10 películas para amar a las asesinas

Las mujeres también matan en el cine, discutiéndoles sangrientamente a los hombres el privilegio de asesinar, desmembrar, decapitar, torturar, destripar, incinerar y acumular montones de cadáveres y huesos en los rincones de sus casas o en las profundidades de los bosques. Ese cine de género es mucho más que “una chica y un arma”, sobre todo cuando la chica empuña el arma.

Los protagonistas de grandes películas como M (Fritz Lang, 1931), Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), Profondo Rosso (Dario Argento, 1975) o Tony Manero (Pablo Larraín, 2008) tienen sólidas contrapartes femeninas que constantemente llaman a reformular las jerarquías del cine de género y delatan la naturaleza plural y proteica de las historiografías fílmicas y el análisis cinematográfico.

Los títulos agrupados en la presente lista impugnan la aún persistente victimización de la mujer, la permanencia de estereotipos como las aterrorizadas ladies in distress, o incluso las final girls del slasher, que prevalecen casi de milagro sobre los pertinaces asesinos masculinos. Este rol recesivo implica, además, un ennoblecimiento maniqueo de estas mujeres, reducidas a bonachonas chicas incapaces de malpensar, de engendrar oscuridades, de tener caracteres confusos. Son, a la larga, señoritas de bien, caperucitas indefensas a merced de los lobos.

En estas diez películas, las mujeres toman a sangre y fuego el cine: algunas prefieren las hachas, otras el engaño, las hay que dominan las más refinadas artes marciales y los secretos de la tortura, o disponen de amplios espectros de recursos. Unas son desesperadas, otras cerebrales, psicopáticas, pérfidas, obcecadas. Pero todas son agresivas, poderosas, decididas, complejas, espectaculares.       


1.- El caso de Lucy Harbin (Strait-Jacket, William Castle, 1964)

El atardecer tempestuoso de Joan Crawford, la gran diva lacrimosa del Hollywood de los años 30 y 40, no estuvo exento de interesantes momentos fílmicos que subrayaron más aun la gloria de su decadencia. Después de filmar la singular ¿Qué pasó con Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane, Robert Aldrich, 1962), pasó a reinar en los predios del cine B, junto a uno de los monarcas del momento, el director William Castle (13 Ghosts, House on Haunted Hill).

La primera de las tres colaboraciones entre ambos fue El caso de Lucy Harbin, un thriller psicológico escrito por el autor Robert Bloch (miembro del Círculo lovecraftiano), que deviene fábula sobre el legado envenenado y la descendencia aberrante. La historia conduce hacia un futuro nulo, el clímax arriba en la forma de una poderosa dentellada al principio del relato, convirtiendo la película en un uróboros.

El caso… es de una ciclicidad tan perturbadora que consigue obliterar el débil optimismo que emana del epílogo, añadidura motivada por el temor a perturbar demasiado a las audiencias, que nunca supera el acíbar que desborda del hacha asesina blandida por Harbin (Crawford) y luego por su hija Carol Cutler (Diane Baker).

Lucy regresa tras dos décadas de tratamiento psiquiátrico, luego que despedazara a un esposo infiel con el instrumento heredado por la cultura homicida estadounidense de la célebre —y posible— asesina Lizzie Borden (1880-1927). El sangriento asesinato sucedió frente a la hija de Lucy, entonces de 3 años, quien creció para convertirse en una sofisticada y cerebral asesina; bien lejos de la locura que dominó a su madre, que dedicara buena parte de su vida a superar este catastrófico momento de furia.

Carol, a la inversa, dedicó prácticamente toda su vida a cultivarse como criminal, abonó su psicopatía, irrigó el odio hacia la madre que le destrozó la infancia, convirtió el trauma en determinación y puso su talento escultórico al servicio de un inicuo plan.

El regreso de Lucy al mundo implicó entonces su transmutación de victimaria en víctima. Todas las probabilidades indican hacia ella cuando suceden misteriosos y violentos asesinatos a su alrededor, orquestados por Carol. La joven mueve los hilos de una realidad que no parece ser tal, muy al estilo del refinado villano de House on Haunted Hill, Frederick Loren (Vincent Price), otro malvado maestro titiritero.        


2.- Onibaba (Kaneto Shindo, 1964)

En medio de las guerras civiles que sacudieron a Japón en el siglo XIV, durante el período Nanbokuchō —o Era de las cortes del Norte y el Sur—, dos mujeres sobreviven de libar sorbos de muerte de las grandes batallas. Se alimentan de los cadáveres que aún se resisten a serlo. Muchos samuráis no saben que murieron, aunque todavía respiren al huir de las contiendas, aunque el viento bata a sus espaldas.

La suegra (Nobuko Otowa) y la nuera (Jitsuko Yoshimura) les comunican el mensaje definitivo cuando los ultiman al pasar por sus predios. Sus vidas han cesado. Los fantasmas cabalgan y ambas son fantasmas que los acechan y cazan. Son parcas que acompañan a los guerreros en sus viajes postreros. Sus rostros son los últimos que verán los ojos de los samuráis antes de pudrirse en las entrañas de la tierra. Las mujeres les dan una violenta bienvenida a quienes vivieron por y para la violencia, a quienes la muerte siempre fue más familiar que la vida. 

Los samuráis son meros maniquíes que portan armaduras y espadas que las mujeres venderán al traficante Ushi (Taiji Tonoyama) para vivir un día más; para aguardar una nueva jornada por el regreso de Kishi, hijo y esposo que partió a la guerra y se diluyó entre sus mareas rojas. La posibilidad de su supervivencia es lo único que mantiene unidas a ambos personajes, íntegro su pacto, la complicidad y la rapiña.

Las dos mujeres parecen fantasmas que viven en un espacio surreal, inundado por un mar de juncos, agujereado por cuevas recónditas donde habitan los traficantes y se acumulan los cadáveres inútiles una vez libres de sus prendas. Es un territorio que sirve de umbral entre mundos, el atrio del Infierno, un espacio donde la muerte parece vida y la vida parece muerte.      

Cuando llega la muerte, las trompas de la gloria no resuenan, no se abre el firmamento para recibir a los soldados fieles y sacrificados. Solo están estas dos mujeres desarrapadas, ojerosas, desesperanzadas, perturbadas por sus deseos carnales insatisfechos, por el rencor mutuo no confeso, por la certeza de la muerte de Kishi y la desesperante ausencia de un cadáver que la certifique definitivamente. La de ellas es una alianza fraguada en el odio. 


3.- La novia vestía de negro (Le mariée était en noir, François Truffaut y Jeanne Moreau, 1968)

La novia vestía de negro es una historia sobre la determinación obsesiva y la venganza en un raro estado de puridad. También es un relato sobre la banalidad del mal, sobre la ligereza que muchas veces subyace tras los actos más monstruosos. Igualmente, puede leerse como una fábula sobre el azar sórdido y la gran ironía que para muchos llega a ser la existencia.

Quienes se preguntan ¿por qué les suceden cosas malas a las personas buenas?, rehúyen la respuesta simple y evidente: “Porque sí”. Deciden anegarse en razonamientos gordianos, en pos de motivos más trascendentales, elucubran causas más complejas que los salven de la locura del vacío sin sentido.  

El suceso más liviano del mundo destruye la vida de Julie Kohler (Jeanne Moreau). La convierte en una máquina cuya única misión y sentido es matar a los cinco hombres que ahogaron su boda en sangre, castigar su estupidez, poner el precio más alto a un error del que huyeron cobardemente. Su vida se vació y abrazó la contumacia más virulenta. Su existencia se vio simplificada a la más elemental esencia, o al más sublime vacío.

La mujer no indagó las posibles razones cósmicas tras su desgracia, sino que reaccionó con la misma simplicidad. Se redujo casi a la nada para contrarrestar la futileza inclemente de los perpetradores. Un efecto plenamente consecuente con la causa. La Ley del Talión aplicada con meticuloso preciosismo. Un crimen desapasionado, casi matemático. Julie se automutiló los sentimientos, suprimió cualquier escrúpulo moral, cualquier análisis que la hiciera dudar de sus propósitos.

La película está igualmente estructurada desde la aridez. El distanciamiento preciso vadea todo el tiempo cualquier empatía con los personajes, tanto la asesina como los asesinados, y los demás secundarios circundantes. Truffaut y Moreau apuestan por la anécdota descarnada, como si fuera contada por un psicópata o los sucesos estuvieran siendo observados por un científico dedicado a registrarlos, sin contaminar nunca sus notas con juicios subjetivos. Puro hecho, nada de razones.

Los acontecimientos y los sujetos son significantes casi puros, libres de connotaciones éticas o sentimentales. Son piezas de ajedrez sacrificadas sin remordimiento, es su destino ineluctable. Julie es una Dama que avanza por el tablero devorando todo lo que se cruza en sus caminos, pues es el sentido (abstracto) de su existencia.


4.- Thriller-una película cruel (Thriller –en grym film, Bo Arne Vibenius, 1973)

La celeridad con que la vida de Frigga (Christina Lindberg), la protagonista de Thiller–una película cruel, se precipita en un vórtice de ingente abyección e intensa violencia, se asemeja mucho al instantáneo tránsito de la vigilia a la pesadilla. Solo le basta cerrar los ojos para reabrirlos en el lado oscuro de la existencia, en la sentina de los deseos y emociones. Se ve convertida en un objeto de la catarsis lúbrica de personas que la saben esclavizada e inerme y no les importa.

Como una Alicia campesina, al inicio de la película, la joven es seducida por un “conejo blanco” de aires mefistofélicos llamado Tony (Heinz Hopf), quien de inmediato la hará caer por el agujero negro de la adicción a la heroína y la prostitución no consensuada. Muda, producto de una violación en la infancia, Frigga soporta en silencio un nuevo proceso de deshumanización, de ablación de su voluntad y dignidad. Con metódica pericia, Tony la reduce a una nada recesiva, cuyas rebeliones le costarán, literalmente, un ojo.

Vibenius articula esta sádica doma de la fierecilla sin sutilezas ni atenuantes. No sugiere, sino que exhibe el dolor en todo su fulgor. Su cine es explícito, pletórico de fluidos, mortificaciones, perversiones, humillaciones. Es como observar un libro de medicina con ilustraciones de úlceras a todo color. Su rosario de excesos solo se evita apartando los ojos de la cinta, cerrando el libro de un tirón, despertando entre gritos de la pesadilla.

Frigga, rebautizada Madeleine, recorre el camino de la heroína —valga el retruécano— más espinoso y su anagnórisis será telúrica. Cuando esto sucede, la lógica representacional de la cinta deriva hacia la estetización refinada del gore, en correspondencia con la satisfacción que gana la protagonista al ejecutar a todos los culpables y cómplices de su desgracia. Se transforma en la pesadilla de sus pesadillas. Su cuerpo, acondicionado a la fuerza para el placer, se convierte por voluntad en arma y armadura. Caza minuciosamente al conejo blanco, devasta todo el “país de las maravillas” que este ha armado, para evitar que siga absorbiendo mujeres inocentes y esclavizándolas.   

Además de justicia, hay placer en la reivindicación violenta, hay goce en el despedazamiento de los monstruos por mano propia. Hay deleite en la venganza de la inocencia destrozada.


5.- Misery (Rob Reiner, 1990)

En La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchcock, 1954), el fotógrafo L. B. Jefferies (James Stewart) observa la ejecución de un crimen desde su postración temporal a causa de una contundente fractura de pierna. En Misery, el crimen sucede del otro lado de la ventana. La realidad exterior observa indiferente la agonía del escritor Paul Sheldon (James Caan), igualmente inmovilizado por un accidente automovilístico que le fractura ambas piernas y lo convierte en presa fácil de la asesina Annie Wilkes (Kathy Bates).

Jefferies y Sheldon se enfrentan, respectivamente, al mal desde la más absoluta desventaja. Son atormentados por la consciencia plena del desfase definitorio entre la volición y la capacidad física para cumplimentarla a cabalidad. Sus cuerpos los traicionan, colaboran con sus enemigos, se convierten en obstáculos casi infranqueables. La supervivencia dependerá de trascender las fracturas, de superar la claustrofobia corporal, de reconfigurar las dinámicas de sus relaciones con sus propios organismos.

En Misery, el criminal también está del otro lado de la ventana. Al igual que el Lars Thorwald (Raymond Burr) de La ventana…, sus propósitos perversos irán develándose poco a poco. Ver a la Wilkes en sus manejos fuera de la casa provoca tranquilidad, posibilidad, esperanza de escape. Saberla dentro es la pavura, la desesperación y la conciencia de la absoluta indefensión.

La Wilkes es una enfermera infanticida. Ha desarrollado una psicótica obcecación con la serie de bestsellers de Misery Chastaine y con Sheldon, su autor. Para ella, Misery resulta más real que la realidad, más imprescindible que el oxígeno. Es la fanática definitiva, incapaz de distanciarse de la creatura literaria, so pena de abocarse al gran vacío de su existencia, que la acecha fuera de las páginas.

Wilkes es un ser vacuo, carente de originalidad, pero sin ninguna consciencia de su perfecta naturaleza mediocre. Busca repletar su vacío con sonido y furia, en este caso con las muertes de neonatos y las cataratas de palabras victorianas de los libros. Vive la vida de Misery, a la vez que niega la suya propia. Rapta al escritor accidentado en un definitivo intento de fusionarse con la heroína trágica, para seguir satisfaciendo su adicción. Encierra a Paul Sheldon en su propio cuerpo, lo modifica a golpes para optimar su utilidad como prisión. Mientras, la realidad allende la ventana mira hacia otro lado, discreta.


6.- Perfect Blue (Pāfekuto Burū, Satoshi Kon, 1997)

La joven cantante de J Pop y actriz principiante Mima Kirigoe, protagonista de la ópera prima de Satoshi Kon, es otra personalidad pública víctima de las obsesiones enfermizas de fanáticos estériles. Le exigen que viva por ellos la idea de vida perfecta que les ha sido vetada, aunque esto signifique que la representación suprima al ser humano.

A pesar de su éxito como idol (aidoru), Mima decide crecer, avanzar hacia nuevas posibilidades artísticas que expandan su carrera; aunque impliquen el reseteo de su existencia, retroceder hacia el kilómetro 0 desde el que deberá remontar el nuevo camino vocacional. Su decisión de abandonar el grupo Cham resulta imperdonable para sus seguidores más acérrimos —tanto como la muerte de la heroína Misery y la decisión de Paul Sheldon de escribir otras historias, lleva a Annie Wilkes al paroxismo criminal.  

Mima “tiene” que seguir cantando eternamente sus temas ligeros, seguir siendo la virginal e impoluta adolescente que aman. Cualquier cambio a esta trayectoria implicará no menos que una traición: su decisión de actuar en una serie televisiva de suspenso, su sesión fotográfica de desnudos. Mima debe morir para que Mima siga existiendo.

Caracterizado por proponer en todas sus producciones un modelo líquido, equívoco y onirista de la realidad, Satoshi Kon apuesta por la duda. Coloca a sus personajes en una marisma confusa, indaga hasta qué punto la Mima que va al supermercado y vive en un pequeño apartamento resulta más “real” que la adolescente rutilante, siempre vestida de gala, lista a cantar y complacer a sus seguidores.

En el mundo aturdido y escapista de los fanáticos, el significado termina suplantando y suprimiendo al significante. El cuerpo mortal es superado por la imagen inmortal. La representación triunfa sobre las cenizas de los humanos que le sirvieron de modelos o maniquíes desechables. La reproducción termina destruyendo o absorbiendo al molde.

La turbia Rumi y su marioneta, el tétrico Señor Mi-manía, construyen online una Mima más verosímil y coherente que la de carne y hueso. En épocas tan tempranas, el cine discutía ya la contemporaneidad digital del siglo XXI, sobrepoblada por avatares más tangibles que sus gestores, habitada por ilusiones ciertas. Rumi, embozada en el rol de representante de Mima, está dispuesta a ofrecer su cuerpo en holocausto a su deificada imagen. 


7.- Audición (Ōdishon, Takashi Miike, 1999)

Asami Yamazaki (Eihi Shiina), la sádica asesina de Audición, es un enigma. Los retazos de su pasado que deslizan en el relato parecen más trampas, falsas memorias, o elucubraciones pesadillezcas, que datos precisos o aclaraciones. La analepsis funciona como suerte de ardid perceptual que al final solo consigue aguzar el misterio y la rareza del personaje, distanciarlo más aun de cualquier amago empático por parte del receptor.

La sutil mujer parece una presencia feérica que saja la realidad desde que aparece, desde que Ryo Ishibashi (Shigeharu Aoya) descubre su foto y currículo entre muchos reunidos para la falsa audición que le permitirá buscar esposa bajo el pretexto del casting fílmico. El hallazgo es puramente fortuito, de una banalidad solo posible en la vida real y no en el cine. Ishibashi posa su vaso sobre la carpeta enterrada bajo unas dos docenas de otras carpetas y la encuentra.

Esta deus ex machina, implementada con el descaro burdo del cine B, pudiera ser una consciente disrupción con la lógica realista que mantuvo la cinta hasta ese momento. Es la primera trompeta del apocalipsis que sufrirá el desprevenido viudo protagonista, que trata de encontrar la felicidad en este mercado de doncellas inadvertidas. Asami pudiera interpretarse también como una fuerza punitiva que escarmienta la soberbia machista naturalizada de Ishibashi y su amigo Yasushisa Yoshikawa (Jun Kunimura), gran artífice de la audición. 

Asami está más cerca de ser una fuerza que un ser humano, más cerca de la abstracción que de lo concreto. Es casi transparente, su consistencia es la de un velo de seda, de una cabellera al viento, de un pétalo de crisantemo envenenado o un loto dentado. Es algo incomprensible, que Ishibashi intenta deducir siempre con el herramental equivocado. Persigue una presencia, cuando ella es más una ausencia.

El pasado de Asami está lleno de vacíos, desapariciones, cuerpos esfumados, de vidas desvanecidas. Cada espacio que ella habitó o en el que trabajó, está habitado por vacíos. Su presencia es dudosa, como un sueño que queda fijado en el umbral de la vigilia y se desvanece cuando la consciencia termina imponiéndose sobre el mundo onírico. Ella se aprovecha de su estado semisólido para poseer a sus víctimas y someterlas a torturas tan elaboradas que parecen versos de un poema abisal. 


8.- La asesina (Nie yin niang, Hou Hsiao-Hsien, 2015)

Nie Yinniang (Shu Qi) es un instrumento creado y aguzado por la princesa monja Jiachen (Fang-Yi Sheu) para regular las tensiones políticas entre la dinastía imperial Tang, agonizante ya a finales del siglo IX de Nuestra Era, y los estados independientes como Webo, que se fortalecían proporcionalmente a la decadencia de la hegemonía despótica.

La joven, de fabulosas habilidades guerreras, es apenas un dispositivo de los poderes en pugna, una herramienta eficiente y obediente que no debe discutir las órdenes. La fidelidad suprime la consciencia y la voluntad. Su género implica una doble sumisión como mujer y guerrera. La sedición de su brazo y la insubordinación de su consciencia tienen implicaciones muchos más profundas.  

La asesina es un relato de emancipación, enmarcado en paisajes de ensueño que muchas veces sugieren un pasaje mítico en vez de acontecimientos históricos. Hou Hsiao-Hsien narra al ritmo de los suaves vientos que enamoran las delicadas faldas de las montañas de la provincia de Hubei y Mongolia Interior, escenarios escogidos para el rodaje. La historia se despliega con la misma solemnidad que arden las velas de los salones, con la discreta tensión que permite a las cabelleras de hombres y mujeres de la China medieval mantener su pulcritud estatuaria.

Nie Yinniang ha vivido sin ningún poder de decisión. Ha sido entrenada para ser un autómata eficaz, para cercenar vidas como efectivo modo de alterar las lógicas políticas. Blande la navaja de Occam y rebana las gargantas clave para que los acontecimientos sucedan a favor del agonizante señorío de la Dinastía Tang. La muerte es la definitiva reguladora de la Historia y ella fue forjada para ser su más afilada guadaña.

El tempo casi inmóvil de la época contrasta con la gracilidad relampagueante que despliega cuando lucha contra sus contrincantes. Las intrigas y conspiraciones palaciegas transcurren con la misma imperceptible velocidad de las sombras de los árboles sobre un muro a lo largo de un día. Es un mundo de silencios y ceremonias, de gritos sordos y rencores mudos.

Nie Yinniang es una campeona de las artes marciales y el silencio. Su voz permanece sepultada tras un rostro congelado, pero lo suficientemente transparente para reflejar los intensos rayos de la tormenta de remordimientos y contradicciones que estalla sobre su existencia cuando se descubre presta a matar antiguos afectos.


9.- Lady Macbeth (William Oldroyd, 2016)

Katherine Lester (Florence Pugh) es una joven mujer desesperada y rebelde, que desafía salvajemente la condición subordinada a que la somete el mandato social en la Inglaterra victoriana de 1865. Es un monstruo engendrado por un patriarcado monstruoso, una pesadilla de la razón.

Su emancipación y empoderamiento cobran un alto tributo en sangre. “Libertad y muerte” es su divisa. Reniega de la opción del sacrificio, en aras de hacer valer su libre albedrío. Que mueran los demás, mientras ella permanece viva y dueña de su destino. Su felicidad no tiene precio. Nada es lo suficientemente sagrado para detener su mano homicida, ni siquiera Sebastián (Cosmo Jarvis), su rústico interés amoroso, o el inocente niño Teddy (Antón Palmer).

Cada golpe que el mundo le propine será devuelto con creces. Saca los ojos a sus enemigos antes que se los saquen a ella. No es reactiva, sino proactiva. El ataque es la mejor defensa. Está siempre un paso adelante.

Ha sido educada en un mundo en el que la mujer es toda entrega, sacrificio y acatamiento, sin posibilidades de elegir. Su voluntad está reducida al mínimo, el futuro es árido y vacío. Estas circunstancias la acorralan, catalizan sus aptitudes y actitudes asesinas. La supervivencia depende del exterminio de sus semejantes, de la supresión violenta de todos los obstáculos que se alcen ante ella.

Pugh configura un personaje cerebral, resolutivo, sensual y temerario. Es una adicta a la libertad, sin posibilidad de rehabilitación. Hará todo lo posible por seguirse embriagando con esta, por seguir sintiéndose dueña de su destino. No hay vuelta atrás posible.     

La de Oldroyd es la tercera adaptación fílmica de la novela corta rusa Lady Macbeth del Distrito de Mtsenk (Ledi Makbet Mtsenkovo uyezda), de Nikolai Leskov, publicada en 1865. El polaco Andrzej Wadja y el soviético Roman Balayan la llevaron, respectivamente, al cine en 1962 y 1989.

Al trasladar su escenario a la campiña británica, la historia dialoga sardónicamente —algo señalado por otros críticos— con el clásico literario decimonónico Cumbres borrascosas de Emily Brönte. Sebastián se convierte en una caricatura moralista y dubitativa del romántico Heathcliff y Katherine deviene versión sanguinaria de la sufrida Katherine Earnshaw. La joven encarnada por Pugh es más agreste que el páramo donde sucede esta otra historia y su fuerza derriba las montañas más turbulentas. 


10.- Censor (Prano Bailey-Bond, 2021)

¿Cuántas películas de terror gore, slacher y splatter hay que ver para convertirse en un asesino? ¿Cuántas son necesarias al día para confundir realidad con ficción? ¿Cuántas se requieren para que el mundo se convierta en una alucinación ambigua? ¿A qué horas hay que consumirlas para que todo y nada dejen de tener sentido?

La protagonista de Censor, Enid Baines (Niamh Algar), es una dedicada empleada de la British Board of Film Classification (BBFC), dedicada en 1985 a la aprobación y censura total o parcial de las cintas conocidas en Gran Bretaña como video nasties. Sucedía entonces el boom global del video casero, que llevó a los hogares una miríada de películas independientes abundantes en sangre y violencia explícita. Los cines B y Z en sus versiones más espeluznantes, la hipérbole sangrienta, el absurdo espectacular y atroz.

El gobierno conservador de Margaret Thatcher encontró en estos filmes los mejores chivos expiatorios para cargar con toda la responsabilidad de la violencia urbana y doméstica de entonces. Eran los culpables visibles, esperpénticos, como lo fue el alcohol durante la Ley seca estadounidense de las primeras décadas del siglo XX.

La sociedad inglesa se debatía en una marisma de prohibiciones pudibundas que apostaban por la supresión de los deseos y la negación de los instintos violentos, condenando sus expresiones a las honduras íntimas. La catarsis se convirtió en implosión envenenada que rasgó cuerpos y mentes.

Enid es prácticamente una monja solitaria y frígida, que se autoconvence de salvar a las personas cuando visiona cada día los pandemonios fílmicos y dicta su reedición para atemperar los horrores explícitos. Su vida nula, atormentada por la pérdida temprana de su hermana menor Nina en un bosque, se nutre de estas historias pavorosas. Comienza a respirarlas.

La censora crea una inconsciente relación de dependencia con los nasties, rayana en la adicción, que se manifiesta en la búsqueda obsesiva de respuestas sobre el paradero de Nina en las cintas del director de culto Frederick North (Adrian Schiller). Mientras el mundo a su alrededor se diluye, las películas ganan en certeza, dan cabal cuerpo a sus insatisfechos deseos. Le ofrecen una esperanza pútrida que su realidad le niega. Dan sentido a sus fantasmas, ponen rostros a sus demonios. Las muertes que provoca parecen de atrezo, como coreografiadas con la torpe y a la vez refinada exageración de las cintas que llenan sus vacíos. 


© Imagen de portada: ‘Ōdishon’ (fotograma), de Takashi Miike, 1999.




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Antonio Enrique González Rojas

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