Desde su muerte reciente en Madrid, el famoso cantautor cubano Pablo Milanés ha revivido en las redes sociales.
Miles de personas, principalmente cubanos, pero también de otras nacionalidades, han lamentado su pérdida. Muchos han contado lo que significó para ellos crecer escuchando su música. Sus diversas canciones van asociadas a un primer amor, a un concierto al que asistieron con un grupo de amigos, a algún momento importante en sus vidas.
Más de una generación se sabe sus temas de memoria. Otros, que llevan largos años exiliados, le han reprochado amargamente lo que ven como una adhesión sin cisuras al régimen cubano. Algunos han matizado su relación con el gobierno, recordando su estancia en campos de la UMAP, así como canciones y declaraciones contestatarias.
Su fallecimiento me reabre una herida aún sin cicatrizar: haber crecido sin Pablo.
A ver si logro explicarme. Me fui de Cuba con mis padres en julio de 1959, dos días después de cumplir 15 años. No hace falta entrar en detalles. Mi familia era antibatistiana y anticastrista. Marcharnos fue el único camino para salvar la vida. Nunca he lamentado la decisión de mis padres. Al contrario.
A medida que han pasado los años, sin embargo, he meditado lo que significaron los primeros tiempos de exilio. Mucho más doloroso que la pérdida de bienes materiales y un estatus social, fue la separación de la familia.
Aun los que salieron de Cuba estaban dispersos por el mundo, en una época muy anterior a WhatsApp y los medios actuales de comunicación. Quizás lo peor fue la ausencia de una lengua, una cultura, una patria propia, algo especialmente doloroso para quien desde temprana edad tenía muy claro su plan de vida y su vocación literaria.
Esas primeras décadas del exilio las viví rodeada de nieves e inglés, sin tener idea siquiera sobre personas de mi edad que abrigaran iguales sueños y aspiraciones. En ese sentido carezco de generación. No hubo un profesor común. No hubo una ciudad, una escuela, ni siquiera una música que nos uniera.
Escuchábamos los discos de Olga Guillot y Lucho Gatica, y bailábamos al ritmo de la Orquesta Aragón y los Chavales de España, al igual que en La Habana que habíamos dejado atrás. Cierto que luego tuvimos a Celia Cruz, a Gloria Estefan, a Chirino. Pero eso fue después. Mucho después. Los años de formación fueron de orfandad musical.
Por fin, en 1973, en el primer Congreso de Literatura Cubana en el Exterior en New York, conocí, entre otros, a Omar Torres, Iván Acosta y Pedro Tamayo, tres cantautores de mi generación y de gran talento. Grabaron discos, ofrecieron recitales, ganaron premios; pero nada que pueda compararse a la difusión internacional que gozaron los trovadores en la Isla, no por falta de talento, sino porque no contaron como los otros con la caja de resonancia de la Revolución. Igual nos ha pasado a los creadores en otras disciplinas.
La música de Pablo Milanés me gusta, pero no está atada a recuerdos de mi vida ni despierta en mí emoción alguna. Con todo, me ha golpeado ver el carro fúnebre llevándolo a un cementerio en Madrid.
Como tantos exiliados, aunque oficialmente no lo fuera, él ha muerto fuera de Cuba. El entierro de un proscrito en suelo ajeno es el peor destierro posible. Esa empatía por su destino final no cura mi herida.
Crecí sin Pablo. Es decir, sin una voz cubana que acompañara con su música mis años de formación y los de mis contemporáneos. Serrat fue quizás nuestro Pablo, pero por mucho que lo admiramos, no era nuestro.
Es otro de los altos precios del exilio. Lo cual no quiere decir que hubiera cambiado la decisión de mis padres de irnos de Cuba para vivir en libertad. Hubiera querido tener ambas cosas: la libertad y a Pablo. En mi país.
No pudo ser.
Duele. Duele todavía.
En nosotros, Pablo
La soledad de la casa + los boleros + la amenaza de lluvia-Pablo es una ecuación demasiado difícil para resolver sola. Necesito compartir. Postear.