores de cambios radicales en las lógicas sistémicas de entonces. Infidente, insurrecto, mambí, rebelde, revoltoso, clandestino: todos son calificativos de inicial connotación peyorativa, reprobadora, acusatoria, y por ende segregacionista. Son una anomalía a extirpar, hasta que revierten las circunstancias y devienen norma.

Desde ambas perspectivas, Lucía está construida y contada desde los márgenes, desde la identificación de la Cuba necesitada de liberación, con la mujer requerida igualmente de emancipación, desde el emparejamiento de dos entidades aherrojadas y subordinadas a un opresor, colonial para la una, patriarcal para la otra. Asimismo, los sediciosos enmarcados en los cien años de lucha de esta narrativa consolidada por el discurso del nuevo statu quo para 1968 son otros tantos sujetos acuartelados en un margen. Son más renuentes, más activos, pero igualmente orillados. La propia Revolución es tan femenina, tan mujer como la Matria encarnada en las tres Lucías. O mejor, en esos momentos la Revolución podría verse como una encarnación superior de esta Matria, como un avatar violento e iracundo de la nación cansada de tantas opresiones. Como la violenta Kali es de la sosegada Parvati. Concepción que está bien incrustada en el imaginario contemporáneo cubano, donde Patria (o Matria), Nación y Estado resultan una trinidad inseparable, manifestaciones de una misma esencia sagrada e inviolable. 

En sus propósitos de completar, y sobre todo complejizar la “Revolución Humana” que se articulaba entonces en el cine cubano, Solás y sus asociados apuntan entonces hacia estratos más hondos de los márgenes nacionales —a los cuales sucederían otros y otros y otros, y se le añadirían otros tantos nuevos, generados íntegramente por el statu quo pos-1959—, y miran por encima y más allá de los hombros de los luchadores activos. 

Atienden a las reverberaciones de la epopeya enérgica y —sobre todo— viril en los márgenes más pasivos; finalmente, con la tercera historia propone que la revolución solo estará —un poco más— completa con el reconocimiento que el exmarginado patriarcal triunfante haga de la mujer como sujeto equitativo y no subordinado; y cuya subyugación a los designios patriarcales del nuevo gobierno revelará su incompletitud humanista, la limitación de su radicalidad y la supervivencia del pasado colonial y republicano en sedimentos profundos, como una bacteria latente que aguarda para contraatacar y dominar.

A la vez, no deja de ser Lucía una cinta optimista, pues plantea al momento revolucionario sesentero como momento ideal para que suceda el milagro de la reivindicación de la mujer, del triunfo de la equidad. 

La tercera Lucía (Adela Legrá) se revela alegremente en consonancia con el tono casi cómico —sin dudas, costumbrista— que se le otorga a este tercer “cuento”; mientras que la primera (Raquel Revuelta) se revela en la tragedia desde la venganza desesperanzada, sumida en un vórtice de desengaño, cual Medea sin hijos que no puede más que asesinar a Jasón. Pues la tragedia y la frustración conformaron el epílogo de todas las guerras independentistas iniciadas en 1868 y finalizadas con la final rebelión de 1895. La victoria definitiva en forma del happy end abierto —pero happy end al fin— que se le confiere a la Lucía campesina-proletaria de Baracoa premió los esfuerzos de los rebeldes y clandestinos de la década de 1950. Por su parte, la Lucía de la historia de 1933 (Eslinda Núñez), en su pasividad implosiva, en su resignación, es un sujeto transicional. Como tal pudiera considerarse a la República machadista y posmachadista durante la cual transcurren sus avatares.

Acorde también a las procedencias sociales de las tres protagonistas, pudiera adivinarse también una fábula clasista, en tanto la Lucía decimonónica es miembro de la aristocracia trinitaria, la antimachadista es de origen burgués y la de la salina es de tan humilde origen que ni siquiera sabe leer ni escribir. La revolución es solo para los humildes; los aristócratas y burgueses, por mucho que renuncien a sus orígenes para sacrificarse a ella, están condenados al fracaso y, por ende, a la extinción en los nuevos tiempos de entonces. 


Tres novios para tres “hermanas”

Así mismo son construidas las contrafiguras masculinas que detonan los caminos heroicos de las tres protagonistas —o de la protagonista trinitariamente encarnada en tres vidas cubanas—, aunque el menos sutil cincelado revela intenciones estereotipadoras y termina delatando mucho más el cariz simbólico de la cinta toda, de las propias Lucías y sus conflictos. 

El Rafael de 1895 es un villano de tomo y lomo, encarnación de la hipocresía serpentina y la manipulación colonial, y de la colonia en sí, que se vale de la credulidad de la mujer para que traicione a su hermano mambí, Felipe. Subraya la tragicidad melodramática —¿conscientemente? filo-folletinesca— de la historia; pero a la vez la despoja de toda epicidad triunfal y deviene metáfora de la Cuba a la que unos años después le sería tronchada su independencia soberana por la intervención militar estadounidense de 1898. 

Los independentistas (Lucía) fueron igualmente manipulados, engañados y traicionados por las promesas libertarias de Estados Unidos (Rafael). La bravura colosal que los mambises despliegan en la escena de combates se estrellará contra la cerebral calculación de este país, por una maniobra traicionera. Como la Cuba de entonces, Lucía se devela de cuerpo entero como gran heroína trágica, a la que no le faltan las fuerzas para rebelarse.   

El Aldo de 1933 es el único coprotagónico masculino de consecuente integridad patriótica, pero es enseguida muerto en su rebelión contra los traidores de la revolución de 1933, la que se fue a bolina. Simboliza coherentemente lo efímero de los resultados de esta etapa de luchas. Su naturaleza y suerte perecibles denotan la naturaleza transicional del personaje, que a su vez provoca el detour temporal en la vida tranquila y acomodada de Lucía, del que retornará a su derrotero preconcebido y seguro, a pura fuerza de la decepción. Aldo se escurre de la vida de Lucía tras una historia de amor “violenta y tierna”, y la convierte en viuda prematura de una ilusión. 

La isla tiene un romance breve con la idea de emancipación y se deja seducir, apasionar, arrebatar por esta, hasta que naufraga sordamente en los arrecifes del fracaso. Lucía guarda duelo por el fenecimiento de la revolución del 33 y se diluye en el anticlímax que se suscitó tras estas bregas tan esforzadas.   

El Tomás de los 60 regresa a los terrenos estereotípicos, como iracundo macho posesivo, casi antítesis del engañoso galán decimonónico que es Rafael y del sereno héroe que es Aldo. Simboliza otro tipo de fuerza política, otra clase de reto que surge para la “nueva” nación erigida sobre las cenizas de la vieja república, refrendándola como inicio de profundas transformaciones que sobrevendrán y no como final feliz para una guerra centenaria que diera inmediato paso al paraíso. Tomás representa el nuevo ciclo de luchas y conflictos que enfrenta la nación reformulada y restructurada, muy lejos de ser una entidad homogénea, perfecta e ideal. Lucía presenta y representa a esta década como una época de fuertes modificaciones dialécticas y profundas reconformaciones de paradigmas.    

Quizás por eso la película obvia el período de los lances antibatistianos en la sierra y las llanuras, pues le hubiera conferido al relato un sentido conclusivo con final feliz, conjugándolo en pasado y dando la idea de ciclicidad cerrada, ajena al presente cubano de entonces, con el que busca sincronizarse al indefinir el año de la tercera historia. 

No basta combatir y trabajar a brazo partido en las campañas productivas a que llama la revolución, como hacen Tomás y Lucía a bordo de sus respectivos camiones proletarios —que él conduce, mientras ella es conducida—. Hay que revolucionarse como seres humanos, quebrando molduras conductuales y jerarquías de valores, repensarse como ser humano y no como hombre hegemónico y mujer subordinada, reproduciendo esquemas mucho más añejos que el propio país, con su medio milenio de existencia y sus apenas ciento y tantos años de conciencia nacional.  

La Lucía de las salinas, violentada y violenta, desafiada y desafiante, simboliza la nación bullente, magmática. Una tercera oportunidad que se da tras ser respectivamente traicionada y convertida en viuda durante sus primeros dos avatares o amagos libertadores. 

La película de Humberto Solás resulta entonces una obra abierta, que reniega del repaso historicista y asume los sucesos pasados como ensayos del futuro que sobreviene. Abraza la historia libertaria nacional como un margen que se ensancha, que pugna, que se hace presente y épico desde un camino purificador que pasa por la traición, la muerte y la represión; así como las mujeres y todos los sujetos indistintamente sumidos en los planos ctónicos por el “deber ser” hegemónico en sus otras tantas diferentes encarnaciones.

Desde su épica marginal, Lucía es un filme metáfora más afortunado que la mayoría de las películas libertarias realizadas en su contemporaneidad, por su acertado abordaje de las luchas independentistas, y emancipatorias en un sentido más general, desde un sujeto como la mujer —permitido en los umbrales perceptivos y representacionales de entonces, donde otros estaban completamente vedados— que se mantuvo en los bordes durante todas las épocas. Por ende, deviene muy orgánico nexo y constante entre las diferentes etapas históricas recreadas. Así como un recordatorio palmario de lo incompleto de cualquier proceso sociopolítico y cultural que termina siendo más grande que sus propios gestores.




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