El teatro cubano ha sido una esfera de la expresión nacional particularmente perjudicada por el socialismo. El escritor se atreve a escribir, solo, su obra maestra, para guardarla en la gaveta hasta tiempos mejores, o exportarla; el pintor puede en su soledad sentirse digno de su propia creación, y venderla. Pero aquellas artes que como el teatro o el cine son colectivas y públicas por su naturaleza misma, de ninguna manera alcanzan a manifestarse en plenitud bajo las prohibiciones y las amenazas de la policía política.
Si el socialismo fuera social, las artes sociales florecerían naturalmente; pero es antisocial, y por eso tiene que reprimirlas. Nuestro teatro ha dado una larga batalla por existir, unas veces refugiándose en las puestas de obras clásicas, como aquellas de Teatro Estudio en los años setenta y ochenta; otras, procurando no transgredir del todo el Código Penal con ciertas críticas audaces de la irrealidad socialista. Pero aun después de que se autorizara a los teatristas a ser homosexuales y a decirlo o por lo menos sugerirlo en la escena, y de que cesaran los encarcelamientos por esto o aquello que se mostraba en las tablas del Festival de Camagüey, el teatro cubano ha quedado como preso por dentro, como si las protestas permitidas no consiguieran, no lograran merecer nunca la plenitud del arte.
Una multitud de críticas parciales al socialismo significa una operación cívica demoledora; pero el arte no es una suma de datos, y la obra concreta falla demasiado a menudo porque está mediatizada desde el principio con unas concesiones que el artista tiene que hacer para garantizar la puesta y eludir la cárcel. Yo me atrevería a afirmar, además, que el actor cubano, que es el ciudadano cubano amordazado por fuera y por dentro, está fatalmente metido en un preservativo existencial que le impide engendrarse a sí mismo como artista pleno. Obras de techo bajo, actuaciones homogéneas, provincianismo nacional.
La municipalidad de nuestra vida ha provocado tal vez que la aldea camagüeyana se convierta en lo que llaman una “plaza fuerte” del teatro en el país. Y lo ha sido no por el festival estatal que lo reúne periódica y casi burocráticamente, ni por el público que lo sigue, sino por la existencia de al menos dos grupos teatrales que han intentado escapar del hechizo con alguna maldición.
Durante más de veinte años, Teatro del Espacio Interior, dirigido por Mario Junquera, ha presentado un elenco de obras abiertamente contestatarias, lo que le ha concitado las consabidas agresiones. Y en los últimos años, cuando el grupo de Junquera enfrenta persecuciones y dificultades de mucha tensión, la policía política ha tenido que sufrir la aparición de un nuevo grupo, Teatro del Viento, dirigido por Freddys Núñez, que viene a ampliar el espectro de una teatralidad que se quiere libre y propia, aun dentro de las estructuras de la cultura vigilada y controlada. Porque el arte será siempre más insistente que cualquier represión, y buscará una y otra vez y la ocasión de triunfar con su ser.
Una rápida revisión a las últimas presentaciones del grupo nos invita al optimismo acerca de un posible despertar definitivo del teatro cubano. Abdala, un héroe del XXI, tal vez la obra política más arriesgada del teatro cubano actual, es todo un manifiesto para dejar atrás la desgracia del socialismo mediante la sublevación popular, en el justo nombre de José Martí. Otras dos obras se suman a una trilogía contestaría de alto vuelo: Working sin progress, que expone la frustración de nuestra gente y su convencimiento de que hace falta una pala para sepultar al socialismo; y Los caballeros de la mesa redonda, una estupenda burla de las telepantallas y el adoctrinamiento ideológico.
En estas tres obras la crítica social, desenfadada y feroz, a ratos a voz en cuello con el director en el proscenio, está sumergida en un ambiente de farsa y carcajada que proviene de un concepto orgiástico de la escena como espacio de liberación de todas las represiones, y por lo tanto de fiesta y carnaval. Las tetas al aire de las muchachas, los falos de espuma de goma, la mordacidad de los textos, la música popular omnipresente, punteando la representación, y los divertidos elementos escenográficos, crean una ilusión de éxito, una reivindicación de la lucha y el triunfo contra la mentira y el abuso.
En estas obras el pueblo se cobra las ofensas del poder con una exhibición provocadora de sus potencialidades de cambio para mejor. Y el público reacciona positivamente. Cuando se le pide que levante las manos para votar contra la Mesa Redonda, unánimemente vota con las dos manos (yo alcé además los dos pies). Sumándose a los actores, los espectadores dejan de ser espectadores en una invasión de las tablas bajo las luces, las tetas, los falos, Freddys travestido con una rosa en el pelo, y la alegría de saber que el socialismo se acabó y estamos de fiesta para siempre…
Pero, por otra parte, la pieza Heaven-Sola-Cubitas nos presenta otra cara del asunto. Siete actores reunidos en un espacio de teatro arena, enfrentando a unos cuarenta espectadores sentados en sillas o en el piso, se empeñan en ofrecernos un espectáculo distinto. Mediante la reescritura de una obra del dramaturgo alemán Fritz Kater, Núñez sale de las metáforas y los elementos puntuales de la crítica para abordar una noticia de hoy, que desde luego posee una resonancia simbólica: los pueblos abandonados del norte de la provincia de Camagüey. Sí, también en Europa la liquidación de una explotación minera puede dar lugar a un pueblo fantasma; pero en Cuba se trata del fracaso de un proyecto político dotado de habilidad para ocultar incluso sus manifestaciones más escandalosas. Sola fue el área del experimento citrícola del régimen, atendido por estudiantes secuestrados de sus familias, a los que se les hacía trabajar como campesinos sin remuneración. Los cítricos se exportaban a la Unión Soviética, y con ella murió el experimento. Las escuelas (o más bien campos de concentración) fueron abandonadas, el marabú cubrió todos esos kilómetros más que cuadrados y dejó intransitables los caminos; las vidas de miles de personas fueron liquidadas.
El teatro puede suplir la ausencia de un periodismo efectivo, y vemos un video en el que Freddys Núñez reporta la ruina de un experimento del que él mismo formó parte en su adolescencia. La obra nos presenta las reacciones humanas ante el desastre: huida o suicidio. Porque algún Heaven sobre la tierra existe, y lo vemos en el video del colibrí que liba la flor: tenemos derecho a un cielo aquí. Es inevitable soñar con el cielo, y por lo tanto hay que huir, o matarse, como Micha, que a sus catorce años, sometida a depredación sexual por sus profesores en aquellas escuelas del Erótico Hombre Nuevo, se sube al tanque del agua, horrible estructura, y se lanza en busca del cielo ineludible. Sus padres, los mayores, sus compañeros de generación, transan o huyen.
Con esta historia en el centro de la obra, los elementos de humor, de astracanada y de esperpento sabiamente dosificados, ya no dominan: signa el espectáculo una atmósfera pesada, de tragedia sin catarsis, para motivar una reflexión individual y colectiva. Un violoncelo tocado en vivo es quien puntúa, con su gravedad, las declaraciones de los actores. Núñez elabora un teatro polifónico, donde los textos agudísimos, la intervención de la música como un actor más o, mejor aún, como un comentario del Coro, así como los recursos de identificación y distanciamiento, se superponen en una especie de collage dinámico que masajea la inteligencia y los sentimientos del espectador sin violencia ni fraude, con pasión y desparpajo. Sus actores están cada vez más afinados y brillantes, contribuyendo al éxito de la representación con la fe de estar diciendo lo que quieren, lo que debe decirse ya. Como la obra apenas está estrenada, es de prever que la riqueza de la actuación irá creciendo.
Teatro del Viento se suma, pues, al grupo Espacio Interior como heraldo de la latencia democrática camagüeyana, jamás extinta: se va haciendo difícil encontrar entradas para ver las obras. Pero, cuidado, porque el Decreto 349 amenaza. El avance de la contracultura cubana, que ahora no está solo afuera sino también adentro, preocupa a un régimen que teme que la democracia pase de la literatura o el arte a la calle. Este paso es inevitable y requiere sabiduría, porque la violencia y la traición acechan. Hay que pensar, y para eso este pueblo de gozadores debe saber sufrir. Y orar, como los actores frente a la imagen de Nuestra Señora de la Caridad.
Saliendo de la sala Piñera del teatro Tasende, un público callado, estremecido, medita.