10 películas sobre monjas perturbadas

Las monjas, a la par que símbolos ideológicos eclesiales de la virtud definitiva y la entrega absoluta a Dios, han devenido fuera de los predios “piadosos” una de las encarnaciones últimas de la doble represión, sexual y de género, que ejerce una religión heteropatriarcal como la católica sobre sus acólitas. 

A diferencia de los sacerdotes, que mixturan tal envilecedora represión célibe con oportunismos y abusos de poder, conscientes de su rol empoderado dentro de las jerarquías católicas y los imaginarios derivados, las monjas están impelidas a canalizar sus deseos de una manera más endógena, más implosiva. Náufragas en las islas ignotas que pueden ser considerados sus conventos. Señoras de las moscas, compelidas a soportarse entre ellas, a ser víctimas de sus propias angustias. Ensordecidas por su propios clamores sin alivio al exterior. 

De la monja se dice que es esposa de Cristo o de Dios, lo que es literalmente entregada en matrimonio, que engrosa un eterno harén, convirtiéndo al Padre y al Hijo en los mayores polígamos de la historia. Los curas no son entregados a nadie en matrimonio, más bien son ungidos como padres, unívocas figuras de autoridad y poder que apostillan, dictan castigos y absoluciones, hablando directamente en nombre del Señor. Dios ha sido definido axiomáticamente como hombre. Las esposas monacales son figuras de subordinación, obediencia y resignación. Son sombras secundarias, incapaces de asumir las prerrogativas de los sacerdotes. 

El cine de más altos calibres y osadías ha priorizado la problematización de las angosturas y conflictos de monjas y sacerdotes por sobre su apología kitsch y de edificante propaganda proclerical al estilo de Siguiendo mi camino y Las campanas de Santa María (Leo Mcarey, 1944, 1945). Mientras esperamos por la muy reciente Benedetta (2021) de Paul Verhoeven, sirva la lista a continuación como invitación provocadora al mundo de los hábitos peliagudos.


Narciso negro (Michael Powell, Emeric Pressburger, 1947)

El arribo de un grupo de monjas anglicanas al remoto palacio de Mopu, erigido en los parajes más agrestes del Himalaya, con el objetivo de sellar una cadena de fallidos intentos por establecer una misión cristiana entre los pobladores locales, resulta un tempestuoso descenso a los infiernos personales de las religiosas. Las cinco mujeres, lideradas por la hermana Clodagh (Deborah Kerr), se ven inmersas en un universo cultural tan ajeno como otro planeta u otra dimensión, donde las lógicas occidentales, con todo y sus “férreos” principios monacales, son arrasados por el perenne viento que bate sobre el palacio. Se precipitan por el abismo vertical que se abre sin asideros, tan mortal como sensualmente, a los mismos pies de la construcción y de las monjas.

Antes de morada de religiosas, el edificio había sido el hogar inexpugnable del harén de un viejo regidor de la comarca. Se ubica a más de tres mil metros de altura, frente a una inmensa cordillera cuyo pico más grande es conocido como Nangu Deiva (la diosa desnuda), que desde su omnipotencia atávica parece desafiar y derrotar a cualquier grupo de campeonas del celibato y la temperancia que se arriesguen a discutir su preeminencia. 

El propio palacio es un santuario lúbrico tal vez dedicado a esta deidad lujuriosa. Es una caja de resonancias que amplifica estruendosa, ensordecedoramente, los gritos de la carne, enmudecidos por un dogma anómalo, negador y censor del deseo en todas sus manifestaciones. Los frescos eróticos, poblados por cuerpos en una congelada danza voluptuosa, socavan la inexpugnabilidad de los hábitos de blanca y blindada pureza. Con su arquitectura abigarrada, tortuosa, densa, cavernosa, el palacio se revela por momentos como un posible antecedente de la extraterrena y biomecanoide nave —diseñada por H. R. Giger— donde son hallados los huevos y el facehugger xenomorfos de Alien (Ridley Scott, 1979), con algo de la estridencia y lo laberíntico del hotel Overlook de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980).  

El edificio semeja también un organismo en poderosa latencia, invadido por las ajenas monjas como si fueran unas bacterias o virus. Para evitar el envenenamiento de su sistema, las comienza a asimilar, desmantelando sus exoesqueletos ideológicos, revirtiendo el adoctrinamiento, derruyendo sus yoes culturales a favor de sus yoes prístinos, a favor del deseo heredado desde el primer coito acometido por puro placer. Las desarma, las desnuda de todos sus hábitos morales y termina enfrentándolas a sus esencias. Las busca sumar a las orgías plasmadas en sus paredes, cuyos fantasmas inundan todas las habitaciones, danzando al son del viento constante.   

En medio de sus intentos por rezar a un Dios que se revela absurdo en medio de esos parajes, Clodagh experimenta episodios de regresión a su vida premonacal, cuando amaba a un ser concreto y no a una abstracción asexuada. Esto es catalizado por la presencia del inglés Míster Dean (David Farrar), agente del jefe local y seductor maná de abundante testosterona. Es el segundo vértice del triángulo amoroso completado por la inestable y desesperada hermana Ruth (Kathleen Byron), toda una cascada humana de deseos insatisfechos que pende justo al borde de la psicosis. La histeria como sublimación catártica de la represión sexual y social que condiciona a estas mujeres en abstinencia voluntaria.  




 Madre Juana de los Ángeles (Jerzy Kawalerowicz, 1961)

Es la primera película basada en el muy conocido escándalo —más que caso— de posesión demoníaca en el convento francés de Loudun, entre 1632 y 1634, que terminó con la quema del párroco Urbain Grandier; cuya verdadera culpa fue quebrar la castidad del harén vestal reservado a Dios.

El polaco Kawalerowicz optó por adaptar a la pantalla la novela homónima de su compatriota Jarosław Iwaszkiewicz, escrita en 1946 e inspirada en los sucesos. La trama se desarrolla en una región remota no identificada, coronada por un convento, muy a la manera de los castillos de los cuentos de hadas que dominan desde sus alturas valles encantados. Aunque este es un cuento de demonios. 

Los habitantes del lugar están encantados, pero por los leves efluvios místicos que manan del sacro claustro, poblado por fantasmales mujeres amortajadas de blanco. Sus hábitos son las últimas vestimentas que lucen en este mundo, al que son compelidas a rechazar y negar; son las alas postizas que se les colocan para ascender al reino de los cielos como ángeles prematuros. El convento es el gran ataúd que las acoge durante su muerte en vida, sin lograr la ascensión prometida, aunque los pobladores laicos lo vean como gran embajada del cielo, como túnel de comunicación entre los mortales y el mundo de los ángeles y los santos.

El convento, de tanta sobriedad estructural y objetual, quizás remita más a la desnudez que a la pureza de la vida espiritual, desembarazada de materialidad. El paraje desértico, aislado, refrenda la acre soledad y el desesperanzado aislamiento en que se hallan las jóvenes mujeres. El convento es más como una mujer desnuda, abandonada en un desierto calcinado. Sola, pero a la vez libre de explayar su carne y su espíritu sin perturbaciones. 

El padre Garniec —versión báltica del francés Garnier— yace hecho cenizas a las puertas del lugar, desperdigado entre los maderos carbonizados remanentes de la pira. Es un personaje ausente, desencarnado, susurrado. Las religiosas, regidas por la Madre Superiora Juana de los Ángeles (Lucyna Winnicka), siguen poseídas, a su decir, por multitud de demonios. La propia Juana acredita tener ocho en su interior. Una verdadera orgía. 

El padre Jozef Suryn (Mieczysław Voit), solo en su obsesión con el camino de la santidad, ingenuo como un niño, arriba para ayudar con los exorcismos que viene realizando la Iglesia para purificar finalmente a las monjas. Se le encarga proceder con Juana, quien lo sumerge en una crisis de autoconfianza y, sobre todo, de confianza en la fe. No deja de creer en Dios ni venerarlo, pero advierte la insuficiencia de la mística cristiana para suprimir las inherencias de la carne y las emociones con que fue dotado su cuerpo terrenal; ahogadas hasta ese momento a fuerza de rezos y flagelaciones. 

El Diablo comienza a ser menos una entidad externa, intrusa, invasora, para convertirse en canal de alivio de los instintos suprimidos por la doctrina cristiana. En las reuniones entre el cura y la religiosa se van diluyendo, con la más delicada sutileza, las aparentemente nítidas fronteras entre el amor celestial y el amor carnal. La redención que busca Jozef en Juana se parece cada vez más al sacrificio del amante en nombre de la amada atormentada que la limpieza de su alma, ergonegación de los instintos. 




 La religiosa (Jaques Rivette, 1966)

Suzanne Simonin (Anna Karina) —protagonista de la adaptación homónima de la novela La religiosa de Diderot, a cargo de Rivette— es una vergüenza a ocultar, una mancha familiar a borrar del mapa de la existencia por su condición de bastarda. Antes que lanzarla a unas calles donde no solo se las verá difícil, sino de las que siempre podrá regresar a recordar su origen pecaminoso, el método más efectivo y “piadoso” para anularla es lanzarla al agujero negro del convento, limbo pendulante entre el Cielo y la Tierra. Esfera paralela, tangencial a la vida; dimensión desconocida, descoyuntada del continuo espacio temporal, donde las personas se transmutan en sombras ctónicas.

Suzanne no tiene oportunidad de escoger. No tiene un ápice de vocación y, aún así, es compelida al altar donde se le desposa con Dios, incluyendo el pago de una dote por parte de su familia. Hay un precio para deshacerse de las molestias. Y los conventos lo cobran cabalmente. 

A partir de su entrada en la abadía de Longchamps, se convierte en centro y motivo de una fábula cuando menos sardónica, y no pocas veces ríspida, sobre la inocencia y la pureza verdaderas versus su representación y falsificación. Esencia contra formalismo. Suzanne es un personaje casi irreal y absurdo, de tan sinceramente casta que resulta. Su verdadero propósito y deseo es ser dueña de su destino, poder escoger su futuro y su lugar en la vida; en tanto la vida se empeña en amordazarla y negarle el libre ejercicio de su voluntad.

La sor renuente, en su trágica brega por liberarse de los votos forzados, establece demanda judicial contra la abadía y, en retribución, es sometida a un verdadero calvario donde su voluntad y sus principios son puestos a pruebas tan dura como los del mismo Cristo. En la segunda abadía donde es trasladada tras perder el juicio, es acosada sexualmente por una madre superiora de manierista libertinaje, que juega a seducir y abandonar a todas las religiosas bajo su mando. 

El tormento de la muchacha quizás sirviera para redimir los pecados de todas las monjas del mundo, para salvar a todas las mujeres privadas de su voluntad. No parece en balde el remedo de crucifixión que adopta el cuerpo de Suzanne tras el suicidio conclusivo ventana abajo del burdel donde naufraga, tras desembarazarse de los grilletes conventuales. Las advertencias de sus padres sobre la crueldad de la vida se cumplen. Suzanne no pertenece a ninguno de los dos mundos, ni al monacal ni al “real”. Siempre tuvo naturaleza de ángel.




 Los demonios (Ken Russell, 1971)

Una vez que el Cristianismo prístino fuera adoptado por el poder del ya decadente imperio romano en 313 D.C, emergió la potencia política-ideológica católica que sobrevivió al reinado de los césares y acusa una longevidad que ya emula con la duración del poder que la engendró. Pero desde mucho antes, todos los absolutismos se han asentado en axiomáticos designios divinos que los hacen inexpugnables a las regulaciones terrenales, dada una indiscutible superioridad que no es de este mundo; incluyendo los totalitarismos ateos, que han erigido sus propios panteones.

La estridente y rocambolesca Los demonios, segundo acercamiento fílmico al caso de las endemoniadas de Loudun —basado por su parte en la obra teatral homónima John Whiting y la novela Los demonios de Loudun de Aldous Huxley— a cargo del extrovertido Ken Russell, muestra en carne viva la instrumentación de la fe por parte de los poderes estatal y religioso para cumplir agendas bien alejadas de los estatutos morales del credo cristiano. 

A la sutileza leve, frágil y misteriosa que hace de la Madre Juana de los Ángeles de Kawalerowicz una experiencia casi más mística que cinematográfica, Russell contrapone un orgiástico carnaval de libertinaje infernal. Una pantomima repleta de payasos muy ridículos y crueles, como son todos los esbirros y ejecutores de los poderes humanos escudados en deformadas interpretaciones de la esencialmente bieintencionada fe —sea cristiana, islámica, budista, o de cualquier otra naturaleza—. Una pantomima que acoge en su seno a otra pantomima, la de una caterva de monjas, en este caso aterrorizadas por los personeros del rey francés Luis XIII para fingirse poseídas por una legión de demonios aparentemente liderados por el cura Urbain Grandier (Oliver Reed). La satanización como precedente del contemporáneo asesinato de reputación y descrédito del oponente para deslegitimar sus posturas.

Las religiosas protagonizan una todavía maldita secuencia de desbordado arrebato, a la que se le siguen sustrayendo escenas demasiado “heréticas” —afortundamente incluidas en las más recientes versiones en DVD y Bluray—: un enjambre de mujeres rezumantes de telúrica lascivia viola en grupo una efigie gigante de Cristo crucificado. Todas empeñadas en demostrar su posesión, dando rienda suelta a sus deseos constreñidos.  

La superiora Juana de los Ángeles (Vanessa Redgrave), para Russell, dista igualmente de la inmarcesible belleza de princesa que confirió Kawalerowicz a su versión, encarnada por Lucyna Winnicka. Esta segunda Juana es corcovada, como expresión física de lo tortuoso de su personalidad: acomplejada, frustrada, reprimida, amante inconfesa del seductor y librepensador Grandier; sin la mínima esperanza de redención o trascendencia espiritual.              

El propio título de Los demonios se reviste aquí de una ambigüedad casi absoluta. Los más furibundos defensores de la fe cristiana se revelan como terribles torturadores sin empatía ni sentido de la justicia, dispuestos a destruir todo lo que diverja de sus agendas. Los pretendidos agentes del mal luciferino visten las túnicas del martirio y la consecuencia bajo el peso de la brutalidad reaccionaria. Satanás parece tener en sus filas a más justos de la cuenta y Dios semeja, fotograma tras fotograma, un títere del utilitarismo político.   




 School of the Holy Beast (Norifumi Suzuki, 1974)

De todas las variantes del “cine de explotación” o exploitation, el de monjas o nunsploitation es el de mayor carga política por su esencia paródica y, por ende, impugnadora de todo el sistema de valores y jerarquías de la iglesia católica. A la par de sus altas cargas erógenas, este subgénero que tuvo su auge en la década de 1970 —precisamente tras el estreno de Los demonios de Russell, considerada su piedra fundacional—, sobre todo en Europa y Japón, puede ser inscrito dentro del campo de la sátira política, frisando el libelismo anticatólico. 

No sería tampoco exagerado reservarle un nicho dentro del panorama del agitprop anticlerical, dadas sus extrovertidas y casi furiosas maneras de caricaturizar y desacralizar el constructo moral a partir de la exaltación furibunda de la sexualidad en sus dimensiones más pintorescas y grotescas), y el iconográfico, extremadamente valorado por la fuerza simbólica —en gran medida idolátrica— de los atributos, espacios y efigies de Cristo y sus santos. Ejemplar(izante) al respecto es School of the Holy Beast (Seijû gakuen), uno de los títulos más famosos de la nunsploitation, tanto nipona como internacional. 

La propia santidad de la concepción virginal de Jesucristo es revertida en la cinta, al revelarse el origen sacrílego de la protagonista, Maya Takigawa (Yumi Takigawa), nacida un 25 de diciembre fruto de las relaciones prohibidas entre el padre Kakinuma (Fumio Watanabe) y una monja del convento del Sagrado Corazón. Aquí acude la joven para dilucidar el misterio alrededor de la muerte de su madre, muerta a latigazos, aún encinta, por la envidiosa Madre Superiora (Yȏko Mihara). Maya nació de una matriz violada y torturada, ya muerta, llevándose consigo el último aliento de su no virgen progenitora —ni antes ni después del parto.    

La imagen crucificada de Cristo es explícitamente humillada con enfática furia, desde un verdadero deleite herético que huele casi a venganza personal del director y coguionista —junto a Masahiro Kakefuda— Suzuki, quien, en boca del padre Kakinuma, recrimina a Dios por haber abandonado a sus fieles cuando el ataque atómico a Hiroshima y Nagasaki —donde el párroco sufrió el bautismo nuclear que deformó gran parte de su cuerpo— y en los campos de concentración como Auschwitz. Aquí, la hasta entonces grotesca figura del personaje, cuyas abundantes barbas y cabellera postizas lo acercan más a un pope ortodoxo, se revela como un monstruo parido por el apocalipsis y se redimensiona como acusatorio profeta del ateísmo.

El Cristo crucificado es orinado hasta la sumersión total, cual suerte de bautizo sacrílego, al que se le suma la sangre vertida por la monja torturada sobre la efigie. Un crucifijo también será el arma que ultimará a Kakinuma en el clímax gore del relato, pletórico de sangre bermeja reluciente y estrafalaria, característica de las películas de la época. Maya también la emprenderá a puro hachazo contra la misma imagen orinada y luego destruirá una figurilla de la Virgen María, que al impactar contra el piso revelará un interior hueco, carente de sentido, como todas las liturgias e iconografías bajo las que se ha embozado la monstruosa iniquidad que marcó su vida y su destino.




 Monjas de clausura: La confesión de Runa (Masaru Konuma, 1976)

Con Monjas de clausura: La confesión de Runa (Shûdôjo Runa no kokuhaku), la nunsploitation japonesa deriva hacia zonas más íntimas y picarescamente eróticas, pero sin romper con las esencias anticlericales del subgénero, resumidas en la secuencia inicial de la película, donde la religiosa protagonista (Luna Takamura) tañe la campana de la iglesia al amanecer, al mismo tiempo que es violada una vez más —como luego se revelará— por el abad (Roger Prince) de su convento. La extrovertida sacralidad del campaneo, cual autorrepresentación de la Iglesia y su credo ante el mundo, solapa las infamias secretas que se suscitan. Ruido que ensordece. Alharaca que amordaza. Resplandor que ensombrece. Exhibicionismo que oculta. 

Konuma establece en este proemio un contundente contraste antitético entre clamor y silencio, que metaforiza la naturaleza y proceder inherentes a todo sistema ideopolítico, más allá del propio ámbito eclesial. El aparato propagandístico, con su construcción de imágenes benevolentes, entreteje una beatífica imagen exotérica que emana piedad, dulzura, rectitud, pureza. Mientras, bajo esta cortina de humo perfumado y campanas tonantes, se deslizan en sordo torrente las aguas albañales más pestilentes. 

Sin perder esta perspectiva, …La confesión de Runa es una historia de venganza y rebelión. Runa se enfrenta a la traición de su hermana Mayumi (Aoi Nakajima), quien fuera uno de los motivos de su enclaustramiento, y a la traición del abad. Se enfrenta a la doble traición de la familia y de la Iglesia: dos sacras instituciones sobre las que se acomoda la fe cristiana y su andamiaje ideológico. Ancla su felicidad definitiva en el romance con Yuki (Kumi Taguchi), otra sensual monja que comparte desgracias con ella durante su enclaustramiento. A la vez, comparte el exotismo racial que se convierte en una de las cartas de triunfo de la película.

Las respectivas ascendencias alemana y estadounidense de Takamura y Taguchi les otorgan aires exóticos frente a la unívoca pureza de los nipones. Sus personajes se deslindan del conjunto por unos rasgos ambiguos que, junto a los blanquinegros hábitos, subrayan su singularidad al margen de los mundos (laico y religioso) que les son ajenos y agresivos, merecedores solo de su desafío y desprecio.

Un tercer pilar de la fe cristiana es derruido por Runa en su reacción violenta contra el mundo: el perdón. Para ejecutar su venganza, finje perdonar a su hermana por haber destruido años atrás su relación con su novio Takihata (Nobutaka Masutomi). La seduce con una oferta de negocio próspero e irresistible para quien es bocetada como una monocroma villana de tomo y lomo. Aunque Mayumi sortea el abismo definitivo de la estereotipación rala gracias al halo tragicómico con que se le dota, pues la subtrama trazada para ella es la más decameronesca de toda la película —que de por sí insinúa un tributo a las historias maliciosas de Boccaccio. 

Mayumi es una polígama que se dedica a solicitar dinero a sus varios pretendientes simultáneos para reunir la suma que le indica Runa y comprar unas supuestas tierras de gran valor adyacentes a su convento. Su “entrega” a cada uno la sella con una impresión en tinta de sus labios vaginales regalada; recurso que resulta una ingeniosa manera extradiegética para burlar la censura, aún vigente en Japón, de mostrar los genitales de ambos sexos en las producciones audiovisuales. La revelación de su estafa provocará una venganza grupal de los novios en forma de violación que transmutará en orgía climática.




 Cartas de amor de una monja portuguesa (Jess Franco, 1977)

Así como Monjas de clausura: La confesión de Runa es una resonancia contemporánea de los relatos decameronescos, Cartas de amor de una monja portuguesa parece una apropiación de los cuentos de hadas compilados por los Grimm, con príncipe azul y todo que rescata en el último minuto a la doncella encerrada en el castillo; incluida una aparición especial del Diablo. Solo que en esta película alemana del gran erotómano español Jesús Franco —quien firmó esta y gran parte de sus producciones como Jess Franco— , la princesa es una ingenua adolescente nombrada María Rosalía (Susan Hemingway), secuestrada, en vez de por trasgos, ogros o magos malvados, por un párroco (William Berger) y una abadesa (Ana Zanatti) que practican el satanismo bajo la fachada piadosa del convento portugués de Serra D´Aires. 

En el claustro se alternan las prácticas de la cristiandad y el luciferismo, rectoradas por la abadesa Alma, que a la vez es suprema sacerdotisa. Corren los siglos donde la Inquisición aún es fuerte y puede quemar personas a voluntad, según su propio sistema de justicia, sin interferencia de los poderes legales de las naciones. Las familias deben pagar dotes altas para que sus hijas entren en las órdenes monacales —como en La religiosa de Rivette—, sin importar mucho las vocaciones o los llamados del Señor. Estos lugares son más reservorios de secretos y vergüenzas que asilos de virtudes. Viven de las dotes que les acreditan por el honor de desposar al gran polígamo Jesús.

La combinación de credos (el cristiano y el satánico) parece casi mera formalidad, destino lógico de tanta aberración formalista y sangrienta, donde Dios nada parece tener qué hacer. El padre Vicente y la abadesa Alma, sadistas consumados, se convierten en dos nigromantes ocultos justo a los pies del Gran Inquisidor (José Viana) de la región, quien reside en un cercano castillo junto a su incansable tribunal. 

No persigue Jesús/Jess Franco matizar ninguno de los personajes, sino atenerse a los extrovertidos estereotipos que calzan su sadomasoquista y orgiástica fábula con herética moraleja y sorpresivo —hasta la autoparodia— final feliz. El tierno cuerpo de María —solo 17 años contaba la actriz en el rodaje, algo impensable en la actualidad— se convierte en el pentagrama de una siniestra sinfonía de torturas cometidas primero a favor de expiar pecados, luego a favor del Diablo. Su virginidad es ofrecida como tributo durante una Misa Negra, sirviendo la abadesa de cama contra la que el súbitamente manifestado Señor de las Tinieblas (Herbert Fux) viola a la joven. 




Interior de un convento (Walerian Borowczyk, 1978)

El polaco Borowczyk es otro de los grandes erotómanos del cine Occidental, junto a Jesús Franco, que no dejó de incursionar con Interior de un convento en la nunsploitation, una de cuyas divergencias respecto a los abordajes nipones es su localización epocal, casi siempre en los siglos previos al xx, desde una perspectiva de crítica histórica, por muy ligera que fuera. En tanto las películas de Konuma, Suzuki y compañía casi siempre diseñaban los claustros y a sus monjas como parte de su contemporaneidad, como dimensiones paralelas de terror y autoritarismo supervivientes al oscurantismo.

Interior… está basado levemente en el volumen Paseos por Roma (1829) del francés Stendhal y concebido como un retrato de grupo de una monjas sin vocación que convierten a su abadía italiana en una bullente caldera de hormonas desbocadas, un carnaval del onanismo femenino, una fiesta de vulvas velludas, un jardín de pechos turgentes y un fárrago de cuerpos lozanos cortados al más exquisito gusto de la male gaze rectora de casi todo el universo exploitation, en todas sus derivaciones. 

Como sucede en cintas anteriores, las religiosas protagonistas son muchachas de la aristocracia “vendidas” al convento contra su voluntad, a cambio de altas dotes que mantienen llenas las arcas clericales. La madura abadesa Flavia Orsini (Gabriella Giacobbe) intenta contener con dureza, pero sin éxito, las pulsiones lúbricas de sus monjas fabricantes de dildos, dibujantes de pornografía, violadoras de la “santidad” del lugar con las constantes incursiones de hombres directo a sus piernas, adoradoras de un Cristo altamente erotizado. Fuera de la común repulsa que esta figura de autoridad emana en las cintas de nunspoitation, o incluso en las no precisamente adscritas a esta línea, la Orsini se convierte en un personaje trágico, destinado al más fatalista fracaso en su sincero y consecuente empeño por defender causas perdidas. 

Las sores de Borowczyk también ven matizados sus roles de víctimas absolutas e inocentes de un poder absoluto y estrangulante para revelar una proactiva rebeldía que las hace desafiar abiertamente a los representantes del clero, como la propia Madre Superiora y el más superior aun Padre Confesor (Mario Maranzana). La soberbia aristocrática es escudo de varias a la hora de vindicar sus relaciones sexuales. La conspirativa sedación nocturna con opiáceos de la abadesa es el método clandestino de otras para operar con libertad en las noches. 

La música plebeya de festiva alegría es la vía que terceras hallan para canalizar sus energías contenidas. El lesbianismo aparece apenas insinuado en la película, durante las secuencias iniciales, donde algunas hermanas se acarician sus pechos y genitales en el confesionario y otros espacios de la abadía. Una de las hermanas reza desnuda ante una imagen de Cristo, a quien muestra sus partes pudentas con el más acrobático y delicioso impudor: devoción y deseo se mixturan en inextricable ritual.

El meditado asesinato por venganza y encubrimiento corona el drama de Interior de un convento. Muere la abadesa y dos de las religiosas a manos de una cuarta monja, que sella orgullosamente el desquite por haber sido separada de su amante clandestino. Al envilecimiento parece conducir de modo ineluctable la represión de los deseos, de la libertad, de la volición legítima de mujeres que no pidieron ser esposas de Cristo. 




 Agnes de Dios (Norman Jewison, 1986)

La vida de los santos y santas cristianos, como la de los dioses, héroes y seres mágicos de tantas otras religiones y mitologías, parece pertenecer a un tiempo mitopoético que siempre se conjuga en pasado y se mira desde la lejanía, a muy buen resguardo; aun cuando todavía la Iglesia canonice a personas descollantes por su piedad, pensamientos, acciones y respectivos milagros comprobados tras la desaparición física. Pero un santo es lo último que alguien espera ver a su lado, respirando, llorando, sufriendo, cantando. Igual que sucedería con un extraterrestre. 

Como el estado de santidad está muy cercano al de la locura —quizás los locos son solo santos relegados, incomprendidos y despreciados—, un iluminado casi siempre será considerado demente, incluso por quienes están dispuestos a creer a pie juntillas la palabra sagrada de la Biblia. Así sucede con la sobrenaturalmente inocente hermana Agnes (Meg Tilly) y su inesperado parto en el convento de Santa María Magdalena de Berthieville en Montreal, sellado con del estrangulamiento de la criatura. Este es el punto de partida del relato desarrollado en Agnes de Dios, basada en la obra teatral homónima de John Pielmeier, también a cargo del guion cinematográfico.

El juicio por infanticidio al que se le somete indica su análisis psiquiátrico a cargo de la atea doctora Martha Livingston (Jane Fonda), quien se convertirá en detective involuntaria ante el torrente de interrogantes con que la joven Agnes pone en crisis su racionalidad. Ella es un misterio, tanto como sus casi imposibles gravidez y parto. Secuencia tras secuencia, este misterio terrenal irá transmutando, ante los ojos azorados de Livingston, en un misterio místico pese a su resistencia y hasta de la propia Madre Superiora Miriam Ruth (Anne Bancroft). La psiquiatra va desvelando el pasado de la novicia, su oculta relación parental con su tía Miriam Ruth, los abusos a los que la sometió su madre ya decesa, los túneles secretos en el convento que permitirían la entrada del presunto padre o el escape secreto de Agnes. 

Todo lo posible se va estrellando contra lo imposible y su abrumadora posibilidad. Agnes de Dios va de una crisis perceptual, pero de la razón occidental atea —tal como va La palabra (Carl Theodor Dreyer, 1955) y su delirantemente iluminado Johannes (Preben Lerdoff Rye) que se proclama el nuevo Cristo y termina resucitando a los muertos— y no de la fe. Dios parece estar incluso más allá de esta fe, que es su empobrecida representación humana. No es una película proselitista, sino sobre la posibilidad de Dios, de lo maravilloso, sobre los límites de todo pretencioso esquema cosmovisivo humano. 

Y como casi todas las cintas protagonizadas por monjas, Agnes de Dios también va de la represión, pero en este caso no de la libido, sino de todo lo contrario: la pulsión insoportable de la santidad, el peso intolerable de ser escogida por Dios para engendrar una nueva mesías. La novicia sacrifica a su hija, incapaz ella misma, incluso en su inmensa inocencia, de contemplar la posibilidad de un Dios cercano y operador de milagros concretos, en una época que dio por sentado su rol remoto.




 La duda (John Patrick Shanley, 2008)

La Inquisición operó durante siglos desde una fe absoluta e inamovible en lo correcto de su proceder y sus destinos santos, dictados y bendecidos por el Dios que rige el mundo desde los cielos. Sus juicios sumarios, cacerías de brujas, hechiceros y herejes, torturas y ejecuciones casi siempre por fuego, eran guiados por una intuición a su vez inspirada directamente por la deidad católica. La convicción era lo único que quizás salvaba a muchos de estos inquisidores de autodescubrirse como los puros maníacos tiránicos y homicidas que eran. 

Un segundo de duda en la rectitud rotunda de sus actos quizás hubiera sumido a muchos en los abismos de la locura. Predisposición y prejuicio regían los juicios. La sentencia ya existía antes del proceso; todo se trataba de hacer confesar a quien ante los ojos del tribunal ya era culpable, aunque existieran pruebas objetivas de lo contrario. La fe era mucha mayor garantía que los propios hechos.

Estas perspectivas no tan atávicas se replican en la protagonista de La duda: la hermana Aloysius Beauvier (Meryl Streep), monja directora de un colegio católico newyorquino de 1964, quien antepone el veredicto de su intuición a la búsqueda de pruebas concretas de los presuntos manejos pedófilos del padre Brendan Flynn (Philip Seymour Hoffman) con el único niño negro matriculado.

Como su divisa personal, la áspera monja proclama que cuando se castiga la iniquidad uno se aleja unos pasos de Dios. Algo que compartirían a gusto todos los inquisidores de antaño. La hermana Aloysius convierte la sospecha en certeza, y se dedica durante toda la trama a a forzar a confesar al cura su culpabilidad irrebatible y a ejecutar el veredicto de su expulsión del colegio y la parroquia.

Sin revelarse a escala diegética la veracidad o no de las acusaciones, la cinta —basada en una obra teatral homónima del propio Shanley— se concentra en la confrontación encarnizada entre Aloysius y Flynn, que dista mucho de un conflicto maniqueo entre el mal y el bien, entre verdugo y víctima, a pesar de la tozudez inquisitorial de la religiosa. Shanley va planteando con minuciosa sutileza —una breve secuencia acá, un leve argumento acuyá— las jerarquías eclesiales de sino patriarcal, en las cuales las mujeres son supeditadas a planos inferiores, a pesar del temple cardenalicio de monjas como su Aloysius. 

Por su condición subordinada, la empecinada cruzada moral de Aloysius contra la presunta perversión de Flynn, y el consecuente abuso de poder que esta implica, parece derivar hacia los terrenos de la resistencia. En algunos momentos, la directora declara que las monjas están solas, dada la autoridad absoluta de los curas y obispos sobre el colegio y sus vidas. 

Aloysius se ha empoderado a su muy ruda manera en un mundo de hombres, construido por los hombres para adorar a un hombre crucificado, e hijo de un Dios que a pesar de su omnipotencia ha sido bien identificado con el género masculino. Contra sus excesos se lanza con furia inquisitorial. La víctima se revela como posible infractor y, como tantos curas pedófilos, es simplemente removido hacia otra parroquia donde no haya monjas tan atentas. El triunfo a medias de Aloysius deja una huella ácida en su integridad y la duda se filtra entre las hendijas. La rectitud se resquebraja, los pasos dados lejos de Dios para combatir el mal se expanden años luz y la conducen casi hasta las puertas del mismo Infierno.   




© Imagen de portada: Meryl Streep / Fotograma de La duda, de John Patrick Shanley.




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