En la tarde del 15 de julio de 1960, Celia Cruz se despidió de su madre, Ollita, en el aeropuerto habanero de Rancho Boyeros, para un viaje de no más de dos semanas a México. Llevaba una sola maleta y, mientras esperaba la llegada de los demás miembros de la Sonora Matancera, conversaban sobre las fiestas del lejano fin de año.
Ollita aprovechaba para decirle cómo debía comportarse en aquel país; porque, aún con casi 35 años, su negrita era una niña a la que debía seguir enseñando.
A las 2:00 p.m. llamaron a los pasajeros para abordar. Celia abrazó a su madre y a su tía Ana, recogió la maleta y se dirigió a la escalerilla. Aún le dio tiempo para voltearse y lanzarles un último beso, que a la postre fue un beso a Cuba. Cuando se acomodaron dentro de la aeronave, Rogelio Martínez, director de la Sonora, declaró que ese era un viaje sin regreso.
Mucho se ha publicado de Celia Cruz a lo largo de más de cincuenta años. Su figura se fue fortaleciendo en el imaginario popular y su “¡Azúcar!” fue símbolo de una riqueza musical sin límites. Celia, la negrita de Santos Suárez —como a ella misma le gustaba decirse—, conquistó todos los escenarios posibles para una cantante hispana avecindada en Estados Unidos y llevó los sonidos de Cuba a todos los continentes.
Sin embargo, más allá del mito Celia, hay un legado espiritual que no permitió la desaparición sonora en la isla de la Reina de la Salsa y hoy, tras años de silencio impuesto, su música suena y es reconocida por todos como sinónimo de palma, café y tabaco.
Nacida el 21 de octubre de 1925, su padre, Simón Cruz, deseó hacer de ella una maestra normalista. Sin embargo, la niña compartía el deseo paterno con la pasión por el canto y era tal su talento, que decidió ir por lo que pedía su corazón.
Muchas veces, ya siendo parte del universo glorioso de la fama, Celia habló de cómo desde pequeña los vecinos se sentaban a escucharla cantar, o cuando fue a Radio Cadena Suaritos, al Botón de Oro o La hora del té, siempre ganando diferentes premios y dándose a conocer como una de las promesas en aquellos años de cabarets y Tropicana.
Cuando en 1950 sustituye a la cantante puertorriqueña Mirta Silva como voz principal de la Sonora Matancera, a la sazón el grupo musical más famoso de Cuba, la futura Guarachera del mundo se entronizó para siempre.
El matrimonio entre Celia y la Sonora duró formalmente quince años, aunque en 1982 realizaron un espectáculo que llamaron Feliz Encuentro, donde volvieron a brillar todas las estrellas del grupo en tres conciertos magistrales. En esta agrupación conoció también a quien fuera luego su esposo: Pedro Knight, Cabecita de algodón, primer trompetista y quien luego se convirtiera en su representante. Esta unión, que duraría más de cuarenta años, fue de los matrimonios más antológicos del mundo de la música y el orgullo de la vida de Celia.
Su carrera como solista cosechó todos los lauros que pudiera desear una cantante. Grabó con los más altos dignatarios de la música de su tiempo y se reinventó hasta sus últimos momentos. En 1973 se unió al sello FANIA, de Larry Harlow, y encabezó un mega concierto en el Carnegie Hall de Nueva York, donde interpretó Gracia Divina, su primera canción de salsa que fue, además, la presentación de ese género al mundo. En esta época conoció al dominicano Johnny Pacheco, su amigo entrañable y a quien consideraba, junto a Tito Puentes, su hermano querido.
La vida de Celia estuvo marcada por la nostalgia y la añoranza. Cubana, más que las palmas, cada una de sus interpretaciones, declaraciones y presentaciones se enfocaban en lo que había dejado atrás aquel 15 de julio de 1960.
Cuando murió su madre, en 1961, hizo lo indecible para regresar; sin embargo, su boleto, con fecha de 17 de abril, coincidió con la invasión a Girón y, camino al aeropuerto, le notificaron su imposibilidad de viajar.
Pisó tierra cubana otra vez en 1990, cuando en una emotiva visita a la base naval de Guantánamo le cantó a los soldados y prisioneros que allí se encontraban. De ese viaje se llevó a Estados Unidos una bolsa de tierra del otro lado de la cerca, la misma tierra cubana que pidió le acompañara en su ataúd si moría fuera de la Isla. Deseo que fue cumplido.
Aunque siempre defendió la idea de que su mayor premio era el amor del público, Celia recibió numerosos galardones a lo largo de su carrera. En 1989 ganó su primer Grammy, premio que recibió de manera póstuma en 2003 y 2004. En 2000 obtuvo el Grammy Latino, que luego volvería a ganar en 2001, 2002 y, póstumamente, en 2004.
Reunió, además, diferentes condecoraciones, doctorados y homenajes: la Estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood (1987), el nombramiento de una sección de la calle 8 de Miami como Celia Cruz Way (1991) y el National Endowment for the Arts —la más alta distinción que otorga el gobierno estadounidense a una artista— en 1994, de manos del entonces presidente Bill Clinton. Su memoria es reverenciada en el Museo Nacional Afroamericano en Washington, DC, donde se exibe uno de sus espectaculares vestidos y pueden escucharse grabaciones suyas.
En 1998 lanzó su disco Mi vida es cantar, donde se encuentra el que sea quizás su tema más exitoso, La vida es un carnaval, himno de la alegría y particular mensaje de positividad de Celia al mundo. Aunque en Cuba había participado en varias películas como cantante, debuta como actriz en The Mambo Kings (1992), junto a Antonio Banderas y Armand Assante. También participa en las telenovelas Valentina (1993) con Verónica Castro y El alma no tiene color (1997). Así como, de manera especial, en la película estadounidense The Perez Family (1995).
A finales de 2002, Celia se encontraba enferma, fue operada y retomó su carrera en cuanto se recuperó, cuando grabó su último disco: Regalo del alma. El 13 de marzo de 2003, en el teatro Jackie Gleason, de Miami Beach, sus amigos salseros y la comunidad latina le realizó un espectacular homenaje para conmemorar su carrera.
Envuelta en un fastuoso vestido plateado y tocada por una peluca que la hacía más gigante de lo que era como Reina de la Salsa y la mejor embajadora de la música cubana, Celia vio a sus hermanos cantarle Bemba colorá, Yerbero moderno, La negra tiene tumbao, Guantanamera yotros éxitos.
Marc Antonhy, Albita, Gloria Estefan, La India y Ana Gabriel, entre un sinnúmero de artistas que intervinieron de diferentes maneras en la vida de Celia, se hicieron presentes y terminaron abrazados, con la Reina y Pedro en el centro de aquel coro hermoso, cantando Yo viviré, la versión que hizo Celia del éxito de Gloria Gaynor.
Al filo de las 5:00 p.m. del miércoles 16 de julio de 2003, Celia se hallaba rodeada de sus más íntimas amistades, junto a Pedro y Omer Pardillo, su representante. La enfermedad había ganado la batalla y la Reina había pasado a la inmortalidad con la paz en el rostro y más de cuatro décadas de éxito. Dejaba una estela de enseñanzas, experiencias y, sobre todo, amor, que debía ser canalizado por todo el público que, desde el primer momento, vistió el luto por la pérdida de la gran Guarachera.
Aun así, el velorio fue una muestra de vitalidad que unificó a la comunidad hispana en torno a la figura más representativa de la salsa en Estados Unidos. Homenajeada en Nueva York y Miami, miles de personas acompañaron el cortejo de Celia hasta su última morada.
La carroza, tirada por caballos blancos, que llevaba el féretro de la reina —cubierto por la bandera cubana y el puñado de tierra traída de Guantánamo— paseó bajo la lluvia y, a cada paso, encontraba mayores muestras de amor y admiración.
La Reina se despedía del mundo como la mejor historia jamás cantada. No hubo ciudad donde hubiese estado que no la recordara como una de las artistas más importantes del siglo. Su música inundó la radio y los documentales y entrevistas aparecieron en todas las televisoras latinas y europeas. Celia Cruz fue, después de su muerte, más universal de lo que ya era.
Hoy, 16 de julio de 2023, veinte años después de su fallecimiento, su legado se mantiene como uno de los más fuertes de la identidad hispana. Representa el vigor y el sabor caribeño, la alegría de la vida y la trascendencia.
Una de sus canciones, La Cuba mía, fue la base para un documental sobre la historia de la farándula cubana en los años 50 y concluye con el más emotivo de los conciertos que vivió la comunidad cubana de Miami. Este tema es la banda sonora de una historia que comienza con el exilio y la separación, y culmina en la añoranza y la nostalgia. Es el fondo musical para la vida de un pueblo dividido que vive en la inconsistencia del recuerdo.
Celia Cruz no se fue de Cuba. Aquel 15 de julio de 1960 montó en el avión que la paseó eternamente por el cielo de la patria. Sus tacones imposibles y sus vestidos de ensueño la convirtieron en lo que un gobierno no quiso que fuera: la voz de la isla.
Su vida, como deseó interpretar la actriz Whoopi Goldberg, fue un musical. Fue la historia de la niña que en su infancia cantaba a sus primos para dormirlos y que, en sus últimos años, mantuvo despierto al mundo al son de su maestría, histrionismo y energía.
Han pasado veinte años desde que los hijos de esta tierra perdieron la presencia terrenal de quien le dio voz a los sin voz; no obstante, es tiempo suficiente para entender que pocas veces se dan coincidencias como la de haber tenido a una Celia, un Benny Moré y una Rita Montaner en un espacio geográfico tan pequeño.
Para catalogar la herencia y la universalización de una artista que con humildad supo defender el vigor lírico de la estrella solitaria, es tiempo suficiente para decirle, con la estampa de la Virgen del Cobre en la mano: “¡Maestra, misión cumplida!”.
No hubo escenario que pudiera abarcar su inmensidad. No existieron tacones que la acercaran más al cielo que su propia voz. No había dulzura mayor que el azúcar que de sus orgullosos labios salía, cruzaba el mar, y llegaba a su Santos Suárez natal. Fue y es Doña Celia, la más auténtica prueba de la transculturación, la cubanía y la epifanía musical.
Decía tener una deuda con Cuba: ofrecer un concierto para todo el pueblo. Eso, para dolor de muchos, ya no es posible. Sin embargo, Cuba tiene una deuda con Celia: la de nombrar un teatro o una plaza en su honor. Mientras no se materialice eso, nos faltará azúcar en el café de cada mañana.
© Foto de portada: Vince Bucci, 1990.
“No tengo la culpa que lo mío te lastime”
Estudiar el reparto no es una tarea fácil, hacerlo requiere sentir el ‘popopopó’ como un estilo de vida y, por ende, implica la etiqueta de marginalidad; entendida como la situación de exclusión social de una persona o de una colectividad.