El consumo de drogas es uno de los grandes dolores de cabeza de la contemporaneidad humana, uno de sus más terribles cul de sac éticos, morales y políticos. Gran enemigo, gran pretexto, gran alternativa, gran dispositivo sociocultural y sociopolítico, es un monstruo que no muere. Es un margen que asedia los “centros”, un desafío punzante al “al deber ser”, un culto esotérico que cuenta con más acólitos que las grandes religiones.
Irradicable, irresoluto, indestructible, el universo de las drogas es una dimensión que acompaña al ser humano desde los mismos orígenes registrados de su surgimiento como especie. Camino y puerta, secreto y clave, pregunta y respuesta, los alucinógenos naturales son inobjetables compañeros de viajes en las búsquedas de lo trascendental, en el contacto chamánico con los mundos allende la realidad (re)conocida. Enaltecidas y satanizadas por igual, espolean la curiosidad humana como casi ninguna otra cosa, promete paraísos y finales de arcoíris.
Lo “correcto” o “incorrecto” del consumo de estupefacientes de toda laya es una eterna polémica que no cesa de emanar dudas y diluir toda posibilidad de certeza maniquea. Y el cinematógrafo tampoco ha quedado al margen de estos dilemas y debates, abordando este territorio desde las primeras décadas del siglo XX hasta la más inmediata contemporaneidad.
Como se puede apreciar en la siguiente lista, que como es costumbre, ha buscado en lo posible vadear algunos de los títulos más celebérrimos, en pos de explorar otros abordajes fílmicos más recónditos y no menos curiosos.
1.- Locura por la marihuana (Reefer Madness or Tell Your Children, Louis J. Gasnier, 1936)
El cine pre código de Hollywood es un territorio de libertad de expresión y representación inmensa, comparado con la posterior producción, pletórica de obras maestras pero sesgada por la censura moral a toda referencia directa e indirecta al sexo, el cuerpo desnudo, el deseo, la violencia explícita, la sangre y las drogas.
Irónicamente, esta parametración saboteó en parte las estrategias propagandísticas contra el consumo de estupefacientes legales que las agencias como la Oficina Nacional de Narcóticos dirigida por Harry J. Anslinger, que generaron entonces películas como Locura por la marihuana, toda una fábula tremendista inscrita en la corriente “exploitation”, que concilia la maniquea demonización federal contra el uso recreativo del cannabis y la explícita representación de su consumo.
Incluso, la versión “coloreada” y restaurada de este clásico de culto, llega a acercarse a la estética psicodélica, al “jugar” con el cromatismo del humo de los diferentes porros que consumen los personajes. De sus bocas emanan fumaradas verdes, rosas, en contraste con las volutas blancas que producen los cigarrillos comunes.
La cinta de Gasnier se centra en el espectro etario que siempre ha preferido la marihuana: la juventud matriculada en la enseñanza media, y toma algunos códigos del cine negro, presentando como agentes propagadores de la que se presentaba como la peor de todas las drogas, a par de hampones de poca monta (interpretados por Carleton Young y Thelma White) dedicados a atraer a los muchachos a su fumadero ilegal.
El relato, aunque férreo en sus propósitos catequistas anti-marihuana, se cimenta en una configuración de personajes alejada de la caricatura y una construcción de peripecias que constantemente parecen escabullirse del tono amonestador pretendido, para bocetar un retrato de los excesos y las ambiciones humanas; resultando la marihuana un simple pretexto.
2.- En órbita (The Trip, Roger Corman, 1967)
En órbita o literalmente “El viaje”, representa un posible retorno del cine B estadounidense a los predios del consumo de drogas, pero ya alegremente despojado de los esquemáticos propósitos moralistas de las décadas anteriores. El auge del hipismo, que reconfiguró drásticamente el rostro de los Estados Unidos con su impugnación de todos los modos de conducta normalizados por la sociedad, no demoró en repercutir en el cine.
La American International Pictures (AIP), dedicada al cine B desde los cincuenta, halló un filón en el tema psicodélico, iniciando con En órbita una suerte de psychedelic-ploitation, que tiene uno de sus cúlmenes en la famosa Easy Rider (Denis Hopper, 1969), producida por Columbia Pictures.
Pero dos años antes, ya los protagonistas de esta —Hopper, Peter Fonda y Jack Nicholson como guionista— habían confluido en la cinta dirigida por Roger Corman, quien se deslizó con desenfadada gracilidad desde las tinieblas del horror poeiano de la mayoría de sus títulos creados para AIP hasta ese momento, hasta el reino de los estados alterados, la licuefacción de la realidad, y la expansión abrupta de la consciencia.
En manos de Corman, el director de comerciales Paul Groves (Fonda), decidido a probar el “viaje” que provoca el consumo de ácido, se convierte en un viajero trans temporal e inter dimensional que zigzaguea —sin apenas pausa para entender el nuevo estado del ser que alcanzó—, entre las sublimes cumbres del pensamiento abstracto y los abismos de la pesadilla gótica. O más bien, habita simultáneamente la luz y la oscuridad, revelándosele su naturaleza dual como sujeto intermedio entre los constructos del bien y el mal que puede alcanzar estratos de tan incomprensible (e inaprensible) grandeza arquetípica, que estos se revelan como sombras en fuga.
3.- La pared maravillosa (Wonderwall, Joe Massot, 1968)
Con guion de Guillermo Cabrera Infante (identificado como G. Caín) y música de George Harrison, La pared maravillosa mixtura obsesión con adicción, voyerismo con psicodelia, alucinación con onanismo; así como propone un posible simbolismo sobre el proceso de disolución de la realidad y el sueño que sucede durante el “viaje” lisérgico.
La pared que media entre el apartamento cavernoso del profesor Oscar Collins (Jack MacGowran) y la caleidoscópica residencia de la modelo Penny Lane (Jane Birkin) va experimentando una paulatina porosidad que pone en crisis el “Viejo Mundo” británico, casi medieval, en que existe el científico, y de muro inexpugnable transmuta en umbral que invita a visitar al país de las maravillas sensuales y psicodélicas.
No en balde en el habitáculo, allende las abigarradas montañas de libros y periódicos, se aprecia una sombría decoración basada en relatos de caballería de la Edad Media; mientras que el apartamento de Penny Lane es una danza de colores y formas abstractas, que no dejan de guardar semejanza con las células que el profesor analiza a través de su microscopio. Quizás el mundo de Penny no le haya sido tan ajeno por esta esencialidad que comparte con los territorios ignotos de los organismos primordiales.
Dos años antes que la más conocida Performance (Donald Cammell y Nicolas Roeg, 1970), la cinta de Massot aborda la colisión entre el mundo conservador de la Gran Bretaña de posguerra y el universo de expansión sensórea, con su plétora sibarita y hedonista de libertades. Aunque a diferencia de Cammell y Roeg, escoge la comedia casi absurda para desarrollar esta historia de tardío despertar sensual de una nación añeja, simbolizada tanto en Collins como en el maleante Chas que encarna James Fox en Performance.
4.- El despertar de la bestia o El ritual de los sádicos (O despertar da Besta u O ritual dos sádicos, José Mojica Marins, 1969)
Además de lobo de sí mismo, como afirmó Hobbes a partir de la sentencia de Plauto, el ser humano también es la droga del ser humano, como afirma Mojica Morins a través del Dr. Sérgio (Sérgio Hingst), psiquiatra que busca una suerte de reivindicación de los estupefacientes, reubicándolos como catalizadoros, canales o medios de los actos violentos de sus consumidores. Pero nunca como las causas prístinas de tales acciones.
Con esta suerte de ensayo autorreferencial y metatextual, Mojica Morins también parece redimir al cine de horror y explotación, de series B y Z, como meras expresiones de unos demonios que son inherentes a la naturaleza humana.
Eso que se ha intentado definir como “mal” no es producto de agentes externos como los alucinógenos o las representaciones violentas, que apenas podrían resultar salvoconductos, anuencias, para que los individuos se desembaracen del exoesqueleto moral y proceden según les orientan sus más oscuras naturalezas.
El mal no es un reflejo condicionado, sino una condición con la que se nace. Como apuntó en algún momento el cubano Severo Sarduy, tal parece que esta es la tendencia natural de la especie, y no el bien, a contrapelo del bienintencionado Rosseau.
El mal es un instinto que se embosca continuamente en falsas causas que ayudan a las personas a dormir bien, y carga con pesos ajenos. Los desinhibidores como las drogas o el alcohol no desinhiben nada que no esté agazapado en las simas del alma, aguardando por emerger y florecer en su puridad amoral.
El luciferino Zè do Caixão (José del Ataúd), alter ego de Mojica, y precursor indirecto del pesadillezco Freddy Krueger de Wes Craven y de los cenobitas de Clive Barker, termina siendo un espejo que muestra lo que no queremos ver.
5.- Cielo líquido (Liquid Sky, Slava Tsukerman, 1982)
Si bien en El ritual de los sádicos el ser humano se droga con el ser humano, en Cielo líquido los sujetos son el alucinógeno favorito de una ignota e incorpórea especie extraterrestre que arriba al planeta para alimentarse de ciertas sustancias que estos generan en el momento del orgasmo.
En la devenida cinta de culto del ruso Vladislav “Slava” Tsukerman (también coguionista y productor), el visitante se acerca en sus procederes a un vampiro, que establece una relación simbiótica con Margaret (Anne Carlisle), una modelo adicta a la cocaína, andrógina y al parecer frígida, que lo alimenta provocando ingentes orgasmos a todos sus pretendientes masculinos y femeninos. Se va convirtiendo paulatinamente en la “novia” asesina de este Drácula interestelar.
Alimento y droga, hambre y adicción, parecen ser lo mismo para este extraterrestre, como más de una década después lo fueron para la Kathleen Conklin (Lily Taylor) de La Adicción(Abel Ferrara, 1995), en plena transición hacia el vampirismo, marcada por la desesperada necesidad de beber sangre para simultáneamente vivir y gozar.
Margaret existe en un mundo nocturnal y neón de brillantes colores que emulan (e invitan a) un perenne “viaje”. La luz del sol es poco bienvenida. La droga circula por las venas en casi iguales cantidades que la hemoglobina. El suyo es un estado alterado y anoréxico, abotargado, infeliz, que le ha propiciado una suerte de ponzoñosa emancipación.
Margaret no pertenece a nadie con forma humana, ni con sexualidad humana, y parece ver en el alien adicto (lo nombra “indio”) un tercer camino, una sublimación sensorial de la androginia. Su “amo” no tiene una forma definida para la percepción humana, mucho menos un género nítido.
6.- El pico 1 y 2 (Eloy de la Iglesia, 1983, 1984)
Una de las principales sagas de todo el cine “quinqui” español, las dos partes de El picoconfiguran una pesimista y no menos sardónica mirada sobre la contemporaneidad española de la transición hacia la democracia tras la disolución del franquismo.
Las contradicciones entre pasado —simbolizado por el comandante de la Guardia civil Evaristo Torrecuadrada (interpretado respectivamente por José Manuel Cervino y Fernando Guillén)— y el futuro —resumido en su hijo Paco (José Luis Manzano)— se ven trascendidas y enmarcadas en y por la droga.
El futuro inmediato de España dejaba a atrás por igual a una gran porción de viejos y jóvenes para los que el horizonte estaba borrado bajo toneladas de heroína o “caballo”. El propio título de la cinta parece jugar con las jergas “picoleto”, como se les decía a los guardias civiles, y el “pico” o acto de inyectarse el estupefaciente.
A lo largo de ambas películas, padre e hijo se sumergen en un vórtice de adicción y desesperación que pulveriza los principios de uno, y destruye (cancela, anula su mera posibilidad) los del otro, antes de que puedan siquiera consolidarse en su corpus perceptual a golpe de hacerse adulto.
Paco no es un rebelde, con o sin causa. Es un ser que no cesa de caer en picada, propulsado por alas de polvo blanco. Sus suertes están decididas por la cantidad de caballo que pueda conseguir, al coste que sea.
Pero tampoco las cintas de Eloy de la Iglesia son fábulas con moraleja al estilo de Reefer Madness, sino cartografías de la iniquidad y la falta absoluta de fe en el ser humano, allende las épocas, las coyunturas políticas y las promesas de futuro. Al final del arcoíris está el “caballo”.
Primera parte:
Segunda parte:
https://ver.flixole.com/watch/0488243a-a2f6-439d-8354-9b51385b5139
7.- El almuerzo desnudo (Naked Lunch, David Cronenberg, 1991)
Basada parcialmente en la novela homónima del estadounidense William S. Burroughs, y en otros textos del autor, así como en pasajes biográficos de quien fuera uno de los Beats supremos, El almuerzo desnudo resulta más bien un festín lisérgico interminable, cuyo menú abunda en paranoias, alucinaciones, delirios, obsesiones, desvaríos y pesadillas.
Las drogas que el protagónico William Lee (Peter Weller) consume con más fruición que los alimentos y el agua, demuelen sus nociones de realidad como dominio de la certeza, y la revelan como un medio proteico, ambivalente, confuso.
Cualquier posibilidad se concreta en un universo caleidoscópico, mutante. Todo es vigilia y sueño a la vez. Cualquier fata morgana adquiere una solidez espeluznante, y las montañas se transparentan, se volatilizan como mero humo.
Lee se convierte el epicentro de un thriller psicodélico en el que la paranoia es su mejor consejera, guía y destino. El mundo le revela de sopetón su cohorte de monstruos y fenómenos. El espacio vacío se descubre sobrepoblado, como en las historias de Lovecraft.
Lee despierta abruptamente del aturdimiento protector en que vive la humanidad, y su percepción casi explota ante la irrupción de lo callado a los cinco sentidos comunes.
Las drogas son un camino interminable y despiadado de losas multicolores, a través del cual el desprevenido escritor —devenido exterminador de insectos, agente secreto, centro de una gordiana conspiración global— transita hacia la inspiración.
Es protagonista de la propia novela que va escribiendo, tal vez sí, tal vez no. O quizás la novela lo escribe a él a cada golpe de tecla de las máquinas de escribir orgánicas que se disputan el dominio sobre sus lealtades y acciones. Nada es cierto, todo es posible. Nada es concreto, todo es perpetuo cambio.
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8.- En vena (Terence Piard, 2002)
El director cubano Terence Piard hace colisionar en su documental En vena dos perspectivas antitéticas sobre las drogas, que a la vez remiten a otros discursos públicos muy discordantes sobre el consumo de estupefacientes.
El hecho de que la cinta haya sido rodada en Cuba implicó (e implica todavía) un desafío no menos que temerario a la mirada oficial hegemónica sobre estas prácticas, respecto a las cuales el poder mantiene una política de “tolerancia cero” y una condena permanente como flagelo, enfermedad y degradación.
Piard pone a dialogar, a fuerza de montaje, los testimonios de dos adictos cubanos: uno lamenta el daño que las drogas provocaron en su vida, volcada luego de la desintoxicación al culto cristiano; el otro asume conscientemente el consumo de alucinógenos como rutina de vida, algo que no implica por obligación el exterminio paulatino de su existencia.
El primer personaje responde más a la política oficial de abstinencia —común para casi todos los gobiernos del planeta, al menos respecto a las drogas “duras”— con la inseparable carga moral que subraya enfáticamente la condición de fracasado, antisocial, corrompido y auto segregado del adicto. El segundo personaje matiza, con rotunda calma y abrumador convencimiento, la perspectiva calamitosa de su interlocutor fílmico, tanto como la reafirmación implícita que este hace del discurso institucional médico, político y moral.
La película, como un todo, discute, allende incluso la versión hegemónica sobre el consumo de drogas como un mal absoluto, con el cine propagandístico, tendencioso, instrumentalizado, y por ende despojado de su pureza expresiva.
La cinta apuesta por la problematización, la provocación, el desprejuicio, la mirada libre de las influencias de las agendas. Provoca dudas, cataliza preguntas, erosiona las columnas axiomáticas de las instituciones, incomoda y seduce.
9.- Spun (Jonas Åkerlund, 2002)
Spun es heredera satírica y cínica de los cantores fílmicos de las generaciones perdidas que durante el auge del cine indie estadounidense ofrecieron una visión post punk, apocalíptica y líricamente pesimista de la juventud: Larry Clark, Gregg Araki, Harmony Korine, Todd Solondz.
Los protagonistas de esta andanada de películas recorren caminos circulares, que van desde infierno hasta el infierno. Son guiados solo por sus estados alterados, por apetitos insaciables de estupefacientes. El horizonte se despliega justo frente a sus narices, anulando toda posibilidad de futuro y de engarce en los modelos sociales de triunfo preconizados por la sociedad.
A diferencia de El almuerzo desnudo o la también cinta de culto Miedo y asco en Las Vegas(Fear and Loathing in Vegas, Terry Gilliam, 1998), sus protagonistas no acceden a misteriosos pliegues de la mente en desprevenidas pero fantásticas aventuras chamánicas, sino que se revuelcan en una existencia astrosa y redundante.
Åkerlund bebe de las mismas aguas paródicas que Cronenberg y Gilliam, mas purifica sus intenciones de toda mirada social no exenta de cierta piedad y empatía —determinante en las perspectivas de varios de sus precedentes indies—, y se lanza a bocetar un retrato de grupo de seres indeseables, repugnantes, grotescos, bien lejos de cualquier posibilidad de apego. Alarga así la mano hasta el terrible genio sociopático que es el irredento Solondz. Pero desde el neurótico ritmo de Quentin Tarantino.
Spun ha sido calificada de frívola y formalista por la aparente carencia de profundidad en sus tesis, o la absoluta ausencia de estas, pero se antoja que esta levedad es correspondiente con el vacío de sus personajes.
Son seres que bracean en las aguas de la nada. Avanzan hacia ninguna parte. Están aherrojados a unas adicciones que no comprenden, sometidos por la pulsión incontrolable de aturdirse con cada chute, en vez de explorar sus posibilidades.
10.- A Field in England (Ben Wheatley, 2013)
Los protagonistas de A Field in England son un grupo de sísifos que no cesan de empujar las enormes rocas de sus frustraciones en medio de ningún lugar, posiblemente durante la Primera guerra civil inglesa (1642-1646), hasta verse convertidos en un grupo de escarabajos estercoleros sin memoria, propósitos, ni siquiera consciencias.
Náufragos de una conflagración absurda como solo lo sabe ser la guerra, los tres soldados y el sirviente descolocado Whitehead (Reece Shearsmith), traban incidental y renuente alianza para llegar a algún lugar donde la realidad adquiera algún sentido de nuevo. El hallazgo del alquimista O’Neil (Michael Smiley) los coloca en un rumbo de colisión con lo imprevisible, alterando sus destinos y lógicas de vida.
La presencia de este posible farsante, posible hechicero, posible demonio, sumerge al grupo en un vórtice donde la realidad se vuelve a licuar a golpe de consumo de hongos alucinógenos. ¿O es la alucinación la que se licúa a golpe de consumo de hongos realistas?
El arriba se mixtura con el abajo y viceversa, y emprenden una búsqueda más bizarra que la de los vikingos adelantados de Valhalla Rising (Nicolas winding Refn, 2009), o los pioneros estadounidenses de El atajo de Meek (Meek´s Cutoff, Kelly Reichardt, 2010), o el batallón boliviano de Chaco (Diego Mondaca, 2020); este último también involucrado en una guerra surreal.
Relegada de los dominios de la razón moderna, la panda de A Field in England pasa a habitar otra dimensión, en la que la guerra pudiera tener sentido y el tesoro prometido por el diabólico irlandés quizás exista en proporciones épicas, y Satanás pertenezca al reino de los hongos.
Abela a pesar de Abela: una rumba en la Galería Zak (I)
Cuando se fue a París, Abela era en Cuba un artista promisorio entre los nuevos, es decir, entre aquellos interesados en explorar un arte cubano moderno. Cuando regresó, venía respaldado por los triunfos que había conquistado allí como artista.