Garrandés, confusión para medrar

En los últimos días he estado discutiendo, en comentarios al pie, un texto memorialístico de Alberto Garrandés publicado en esta misma revista. Dada la extensión de lo que me gustaría agregar ahora sobre el tema, publico estas líneas fuera de la sección de comentarios y convido al lector, antes de seguir leyéndolas, a enterarse del intercambio que allí aparece, si es que no lo leyó ya.

En contra de un memorialismo inexacto, aquí van unas cuantas noticias biográficas:

En 1980 el Instituto de Literatura y Lingüística publicó en La Habana un Diccionario de la Literatura Cubana con muchas y notables ausencias. Tres años más tarde, Alberto Garrandés comenzó a trabajar en esa institución como investigador asociado, un puesto que ocupó hasta 1992. En esos 9 años tuvo que hacérsele evidente allí la política de exclusiones imperante: literatura cubana era solamente aquello que estimaran como tal unas autoridades no precisamente literarias.

Conociendo lo anterior, ¿qué pudo hacerle creer en 1995, al ser nombrado «editor-jefe de la redacción de narrativa de la Editorial Letras Cubanas del Instituto Cubano del Libro» (cito a partir de la enciclopedia oficialista Ecured), que las obligaciones de su nuevo puesto no incluirían la censura política?

Él se recuerda de este modo: «yo era un aprendiz urgido por varios estímulos». Un adolescente, se diría, aunque el aprendiz de que habla contaba ya con 35 o 36 años de edad.

Supongamos que pudo creer que bajo su mando no iba a crecer la nómina de censurados en la editorial Letras Cubanas, y él mantendría a raya el Index Prohibitorum. Supongamos que pensó en hacer justicia a alguno de los nombres hasta entonces silenciados. Fueran cuáles fueran las esperanzas con las que acometió aquel nuevo trabajo, dos años más tarde resultó censurada la novela Naturaleza muerta con abejas, de Atilio Caballero.

Que no fue él quien tomó la decisión, aduce en comentarios publicados al pie de su texto. Que se saltaron su visto bueno en la cadena de mando y la decisión llegó de arriba, de la presidencia, sin tenerlo a él en cuenta. Según rememora, un innombrado director del Instituto Cubano del Libro lo conminó a censurar y él respondió que su trabajo no consistía en eso.

Resulta absurdo sostener que un editor-jefe del Instituto Cubano del Libro no tiene entre sus diversas obligaciones la de censurar. Cuando menos, no puede entorpecer, a riesgo de ser expulsado de allí, el trabajo de los comisarios políticos. Y ya se muestre activo o apagado, cada título suprimido va a su cuenta y responsabilidad. Para eso da la cara ante los autores y está a cargo del catálogo. En tanto continúe en ese puesto, en tanto no denuncie públicamente la prohibición dictada, es responsable de ella. Mal que le pese, es un comisario político más. Y, en su caso, un escritor devenido comisario político.

 

Un compromiso total contra la censura

En sus memorias, Garrandés menciona 1998 como el año en que renunció a su jefatura en la editorial Letras Cubanas. Ecured y Wikipedia declaran todavía más lentas sus reacciones, y fijan la fecha de su salida un año después, en 1999. En cualquier caso, tuvieron que pasar meses, uno o dos años, para que él se decidiera a actúar. «Los días pasaron y mi compromiso contra la censura se acentuó», escribe épicamente.

No fue expulsado. Su renuncia, cuando al final la decidió, fue discreta y sin reclamaciones. De haberse atrevido a tratar el tema en carta de despedida a sus superiores, ya estaría preciándose de ello. No hubo ningún gesto suyo ejemplarizante. Se marchó de allí, no con la indignación de intelectual que ahora imposta, sino como cualquier empleado en busca de mejores condiciones. Él ha prometido ya contar su reencarnación como bibliotecario en el Centro Cultural de España de La Habana…

Poco después de abandonar Letras Cubanas, llegó a establecerse como columnista fijo de La Jiribilla. No colaborador esporádico, sino columnista fijo. ¿Qué lección valedera pudo sacar de sus años de editor salpicado por la censura —en la versión de los hechos que más lo favorece—, cuando luego abre tenderete en una publicación que tilda de mercenarios y otras lindezas a escritores y artistas, apela a detalles de la vida privada como hizo contra Raúl Rivero o publica un retrato de Rafael Rojas con los ojos inyectados en sangre y, por sobre todo, niega a los que calumnia y difama el derecho a réplica?

Su paso por el Instituto de Literatura y Lingüística no le valió a Alberto Garrandés para entender qué ambiente iba a encontrarse dentro del Instituto Cubano del Libro. Lo sucedido en el Instituto Cubano del Libro no consiguió disuadirlo de gozar de una columna fija en La Jiribilla, y ninguna de estas peripecias le impedirían aceptar —en 2005, según Ecured— la Distinción por la Cultura Nacional, otorgada por el ministerio que antes lo introdujera en la prohibición de literatura.

Es difícil suponer que lo hubieran premiado, tan solo ocho años después, en caso de protestar contra sus superiores del Palacio del Segundo Cabo. Si acaso las autoridades lo distinguían, era por la docilidad mostrada.

 

Unas páginas vacías contra Cabrera Infante

Hay un momento de una entrevista de 2008 de Iroel Sánchez, entonces presidente del Instituto Cubano del Libro, en el cual Garrandés es mencionado a propósito de la censura. Edmundo García, antiguo presentador del programa televisivo «De la Gran Escena» y más tarde anticastrista y luego castrista radial en Miami, entrevista al comisario político. Le pregunta si es cierto que Guillermo Cabrera Infante se negó a publicar en Cuba.

«¿Es cierto que hay una edición de antologías de cuentos [sic] donde Guillermo se niega y pone su nombre pero al negarse se dejan las páginas en blanco?», averigua.

A lo que el entrevistado contesta: «Alberto Garrandés preparó esa antología».

No menciona el título, pero añade: «Yo no recuerdo la cantidad de páginas en blanco pero tiene una nota que lo explica…».

Iroel Sánchez no parece completamente al tanto de las páginas en blanco, aunque sí de la existencia de una nota explicatoria. Esa nota —por no hablar de las hipotéticas páginas en blanco— demuestra la capacidad de Alberto Garrandés para desplegar en  público, para hacer explícita, la tensión entre autores e instituciones.

Mediante esa nota dejó en claro su propósito de incluir al cuentista Cabrera Infante, que se negaba. A partir de ahí, la editorial, el instituto y él quedaban a salvo de cualquier acusación de censura que se les hiciera.

Lamentablemente no tengo conmigo un ejemplar de dicha antología (supongo que se trate de Aire de luz. Cuentos cubanos del siglo XX, publicada en 1999), porque estoy preguntándome si la nota de Garrandés incluye alguna referencia a la prohibición gubernamental dictada durante décadas contra Cabrera Infante. Apuesto a que no.

En caso de existir dentro de esa antología, las páginas en blanco mencionadas en la entrevista van más allá de la necesaria aclaración editorial, hasta monumentalizar la no-censura. Teatralizarían una nueva permisividad, constituirían el escenario donde por esa vez no iba a producirse la tragedia. Ese blanco serviría de recordatorio de la responsabilidad del escritor exiliado en negar su obra a los lectores en Cuba.

Todo esto da la medida de cuán capaz de rendir cuentas públicas sobre la censura puede mostrarse Alberto Garrandés, siempre que el episodio no vaya en contra del oficialismo. Capaz de emplazar a Cabrera Infante hasta el punto de satisfacer a un sujeto como Iroel Sánchez, todavía dos décadas después diluye la explicación pública que le debe a Atilio Caballero y que se debe a sí mismo, aun cuando su vergüenza de intelectual no le alcance para entender esto último.

Véase, por el contrario, cómo habla sobre aquella novela censurada bajo su mando: «Y fue censurada… al menos por uno o dos años, hasta que la propia editorial la publicó». La censura tiene, para él, un al menos. Todo es cuestión de tiempo, como bien debieron haber comprendido los narradores Cabrera Infante y Caballero. En realidad, parece sugerir, la censura no es más que dilación. No desesperar, no desesperar, que a la larga todo queda resuelto…

En las memorias de alguien como Alberto Garrandés, los hechos pierden aristas y se afelpan. El narcisismo es cursi, ñoño, y un treintiañero puede achicarse hasta volverse un aprendiz. Algo semejante procuró Abel Prieto con su última novela, tal como observé al reseñarla. Hay en la escritura de ambos igual intento de restarle conflictividad al pasado reciente, el mismo aniñamiento para quitarse de encima responsabilidades.

En Garrandés no se trata únicamente de la disparidad entre lo hecho y lo rememorado, sino también entre lo que alcanza a leer y lo que afirma haber leído. Únicamente así puede citar a Brodski sin dejar de engordar una columna fija en La Jiribilla, o prohibir un libro en nombre de una dictadura comunista y pretender tomar partido por Ajmátova frente a Stalin.

A esta trivialización de autores habría que añadir su anticuada comprensión del hecho literario. Cita al Brodski que apela al derecho de la literatura a meterse en los asuntos de la política y el poder pero, apenas se siente amenazado por unas objeciones, niega a la literatura cualquier posibilidad que no sea la de las bellas letras. Entonces se refugia en la composición de libros, contrapuesta a todo aquello que pueda brindar una «espuria notoriedad». Descalifica así algo esencial de la literatura desde fines del siglo antepasado: el activismo público. Y en esto viene a coincidir con los comisarios que en Cuba animan a escritores y artistas a ocuparse únicamente de las bellas letras y las bellas artes.

A mí, por el contrario, me resulta difícil pensar que hago obra literaria solamente cuando escribo libros. Estas líneas son también parte de una obra literaria. De ninguna manera creo perder el tiempo en ellas, como supone el Garrandés antigualla. Pues no se trata de cuestión de tiempo, sino de espacio. Del espacio literario, y de un espacio literario como el cubano,  en el que se mueven, en antagonías y negociaciones y acuerdos tácitos, escritores y comisarios políticos, y escritores que son comisarios.

Yo apuesto y he apostado por una mayor limpidez de ese espacio, si bien comprendo que esto tenga que resultar insoportable a un oportunista como Garrandés, necesitado de confusión para seguir medrando.

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21 Comentarios
  1. Hay algo que me inquieta…¿Por qué tanto encono señor Ponte? He seguido con decreciente interés el toma y daca de usted y Garrandés (y de quienes se han entrometido, como yo ahora), pero el motivo aducido me resulta endeble, parece más bien la ventilación de ciertas cuentas personales, apoyándose en el primer pretexto a mano. El encarnizamiento que muestra en pos de entronizar a Garrandés como infame censor- cuando sabemos que no fue tal, o en todo caso, no pesó sobre el el grueso de la responsabilidad- resulta digno de mejor causa. Tiendo a sospechar, además, de militancias izquierdistas y libertarias como las que usted se esfuerza en ostentar (quizás, para corroborarlo, me replicará airada y altivamente demostrándome que estoy equivocado a respecto). En cuanto a lo de acusar a Garrandés de figura gris y aburrida, me parece un golpe bajo y ponzoñoso. ¿Acaso debería él ser un showman o un MC intelectual para no merecer su desdén? Solo he hablado con Garrandés en dos ocasiones, y no me pareció nada de eso, al contrario es uno de los poquísimos escritores que conozco con los que se puede conversar sobre literatura desde la admiración y el apasionamiento, sin pavoneos doctorales ni altanería intelectualoide. Ahh, y sin enjuiciamientos rencorosos. A usted, Ponte, no tengo el placer de conocerlo personalmente, pero creo, como otros que han comentado al pie de los artículos, que el panorama literario cubano, tan escuálido, fragmentado y roñoso (sobre todo esto último), se beneficiaría si sus artífices se dedicaran a escribir sin tanto pugilismo verbal ni ajustes de cuentas a la memoria. Si de cualquier forma están decididos a hacerlo, al menos rescaten el arte perdido del libelo (aunque no estoy seguro de que en Cuba haya florecido alguna vez), y conviertan las disputas en algo más divertido y estimulante que una lamentable discusión en la que solo se percibe animosidad decadente, carente de enjundia. Creo que tanto en los artículos como en los comentarios ha quedado claro que no es usted, Ponte, ningún Voltaire (tampoco Garrandés, que desde el principio entró con evidente desgano a la discusión), creo que sus baterías retumban y disparan mejor cuando apuntan a otros blancos que ya conocemos. Al menos yo lo siento más auténtico, aún cuando, desde mi escasísimo conocimiento, difiero de muchos de los criterios que esgrime en algunos de sus libros. Pero en el caso de estos, la lectura, en mayor o menor medida, me ha parecido productiva y hasta necesaria, dos elementos que, perdóneme la ceguera, no percibo por ninguna parte en el actual debate. Y sin embargo, miren cuanto he parloteado al respecto. Nada que..mejor cambio de tema.

    1. Shai Hulud, no tengo cuenta personal con Garrandés ninguna, ni la he tenido. Tampoco con Cintio Vitier, tampoco con Abel Prieto, tampoco con Fina García Marruz, tampoco con Leonardo Padura, tampoco con Víctor Fowler, tampoco con Rufo Caballero, por citar algunos nombres de los que me he ocupado en intercambios como este. He leído textos y opiniones de ellos y me he puesto a discrepar, tan sencillo como eso.
      Buena parte de la pobreza intelectual de la que usted habla se debe a la falta de correspondencia entre lo que se dice en privado y se chismea, y lo que se dice en público. Poca higiene pública, aunque lo sucio se ventile privadamente. Entonces, cuando alguien dice en público algo que estaría mejor (para muchos) que se quedara en privado, hay que encontrarle móviles bajos a un comportamiento de ese estilo.
      Suele recurrirse a la envidia, pero también al ajuste de cuentas como usted supone. Y no hay más que ver cómo son tratados en la memoria del gremio críticos intempestivos como Piñera, Cabrera Infante o García Vega.
      Dice usted de Garrandés en tanto censor: «cuando sabemos que no fue tal». ¿Lo saben quiénes? ¿Usted, su seudónimo y quién más? Debería evitarse ese subterfugio tan usado por el castrismo de hablar en plural mayestático…
      En cuanto a llamar a otro escritor ininteresante (que fue lo que dije), si a usted le parece un golpe bajo y ponzoñoso, creo que será mejor que se dedique a parlotear sobre otros temas, tal vez más apacibles.
      Le agradezco por último la lectura de mis libros, me agradezco no ser ningún Voltaire (no es modelo que persiga) y nunca me he esforzado en militancias de izquierda (tampoco de derechas) ni libertarias. Gracias.

  2. Bueno…después de un primer intercambio, Shai Hulud queda fuera de combate…seguimos esperando por un contrincante al que Fermín Gabor no devuelva en huesitos…los hay por ahí…

  3. Tiemblo por lo que pasará el día que Ponte se dedique a exponer todas las componendas con la censura de su amiga Reina María Rodríguez…

    1. Lamento no poder agradecerle de nombre vivo la sugerencia de un tema como la que me ha hecho.
      Hablé al final de este texto de un espacio literario en Cuba donde se negocia y se antagoniza y se tienen acuerdos tácitos. Le aseguro que un texto mío sobre Reina María Rodríguez lo que haría sería agradecerle a ella la cantidad de autores a los que ha ayudado a publicar, en Cuba pero también fuera de Cuba, jóvenes pero también viejos, de la Isla pero también del exilio.
      Mi texto no contendría ningún episodio en el que, gracias a ayuda o dirección de Reina María se prohibiera un libro o un autor, porque no conozco su participación en ningún episodio así, y somos grandes amigos, como usted parece saber.
      En todo caso, sería bueno que controle usted sus temblores, no empiece a temblar desde ya, dado lo difícil de sostener la careta del seudónimo cuando se baila San Vito.

      1. Pues para ser tan amigos, Sr. Ponte, está usted muy mal informado. Reina María Rodríguez tuvo sede de proyecto tertuliano-editorial en ese mismo Palacio del Segundo Cabo donde, según lo que aquí se expone, se tramaban (y se traman) censuras. Las razones por las que la escritora goza del favor negado a otros no son difíciles de desentrañar. ¿Necesito recordarle aquel poema de Reina, «Hoy habla Fidel» (c. 1981), donde se leen versos como «sólo hay una forma de quererlo:/ hemos crecido dentro de él como un gran árbol/ por eso lo cuidamos/ con tanta vanidad y tanta fuerza»? Según testimonio de Belkis Cuza, «fue Reina la emisaria que intentó ‘seducir’ a Heberto [Padilla] con la idea de que debería visitar Cuba. A partir de aquel congreso en Suecia no se cansó de jugar el juego que a todas luces le había asignado la Seguridad del Estado.» Al menos hasta mediados de los años 90, Reina parece haber hecho de interlocutor -y hasta consejera- de la policía política. Se reunió numerosas veces con censores notorios (Armando Hart, Abel Prieto, Iroel Sánchez, Fidel Alpízar…) y no hace mucho aceptó sin renuncias conocidas la censura a un libro de Lorenzo García Vega («Le prometí publicar Los años de Orígenes, su libro de ensayos, pero por motivos ajenos a mi voluntad, solo he podido publicar una antología con sus poemas para la Torre de Letras, por lo que tengo esa promesa con él, incumplida», cuenta ella misma en su discurso de aceptación del conspicuo Premio Nacional de Literatura.)
        ¿Por qué, en el caso de Garrandés, esos diálogos con censores y esas publicaciones abortadas son complicidades denunciables y en el otro caso eventos o anécdotas disculpables? Testimonios de ayudas a jóvenes escritores hay de ambos lados, por lo visto. Acuerdos tácitos sobran. Diálogos más o menos irritados con «el Poder», también. Bilis, en cambio, sólo hay contra uno. Ilústrenos, por favor, a ver quién empieza a temblar.

        1. Veo que, a pesar de operar bajo seudónimo y por tanto tener barra abierta para las equivocaciones y las acusaciones ligeras, no aporta usted ningún nombre de título y autor censurado por Reina María.
          No hay discusión sobre la autoría de ese poema suyo, mucha habría sobre las palabras difamatorias de Belkis Cuza Malé en su papel de falsa viuda y muchas más sobre las negociaciones con autoridades y sobre el proyecto que usted menciona.
          No cabe, aunque usted quiera forzarla, equiparación entre el editor-jefe de una editorial oficial del cual he documentado al menos un caso de censura y la editora de una editorial semioficial (a la manera de otros proyectos, Ediciones del Vigía, por ejemplo) de la cual no ha podido usted documentar título o autor censurado.Y, por otra parte, no he visto texto de Reina María donde ella se precie de sus hazañas editoriales, como hace Garrandés, campeón contra la censura por nominación propia.
          Podría también darle noticias más actuales sobre la edición de «Los años de Orígenes» que la que usted escribe, y estaría encantado de entablar un intercambio al respecto, pero antes le agradecería que, lo mismo que he hecho yo, dé su nombre para saber con quién discuto y también para que corra usted el riesgo de ser calificado de equivocado o inexacto con su propio nombre, no con el tan genérico de «Lector».

  4. Pues para ser usted experto en pseudónimos, según se dice, tiene una rara y exclusiva preocupación por la identidad de quien le replica y no de quien le alaba, señor Ponte. De nuevo da usted pruebas de doble rasero inquisitorial. Pero el asunto no es de mensajeros, sino de argumento. La Torre de Letras, editorial semioficial, como la llama usted, recordando aquello de estar «medio embarazada», ¿tenía o no tenía sede y tertulia en el Palacio del Segundo Cabo? ¿Quién autorizó esa «anfitrionía»? ¿Había o no había maquinaciones censoras entre esas paredes? ¿Las dictaba tal vez el mismo funcionario que acogió a «editorial semiindependiente»? ¿Aplicaron censura al libro de García Vega «Los años de Orígenes» que ella quería editar? ¿Renunció Reina a seguir trabajando en la sede de los censores, o a su hospitalidad, o les negó la palabra? ¿O más bien, fue premiada por el gobierno que censura en nombre de sus indudables méritos literarios, que sin duda rebasan su deslumbrante oda a Fidel Castro? Por otro lado, ¿tiene que preciarse la señora Rodríguez de sus labores (y sí que lo ha hecho por ahí, busque) para que venga usted a ejercer de parejo justiciero? ¿O se trata, simplemente, de hechos lamentables medidos con un doble rasero ponzoñoso?

    1. Sr. Lector, veámoslo como si fuera la partida de un juego. Usted, bajo seudónimo, ha querido elegir un sujeto de discusión distinto al de mi artículo, Reina María Rodríguez en lugar de Alberto Garrandés.
      Bien, yo he aceptado esa regla del juego con la condición —y esta ha sido mi regla para el juego— de que discutamos a nombre descubierto.
      Ya veo que usted, por alguna razón, prefiere no seguir esta regla. ¿Por qué, ya que tan buen expediente tiene contra Reina María Rodríguez, no lo ventila poniendo al pie su nombre y apellidos?
      Esto que hace usted es lo mismo que tanto he visto en nuestro gremio de escritores: acusaciones y chismes que luego, de cara al implicado, nunca se sostienen. Doble rasero para la verdad, y todavía más impunemente, pues mediante seudónimo usted puede acusar de lo que quiera sin ser reconocido.
      Así acusa a alguien de trabajar para la Seguridad del Estado utlizando las acusaciones de un tercero y agazapado detrás de seudónimo.
      Es imposible que comportándose con esas bajezas puedan tomarse en serio sus lecciones de imparcialidad. Yo creo en la discusión intelectual, en la polémica, pero discutir con alguien que difama desde la sombra no es lo que podría tomarse como tal.

      1. Pues no le capto el lado lúdico, Sr. Ponte. Más bien, le noto falto de argumentos. ¿Es chisme que la Torre de Letras tenía sede en el Palacio de Segundo Cabo? No. Es chisme que Reina escribió una oda a Fidel Castro? No. Perdone si tal oda me inclina a creer que haya podido ser interlocutora confiable de la Seguridad del Estado a la que usted mismo ha dedicado tantas páginas. O si me creo que haya servido de emisaria para un posible regreso de Padilla a Cuba, a propósito de aquel famoso encuentro de Estocolmo. ¿Es chisme que las mismas autoridades que le dieron espacio en Segundo Cabo fueron los censores que usted denuncia? No. Tampoco es chisme, puesto que ella misma lo ha contado, que se censuró su publicación de «Los años de Orígenes» –por causas ajenas a su voluntad», como bien podría decir Garrandés. Hasta donde sé, no ha salido ese libro, mientras que el otro de Atilio que usted puso como ejemplo sí está editado. Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Dónde están los chismes? Si no quería usted debatir esos asuntos, pues no haber entrado en la discusión. Pero se me hace que estas preguntas que yo le hago, con pseudónimo, en efecto, vienen muy al caso. Mire usted, hace años había un señor que escribía una columna ponzoñosa muy simpática bajo el pseudónimo de «Fermín Gabor». Y contra todos sus críticos, esgrimía una variante de «la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero». No me sea usted tan melindroso, digo. Aquí el único que abrió expediente fue usted, y creo que lo que sí es una bajeza es aplicar doble criterio contra hechos semejantes. No es bueno posar de memorioso lavando las viejas culpas, es cierto. Tampoco lo es posar de justiciero ignorando las vigas de ojos muy cercanos.

        1. Sr. Lector, veo que además de ser deshonesto intelectualmente (mediante una cita ajena y un seudónimo se muestra capaz de elevar al cuadrado una difamación) y cobarde (no argumenta a menos de contar con seudónimo), le falta sentido del humor para ver el lado lúdico de todo esto.
          ¿Pretende usted que es serio, y no un juego, este intercambio de comentarios entre una persona y un nombrete, por hermosa que sea la condición de quienes leen?
          Me gustaría corregirle la idea de que yo haya entrado a debatir con usted: no lo he hecho. No voy a hacerlo con alguien que, incluso aunque yo fuera irresponsable en lo que digo, muestra desde el inicio más falta de responsabilidad que yo con sus propias opiniones.
          Saludos y buenas lecturas.

  5. ¿Adónde vas Antonio José? Habla muy mal de tu infancia el que solo juegues cuando vas ganando…
    … la señora Lector llevaba razón en varios puntos…

    1. Si usted es simplemente lamusa, olvídelo, pero si es La Musa, gracias por preguntar por mis pasos y recordar mi infancia. Suena usted como El Hada Azul de Pinocho. Pero las hadas, como cualquier niño llega a comprender si es que no le han hervido y tridestilado las historias que lee, tienen un reverso terrible, y pueden empujar a las criaturas, ya que hablamos de dirección a dónde ir, a perderse.
      Créame que no tengo nada en contra de los seudónimos, me alegra incluso que este espacio, con lector y musa y lo que vaya apareciendo por ahí, vaya tomando aire de Parnaso. Pero, considerándolo como juego, no le veo la diversión a debatir con un encapuchado. Tal vez porque se pierde mucha energía en algo que no es el centro de la discusión: sospechas sobre qué cabeza contendrá ese cartucho.
      Y considerándolo como duelo intelectual, por poco respeto o miedo que me despierte el contrincante, y por mucha razón que sienta de mi parte, no estoy dispuesto a ofrecerle la ventaja de mi visibilidad en un claro del bosque mientras él o ella (usted parece saber más que yo) se pasea detrás de los troncos que rodean ese claro.
      Descontando, por supuesto, lo que ya dije antes: creo que cuando se quieren hacer acusaciones de tanto peso como la de colaboración con la Seguridad del Estado (como hiciera Lector), hay que sostenerlas con voz firme y dando la cara. De lo contrario, dado lo policial de la sociedad cubana, resulta una bajeza.
      Abur, Musa, hasta más ver.

      1. La realidad, señor Ponte, es que usted se retira de esta no-polémica porque no tiene nada que argumentar, salvo que no le gusta lo que dijo Cuza Malé. A mí sí me parece creíble, es su opinión contra la mía. Pero de lo otro, acerca los varios hechos que le enlisté, usted calla. Una prosa florida, abundante en metáforas previsibles, con desvíos sobre mi anonimato para alejarse de la pregunta por su doble rasero –que puede hacerle cualquiera que lea sus párrafos. En fin, yo también me retiro pero por otra razón: creo que lo que yo quería demostrar ya ha sido demostrado.

        1. Lector, usted se ha mostrado muy interesado en desviar la discusión hacia el caso de mi querida amiga Reina María Rodríguez y cuando yo le he mostrado mi acuerdo en discutir sobre ese caso con la condición de que usted dé su nombre, eso le parece un desvío insoportable. Tan preocupado está por conservar su anonimato…
          Al final, usted es más careta que intelectual. Le interesa menos discutir y poner en claro las cosas que conservarse a cubierto. Supongo que tendrá que tener mucha vergüenza de su propio nombre, o vergüenza de tener que sostener con ese nombre las opiniones que aquí ha escrito y que no se atreve a sostener abiertamente. Lástima…

        2. Pido disculpas, a «Lector» y a los lectores, por dar segunda respuesta a un comentario, pero me encuentro reuniendo pruebas para otro caso del comisario Garrandés, no estaba lo suficientemente atento a este intercambio, y quisiera agregar algo a lo que puse aquí hace unos minutos.
          Véase a qué colmo de rídiculo lleva un uso infatuado de seudónimo: «Lector» escribe: «es su opinión contra la mía». En su afán de protagonismo a cubierto, equipara la opinión de un sujeto con todas sus señas con la opinión de un disfraz.
          El día de mañana cualquiera, en público o privado, puede hacerme recordar mi opinión, echarme en cara cómo entro en contradicción con ella (en caso que así sea) o podría discutírmela. He quedado marcado por mis opiniones, debo ser responsable de lo que dije. Tengo una responsabilidad intelectual.
          Pero, ¿cómo encontrar a alguien que dice llamarse «Lector» para volver sobre lo que opinara alguna vez? Lo malo de la web 2.0 es que despierta muchos sueños de grandeza insostenibles…
          Los únicos seres que conozco que prentenden dar lecciones éticas detrás de una máscara son guerrilleros o terroristas. (Quedan excluidos de dar esas lecciones los ladrones de bancos, submarinistas, bailadores de carnaval y enmascarados para el erotismo, más el Zorro Enmascarado.)
          No lleve tan lejos su fatuidad, «Lector», como para compararse. Yo tengo, hasta ahora, una dimensión más que usted: la de ser persona.

  6. El link de la discutidera no funciona, al menos aquí en/desde Cubita la Fea. Dios santo! Más fea aún vista desde afuera! Verguenza propia!

  7. Como ni siquiera tengo teléfono, no digamos ya posibilidades de conexión “normales”, solo ahora (Agosto 24) descubro, casi al azar, esta polémica que Garrandés y Ponte han sostenido a propósito de un texto del primero. En ella, como insistente “convidado de piedra”, aparezco en varios momentos, a tenor, como ya han visto, del affaire Naturaleza muerta… y su tormentosa publicación en Cuba. Tenaz, perseverante, asoma mi cabeza cada tanto como figura de guignol, sabia y amablemente manipulada en cada caso -eso sí- en un extraño retablo de disonancias, en una trama que, lamentablemente, creció más emponzoñada que el mismo veneno vertido en la oreja del padre de Hamlet. Lamentable, digo, porque, amén de que pone algo de sustancia a este aburrido y bochornoso verano yzarandea un poco la abúlica republiquita de las letras insulares, al fin y al cabo no aporta nada trascendente, por así decir,o al menossignificativo, que es lo que podría esperarse tratándose de tales contendientes. Provechoso aunque estéril, es la sensación que me deja, qué rara dicotomía.
    No tengo un espíritu conciliador. No intento nada parecido ahora. Tampoco soy (ya) amigo íntimo de ninguno (aunque sí llegué a serlo de Antonio José cuando estábamos más cerca) ni tengo vocación arbitral. Pero creo que, además de ellos dos, claro, soy tal vez la otra persona que mejor conoce las interioridades de este caso, su intríngulis, lo que me permite dialogar en este asunto con cierta propiedad. De ahí mi desazón: ambos tienen razón. Son tan contundentes la mayor parte de los argumentos en ambos casos, que al final las magulladuras solo servirán como refocilo de oscuros talibancitos locales agazapados en covacha institucional (con aire acondicionado e internet estatal), siguiendo a full la peripecia con malsana delectación. Y eso sí es triste.
    Mal acaba lo que mal empieza, también podríamos decir. Ponte empieza mal, Garrandés empieza mal, y ya después parece imposible desfacer el entuerto de descalificaciones estériles. Empieza mal Ponte, al parecer apresurada su exigencia a Garrandés, cuando lo conmina(con razón) a develar el meollo del asunto, sin saber que ello vendría en el próximo capítulo. Pero Garrandés comienza peor, apelando a la descalificación personal y creadora de Ponte, contaminado al parecer por ese vicio mezquino y nacional de recurrir a la ofensa personal cuando se agotan o no existen los argumentos, vicio extendido desde cierto discurso oficial hasta una bronca de dominó.
    Garrandés, ahora, detalla los acontecimientos, perfila su orden sucesivo, una pormenorización y una veracidad que agradezco: no obstante a las razones que Ponte pueda alegar, Garrandés es, hasta donde alcanza mi conocimiento, una persona cabal. Y como tal se comportó en este asunto, doy fe de ello. Tal vez sea por esto –entre otras cosas– que, no obstante saber todos que no fue él quien tomó la decisión, se abstenga de mencionar nombres. Y sí hay un nombre, un máximo responsable entonces, (que Ponte se encarga de recordar): Omar González. Es él el autor de la frase “Yo no voy a hacer tu trabajo”, cuando era realmente ese su trabajo al frente del Instituto del Libro: dirigir-censurar. No debemos olvidar que este señor llegó a la presidencia del ICL directamente de otra presidencia: la del Consejo Nacional de las Artes Plásticas, llevado allí en pleno auge del movimiento pictórico-contestatario de mediados de los noventa (Proyecto Castillo de la Fuerza, Arte Calle, Volumen I, Espacio Aglutinador…), y cuya labor al frente de esa institución será siempre recordada por haber sido capaz de cerrar todas las galerías de arte de La Habana, y propiciar la estampida, el éxodo de pintores hacia cualquier parte del mundo. Pero otra turbulencia comenzaba a formarse en el panorama literario nacional, había que poner coto a ello, y quien mejor… Una vez calmados los ánimos en este frente, otra turbulencia parecía comenzar a formarse en el ICAIC. ¿Y a quién mandaron a repartir cocotazos entre los realizadores? No es tan difícil de adivinar.Con un estilo y unas maneras no más sofisticadas pero sí distintas –más discreto, o mejor, más taimado, levemente cínico…- que las de su antecesor Pavón, este Torquemada de nuevo cuño cumplió a cabalidad cada tarea asignada. Hoy preside el CDR de su cuadra.
    Esta digresión presidencialista, necesaria a mi modo de ver, viene al caso por dos razones, dos episodios que considero esenciales. El primero, que no sé por qué Garrandés se abstiene de recordar: nunca he sabido si, bien para atenuar la “responsabilidad pública” de Garrandés, bien para apuntalar, numérica y conceptualmente, la decisión de censurar mi novela y salpicar de ominosa responsabilidad a algunas personas más –un quórum es más convincente que un par de cabezas–, a instancias de este mismo presidente se creó una “comisión” para leer “Naturaleza muerta…” y dar un veredicto. Tampoco he podido saber nunca, a ciencia cierta –solo tengo rumores, y yo odio los rumores– cual fue la plantilla completa de este oscuroteam. El veredicto, como es de suponer, fue negativo. Es decir, Garrandés podría tener una posición contraria al afán de censura de la dirección de la Editorial y de la presidencia del Instituto, pero ahora seríasu posición contra la decisión y la disposición de un grupo de –supongo– escritores de –supongo– probado prestigio intelectual y entereza política. Con este aval en mano es que, por primera vez, alguien me cita para una reunión en la redacción de narrativa del Segundo Cabo. Por supuesto que enseguida supe que el tema de esa reunión sería “Naturaleza muerta…”, aunque no lograba imaginarme los pormenores.
    Fue Garrandés quien me avisó el día antes: “Te van a pedir que cambies varias cosas en la novela, incluso que cambies o elimines fragmentos completos… En fin, ya tu sabes…” Hizo una pausa, y concluyó: “Yo te recomiendo que no cambies ni una sola coma. Ahí no hay nada que cambiar, al menos en el sentido que ellos quieren que cambies… O sale como está, o no sale. Yo no voy a estar”, y colgó. Luego de eso no nos volvimos a ver por un buen tiempo. Cuando nos encontramos nuevamente, ya él había renunciado a su cargo en la Redacción.
    ¿Y a quién me encuentro al otro día, como alegre y único paladín de aquél sombrío comité de examinadores literarios, úkase en mano? A Basilia Papastamatiu. ¿QueGarrandés se comportó como un comisario político? No, querido Antonio José, la verdadera comisaria la tuve yo enfrente en ese momento. Con unas energías y una convicción dignas de muy mejores causas. Que se empeñaba, y solo cito un instante de este encuentro, corto por cierto, en que, por ejemplo, en la escena donde el protagonista sorprende a uno de sus superiores robándose una caja de latas de carne rusa, yo eliminara la palabra rusa, o cambiara la frase por “carne en conserva”, “carne prensada”, etc… “Mirá nene, el problema no es que el oficial se robe la caja de latas de carne, ¡el problema es que es carne rusa!, entendés?” ¿Cómo explicarle a Basilia, greco-argentina ella, que en el ejército cubano la carne rusa era carne rusa, y no “carne de lata”, “carne en conserva”, etc? Como de esos atolladeros es imposible salir con argumentos o conceptos puramente literarios, ahí quedó todo.
    ¿Y cómo es que después de todo este rollo, “Naturaleza muerta con abejas” se publica finalmente en Letras Cubanas? Es una buena pregunta, de rápida respuesta (y este es el segundo episodio esencial de que hablaba hace un instante). Dos años después, y gracias sobre todo a la entereza de Beatriz Maggi, presidenta del jurado, gano el Premio de Novela de la UNEAC con “La última playa”. Fui a ver a Francisco López Sacha, entonces presidente de la sección de Escritores (a la que ya pertenecía, y aún pertenezco), y le dije que en la pequeña nota biográfica del libro premiado debía aparecer, entre mis obras, “Naturaleza muerta…”, en su condición de novela en edición pero censurada. De no ser así, yo no autorizaba la publicación del libro premiado. Con su conocido histrionismo Sacha pegó un par de gritos y tres puñetazos en su buró, y prometió solucionar aquél “desatino” (cito). No sé cómo hizo, pero sí me consta que tuvo un par de encuentros con “el presidente del ICL”, en la oficina de este último en el Segundo Cabo, al parecer bastante movidos, según me contó luego alguien que allí trabajaba. “Los gritos de los dos se oían en el piso de abajo…”
    Creo que el “error trágico” de Garrandés, en ese corto sparring que entonces sostuvieron Ponte y él, estuvo en no haber respondido la carta que éste dejó sobre su mesa de trabajo. Ponte se lo reprocha con razón, al inicio de su primer comentario en este agrio intercambio. Conociendo a Ponte como conocía al que entonces era, estoy seguro de que ese simple gesto (responder esa carta) hubiese sido suficiente, en aquél momento, para zanjar, al menos momentáneamente, las mutuas diferencias (y esta diatriba, ahora, tendría seguramente otro tono, otra “magnitud”). Era una carta personal, no pública, y aunque nunca he conocido el contenido de la misma, estoy casi convencido de que, en el fondo, y aunque estuviese dirigida al Garrandés funcionario, no era más que la interpelación de un escritor a otro, una exhortación ética y visceral, el clamor encendido y desesperado de alguien en medio del silencio, el temor y la indiferencia más absolutos. La verdadera falta de Garrandés, en este intercambio reciente, radica precisamente en su negativa a reconocer este hecho incuestionable: Antonio José Ponte fue LA UNICA PERSONA que se atrevió a decir en voz alta lo que casi todos sabían, rechazaban, pero callaban. Me parece absolutamente falsa y mezquina cualquier interpretación de este hecho que pretenda aludir a un supuesto afán de protagonismo de su parte. Como ya he dicho, es realmente lamentable que desde el mismo inicio de su réplica,Garrandés deseche cualquier posibilidad de sostener un intercambio, una disputa o una simple controversia sobre la base de argumentos sólidos, convincentes, profundos, y se limite, desde tan temprano, a despachar la cuestión apelando a la blasfemia(“… por aquel tiempo Ponte intentaba engañar a todo el mundo procurando crearse un expediente de escritor aristocrático y perseguido (de hecho, creo que intentaba conseguir una especie de beca en alguna de las llamadas ciudades-refugio), y aprovechó la oportunidad y me atacó. Atacó al supuesto censor. ¿Por qué no se metió con los censores auténticos? Porque necesitaba crear un debate que le diera masa y relleno a lo que por entonces (ni ahora, por cierto) no tenía ni masa ni relleno: su obra”). Si algo no necesitaba Ponte entonces era “crearse un expediente” de nada, a costa de nadie: sus opiniones políticas, públicas y conocidas, y la calidad de su obra, más conocida aún, eran un “aval” más que suficiente.
    Lo que me gustaría saber es hasta qué punto habrá podido Garrandés “superar” algunas de las mendacidades de las cuales le acusa Ponte. Por ejemplo, y termino con una pregunta: ¿cómo se puede tener columna fija (“abrir tenderete”, qué buen símil), al mismo tiempo, en La Jiribilla y en Hypermedia Magazine? ¿Cómo se “concilia” esto?
    A los redactores de este último agradezco la publicación de este comentario.

    1. Atilio, celebro y agradezco tus palabras, y me entristece un poco que no me consideres el mismo amigo, pero comprendo que ha pasado más de una década sin que nos veamos…
      Agradezco lo que dices contra la acusación que hizo Garrandés de que yo me fabricaba un expediente a costa de la suerte editorial de tu libro. Pero por esas mismas razones que me hacen coincidir contigo en ese punto, disiento de que ahora, 20 años después, esté manipulando (aunque sea sabia y amablemente) tu nombre o tu libro o tu cabeza.
      Hace 20 años me indignó y denuncié una injusticia. Ahora me indigna el blanqueo de esa injusticia en unas memorias falaces.
      ¿Crees de veras que Garrandés iba a dedicar motu proprio uno de sus “oleajes” a tu libro? Tiendo más bien a pensar que si en la más reciente entrega de sus memorias él habla de “Naturaleza muerta con abejas” es por la carga de objeciones que le dirigí antes.
      Hace 20 años no respondió mi carta personal (aunque no recuerdo si en ella lo disudía de contestarme, lo cual pudo ser), pero tampoco a mi acusación en público, de él y de Basilia Papastamatiu (quien había recibido otra carta mía), en una asamblea de escritores donde gustosamente la presidencia le habría dado a ambos el turno de réplica.
      En cuanto a que Garrandés no se comportara como un comisario político, ¿cómo calificar a alguien que no renunció de inmediato al cargo que lo obligó a responsabilizarse de la censura contra tu libro?
      A diferencia tuya, creo en lo útil y trascendente (pero trascendente de veras es Borges, que ayer cumplió años) de una discusión como esta, acerca de la responsabilidad intelectual. Si acaso ella puede alegrarle el verano a unos talibanes de poca monta, lo considero como daño colateral. Lo que en verdad importa es clarificar, algo que tanto odian esos y otros talibanes.
      En virtud de esa clarificación espero volver próximamente sobre el tema del comisario Alberto Garrandés, aunque con un caso distinto al de “Naturaleza muerta con abejas”.
      Te mando abrazo, querido Atilio.

  8. Entiendo que Ponte sabe, es consciente de que las dictaduras son dictaduras también y sobre todo gracias a sus comisarios. Por eso desvela a Garrandés. Una vez entendido eso, se entiende todo el sentido del debate. Por otra parte no caben dudas de que Garrandés fue un comisario cultural, mas bueno o malo que otros, no importa. Pero un comisario que decidió sin mucha algarabía, al menos hasta que comenzó a publicar sus memorias, alejarse de esa oscura y burocrática tarea de trabajar para instituciones gubernamentales en Cuba. Ambos son justos en el espacio tiempo que juzgan. Solo que en este momento parece mas un debate no entre contrarios, sino entre antiguos contrarios y eso envilece un poco el asunto.
    Por una parte si no se acepta la polémica de Ponte habría que aceptar excusas apócrifas futuras que toda una pléyades de comisarios, represores y esbirros.
    Por otra parte rechazar a Garrandés sería prohibir, obligar a los que se dan cuenta que algo está mal en eso que le enseñaron que era revolución, compulsarlos a seguir tras una idea por temor a estos malentendidos.
    En algún punto es una discusión bizantina: entretenida y hasta valedera por unos instantes pero algo ridícula si se deja ir mas allá.

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