El extraño caso de Oscar Valdés

Realizador de docudramas llamativos como Escenas de los muelles (1970) y Muerte y vida en El Morillo (1971); director por encargo del avance testimonial de la Revolución —registrado en obras como La emulación socialista y La escuela taller (1973), Arte del pueblo (1974), Cuba en los VII Juegos Panamericanos (1975), Voluntad + ciencia = triunfo (1978)—, Oscar Luis Valdés (1919-1990) realizaría además ese notorio filme que lleva por nombre El extraño caso de Rachel K (1973), el cual, más allá de advertir sus asimilaciones del cine negro y de gánsteres, compendia lo que el realizador podía generar añadiendo ingredientes del documental a la ficción. 

Esta es una película tan bien realizada que, pese a las deficiencias de algunas actuaciones masculinas, de la correlación a veces forzosa entre telón de fondo y trama esencial tal vez por guion, ostenta una puesta en escena, narración y atmósfera notables. 

(En entrevista a Sergio Giral, guionista de El extraño caso…, Emmanuel Vincenot le pregunta: “¿Quién tomó la decisión de retocar su guion original? ¿Un comité de lectura de guiones del ICAIC? ¿Alfredo Guevara?”.

La respuesta de Giral es más que interesante: “Julio García Espinosa era el director de programación artística en aquellos momentos e influía en los directores a seguir su teoría del ‘cine imperfecto’, es decir, lo más lejos de Hollywood posible. En el caso de Rachel, le salió mal; no así con Sara Gómez en De cierta manera y con mi filme El otro Francisco. Nunca más lo logró”.

EV: “¿Cómo pasó el trabajo de reescritura de Jesús Díaz? ¿Le consultó a usted sobre los cambios que quería introducir o trabajó solo?”.

SG: “No, el guion fue entregado a Díaz, marxista militante del Partido Comunista, sin mi participación”. Véase Ana Busquets Fariña: Oscar Valdés: el sentido del cine, Ediciones La Memoria, La Habana, 2014, pp.147-148). 

En 1965 Oscar Valdés presenta Vaqueros del Cauto, considerado con razón uno de los mejores documentales cubanos de la etapa comprendida desde 1959 hasta 1983. Aquí el equipo de realización es de lujo: música de Leo Brouwer, edición de Roberto Bravo, sonido de Raúl García, y un guion inicial de Jorge Timossi; pero sobre todo destaca la nómina de fotógrafos: Jorge Herrera, Luis García, Pablo Martínez, Livio Delgado y Mario García Joya; estos últimos se encargan de plasmar —mediante planos generales y de conjunto, entre vistas panorámicas y cámaras a ras del suelo que recuerdan los westerns de Howard Hawks—, cómo se forja un hombre singular del paisaje rural cubano

Es la construcción de un personaje cotidiano, a caballo entre el respeto hacia el entorno natural y el cuidado por ser ese macho campestre, dominador de bestias. ¿Tributo a la criolla del héroe estadounidense? Más bien, guiño cultural en cuanto a la forma de representar a un ser humano contemporáneo y muy originario de este contexto. 

Al inicio escuchamos la solemne voz en off de Sergio Corrieri: “En esta profesión, en esta odisea, la pasión y el peligro son los elementos cotidianos”. Pero no hacía falta subrayar lo que imágenes y sonido indican. Trabajo y aventura, pasión y dedicación, complementos de las escenas violentas entre cowboys norteamericanos, no están ausentes de un documental que quiere resaltar la importancia del vaquero como profesional. 

De los documentales de temática deportiva hay que reparar en El ring (1966) —uno de sus trabajos preferidos—, que si bien tiene como objetivo reflejar cómo el boxeador revolucionario tiene mayores privilegios que quienes vivieron en la etapa republicana (el propio Kid Chocolate es entrevistado y el registro de su presencia es un mérito del audiovisual), resalta por alternarnos entre la vida personal de un boxeador de los años sesenta y la preparación de una de sus futuras peleas.

Son significativas las entrevistas a entrenadores que comparan el boxeo prerrevolucionario y el actual y se refieren a la figura de Kid Chocolate, quien luego aparecerá ante la cámara. Y, a diferencia de Golpe por golpe (Luis Felipe Bernaza, 1974), Valdés tiene a bien prescindir de una voz en off en un material cuyas imágenes e interpelados son suficientes como para insistir en lo que no puede ser más aclaratorio.

Un punto y aparte merecen los documentales de Oscar Valdés centrados en el baile y la música cubana. Desde Rompiendo la rutina, Arcaño y sus maravillas y A ver qué sale (1974) hasta Aleación (1987), contamos once trabajos de importancia que vienen a complementar —como reconocen Marta Díaz y Joel del Río en Los cien caminos del cine cubano (Ediciones ICAIC, 2010)— la existencia de un cine musical en Cuba, teniendo en cuenta que el rigor y la excelencia de algunos documentalistas permiten considerarlos, además, cineastas. 

Dentro de este apartado, mención aparte merece La rumba (1978), un material harto disfrutable aún. Sin desmerecer lo didáctico, La rumba nos ilustra con el encanto añejo de lo desconocido, que proviene del propio tema y los representantes convocados (Celeste Mendoza, Dizzy Gillespie, Carlos Embale, Lázaro Galarraga, Grupo Jovellanos, Grupo de Alfredo Zayas…) de dicha expresión cultural cubana. Eso sí, aquí el guion de Julio García Espinosa tuvo mucho que ver. La simultaneidad entre pasado y presente, origen y consecuencia, historia y propensión, hacen de esta obra en particular una joya en tanto reconocimiento transcultural e identidad de lo cubano

Acaso —por los fotógrafos participantes y por el montaje—, pudo haber sido algo más, como reclama Jorge Luis Sánchez en Romper la tensión del arco. Movimiento cubano de cine documental (Ediciones ICAIC, 2010): “Con su voluntad descolonizadora y lleno de verdades, debió haber sido un documental grande, espléndido e inolvidable por la fascinación que, juntos, ejercen el canto y baile. Pudo haberse llamado Nosotros la rumba. Pero es escasa la gracia e inferior la puesta en escena, el montaje y la fotografía”. 

Sin embargo, en lo que no puedo estar de acuerdo con el director de El Benny es que la elocuencia de la narración —eficiente, sí, pero ¿contraproducente?— se disfruta más que todas las imágenes.

Arte del pueblo (1974), que se inscribe en los trabajos por encargo, tiene que ser incluido en un ensayo historiográfico y muy crítico donde se tengan en cuenta la presencia y obras de artistas cubanos: pintores, escultores, fotógrafos, diseñadores… Es una tarea pendiente para los críticos cubanos proponer estudios valorativos. Ante tanta dispersión y materiales olvidados —cuando no subestimados— de cineastas de ficción hoy ya relevantes, o solo documentalistas, se requieren estudios que examinen cómo el arte cubano ha sido tratado por el audiovisual

En Arte del pueblo destaca la presencia de la artista cubana Antonia Eiriz. Reproduzco su criterio:

“El nivel de realización corresponde en parte a un dominio insuficiente de las técnicas gráficas y plásticas del hombre. El subdesarrollo, incluso el gráfico, no es un problema técnico, sino social. Para estimular este trabajo, no rige regla alguna. Todo cuanto haga poner en descubierto esa alegría que nace del trabajo creador es válido y hablo de trabajo creador y no de arte. La alegría del trabajo creador no es exclusiva de los que tengan dones artísticos naturales, sino que es patrimonio de todos, incluso de aquellos que no creen a veces en sus propias posibilidades. Cualquier hombre o mujer tiene en sí capacidad para crear. Tan solo hay que mostrarle el proceso que hay que seguir, de modo que comprendan sin dificultad la modalidad del trabajo que se les propone”.

A pesar de que en Arte del pueblo advertimos fines de inclusión social y cultural bien manifiestos, ello no impide que apreciemos la obra de un creador (Valdés) muy preocupado, como siempre, en ese montaje alternado que resalta la intercalación atinadísima de imagen y sonido.

De igual manera sucede con La forma en el espacio (1988), cuyo centro es la escultora Rita Longa. Ella recuerda que, durante una exposición, le hicieron una pregunta: “¿Dónde viven sus esculturas?”, y decidió entonces “encontrarle esa residencia a las cosas. Me dediqué a trabajar para lugares determinados, a hacer la forma para el espacio o buscar el espacio para la forma”. 

Si bien el documental es convencional (una chica que sale en cámara junto a la artista le pregunta por sus inicios, sus influencias, las características de su arte, mientras las opiniones de la Longa secundan las obras presentadas…), hacia el final de la grabación, la artista y el equipo de Valdés rompen con el acostumbrado cierre sobre la imagen o la voz de la protagonista. En el cierre aparecen todos, en un diálogo continuo y espontáneo.

En El tercer descubridor (1981), al que le antecede Oro de Cuba (Alejandro Saderman, 1964) —que no es específicamente sobre Ortiz, aunque el sabio cubano es entrevistado— se escucha la voz de Miguel Navarro cuando dice: “A usted, don Fernando, en su centenario”. Es, en efecto, una obra de homenaje, que descansa sobre el guion más cronológico que analítico de Miguel Barnet, y donde se aprecia la fusión de imágenes de archivo con pintura y fotografía fija, música y baile, así como frases de Ortiz y otras figuras que le conocieron, las cuales redundan al sumarse a la sintaxis audiovisual. Es un documental tan sencillo como poco exigente, en el que Valdés parece intentar cumplir un trabajo por encargo.

Pudiera culminar este artículo con Gimnasia femenina (1990), el último de los documentales de Oscar Valdés; hubiera preferido incluso Habana vieja (1982), con todo lo coyuntural del acontecimiento: los 500 años de la ciudad de La Habana. Pero prefiero hacerlo con dos de sus obras más significativas: Escenas de los muelles y Muerte y vida en El Morillo

Con música de Roberto Valera, sonido de Germinal Hernández y José Borras, guion de Víctor Casaus, fotografía de Livio Delgado, Luis García y José Riera, iluminación de Rafael Gonzálezy edición de AmparoLaucirica, Escenas de los muelles se centra, en apariencia, solo en dos estibadores (El Moro y Raúl) muy cercanos por la amistad, aunque luego se enfrentan al compromiso más que moral, ético, ya que entran a cuestionarse el propio contexto político-social, el cual pone en entredicho cómo se han estado relacionando dos hombres de generaciones diferentes: El Moro puede ser padre de Raúl.

El muelle, como espacio homoprofesional de trabajo, concentra a un grupo varonil y potente. Si hay un inconveniente proviene del propio desliz humano, no de la maquinaria. Repárese, en este sentido, en lo que puede representar la manera de colocar una carga para quienes ¿la esperan abajo? La cámara es ubicada frente a dos estibadores, aunque distante de ellos para sobresaltar al espectador. Pero es un simulacro de tragedia. No se aplasta a nadie.

Más adelante, el grupo se enfrenta al jefe. Se recuerda a Aracelio Iglesias como un verdadero representante de la clase obrera en contraposición con el nuevo mandamás. Pero más interesante es cuando se alude a lo femenino de buena gana, aunque de pasada; en un instante, uno de los protagonistas (El Moro), estático, le dice al grupo paralizado: “Esa mujer me hace recordar a mí, cierta mujer…”, hasta que el cabecilla entra en escena y espeta: “Bueno, vamos a darle, vamos a darle. ¿Qué pasa?”. Hablar de mujeres y presenciarlas será para más tarde, en las escenas del bar. El Moro le dice a Raúl: “La jeva me espera y la cerveza se acaba”. 

Mujer = entretenimiento = cantina. No obstante, cantina = mujer + hombres = problemas. 

¿Qué queda sobrentendido? Un bar tranquilo es asunto de hombres que no se pasen en tragos “porque si malo es pasarse, malo es no llegar”, como dice uno de los presentes. La taberna ideal, según lo que se insinúa en Escenas…, es aquella donde los hombres sepan controlar a las mujeres. La taberna es contexto de primacía homosocial masculina. ¿Así como en el trabajo en común, del mismo modo en el recreo colectivo? 

En un asiento, Raúl intima con una joven. Después ella escucha por la radio la voz de una actriz cuyo parlamento equipara a ambas: “Está arrepentido ya de todo lo que me dijo”. El narrador de la radionovela expresa: “Cerró los ojos hurgando respuesta tras respuesta, en aquel, su rico mundo interior”. Luego, el hombre deseado del relato radiofónico conversa con su abuela y, tras un reproche de ella, certifica: “Tendré que convencerla que la quiero, demostrárselo de mil maneras, pero yo la considero novia mía, la ideal, abuela, la que no necesito empezar a conocer porque ya la conozco de toda la vida”. La mujer es aparente reina cuando se encuentra sola en su casa o le hacen creer que es constante objeto de deseo. 

A continuación de los quince minutos ya transcurridos, los diez restantes son los que atestiguan la confrontación entre El Moro y Raúl, a raíz de una acusación contra el primero, quien se ausentó de su puesto de trabajo. Vuelve a hablarse de Aracelio, a quien se califica de dinámico y valiente. Se sugiere que era justo porque no estaba detrás de los chismes laborales, sino más bien preocupado por el trabajo y el hombre.

En Escenas de los muelles, el “hombre nuevo” es literalmente alguien joven que no permite desvergüenzas morales a quien, por más edad y deplorable conducta, representa una rémora del pasado republicano

Hacia los minutos finales, Raúl seguirá igual de machista y esto no se le critica en el enunciado del guion porque quien tiene que remediarse para la sociedad es El Moro. Mientras la joven, medio ebria, admite que es en el bar donde se siente bien, así Raúl decida dejarla solitaria allí, porque él es el estibador por excelencia que elegirá integrarse al bienestar nacional. 

Para colmo, las siguientes palabras de quien concluye al acotar: “En todos los momentos, en todas las insignificancias que pasan en el puerto de La Habana, mientan al compañero Aracelio”, instan a que una sociedad, la nuestra, debería ser siempre más portuaria que tabernaria porque es gracias a la disciplina laboral y no a la relajación, siquiera mínima, que prosperamos

A propósito de Escenas de los muelles, Juan Antonio García Borrero escribió: “Mientras la verdad se refiere a lo indiscutible, a lo que existe con independencia de nuestros juicios e impresiones, la verosimilitud expresa el vínculo con lo que la mayoría de las personas entienden que es ‘real’. Más concreto: con la opinión pública”.

En cuanto a su contenido, Muerte y vida en El Morillo es asimismo de interés, pues desde la personalidad, el nombre y la aptitud de convocatoria del Dr. Antonio Guiteras, Secretario de Gobernación y Guerra en los años treinta de la Cuba republicana, despliega los acontecimientos en torno a una carismática y eficiente figura pública que, como Guiteras, pasó —por las medidas de izquierda que implementó y por su inconformidad con la situación político-social del país— de agitador a prófugo

Son elocuentes las entrevistas de aquellos que conocieron a Guiteras. Los materiales de archivo, la presentación de cintillos de artículos periodísticos y revisteros son capitales, tanto como las frases de su autoría y la voz en off. La edición (Roberto Bravo) y el sonido (Raúl García, Héctor Carera y Tony González) no son ahora meros complementos, sino protagonistas que dinamizan la situación epocal como la ascensión y caída del que nunca perdió su condición de hombre público, de la influyente figura histórica, del adelantado revolucionario. 

Si bien prima el componente documental, Valdés no renuncia a componer y dramatizar la sucesión de lo que se narra, pues existen zonas del pasado que merecen el aporte creativo el realizador: los últimos momentos de Guiteras y Aponte, el enfrentamiento de sus partidarios en El Morillo con los guardias batistianos y, antes, el secuestro del millonario Falla Bonet. Cine de los años treinta con suspense y atmósfera policiaco-gansteril, lo cual queda evidenciado sobre todo en la puesta en escena. 

En sentido general, Oscar Valdés fue consecuente con su obra. Al caso, cumplió con su planteamiento: “Me interesa hacer un cine en el que no sucedan cosas extraordinarias, sino hechos cotidianos (…), en el que no se pueda definir la frontera entre la realidad y la ficción”. 

Sirva este texto de deferencia por el centenario de uno de los grandes documentalistas del cine cubano.




El regreso del crítico pródigo. Andrés Isaac Santana

El regreso del crítico pródigo

Daniel Céspedes

Hay que admitirlo, Andrés Isaac Santana: eludir tus escritos, más que una injusticia sería un desatino imperdonable. Eres una de las voces críticas cubanas de mayor repercusión internacional.


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