El próximo domingo será el Día de las Madres en mi país y en muchos países del mundo. Quisiera felicitar a mi mamá, primero que a nadie. Es una mamá que extraño demasiado, que no ha estado conmigo en el momento más importante de vida: el día que mi hijo nació; y tampoco ahora, el momento más terrible de mi vida. Si mi mamá estuviera conmigo, otro gallo cantaría.
Quisiera felicitar a mi hermana, a mi abuela, a mis tías y a mis primas, a mis amigas madres y a las madres de mis amigas y a las madres de mis amigos. Quisiera felicitar y mandar fuerza a todas las madres cubanas que tienen a sus hijos presos o esperando una sentencia, por manifestarse en contra de un gobierno que es una dictadura.
Aunque el Día de las Madres sea todos los días, quisiera mandar fuerza a aquellas madres privadas de tener a sus hijos con ellas, arbitrariamente. La fuerza es como un teléfono, está llena de botones. Por donde quiera que tocas, se activa o desactiva. La fuerza proviene de la emoción.
Se lo he dicho varias a veces a mi mamá, que si yo hubiera estado en Cuba el 11 de julio de 2021, ella podría ser una de esas madres y su hija podría estar esperando una sentencia en una de las cárceles cubanas. O tal vez no, porque no me habría enterado de lo que pasaba afuera, ensimismada como vivía en los libros y en las películas, porque era mejor vivir ahí. Una forma de vida que tiene que ver con no ser lo que soy ahora. Una forma de vida y de libertad que tiene que ver con la falta de responsabilidad.
Qué grande emoción aquella, la de mi prima Li Misol y yo, construyendo cien postales para el Día de las Madres, en un Camagüey lejano de 1991, 1992, 1993 y 1994. Inclinadas sobre el suelo, recortando rectángulos de papel a los que añadíamos dedicatorias, dibujos, adornos, flores, como un par de artesanas enanas que cumplen una misión.
Y qué grande emoción también (consistente en no equivocarme) la de ir en bicicleta pedaleando al estanquillo de la Plaza de Méndez a comprar postales de rosas para regalar a las madres por el Día de las Madres. Aquellas postales de mal gusto que llenaban a las madres de felicidad si era uno, la hija o el hijo, quien las sorprendía por la mañana con el pedazo de cartón escrito y la fecha del domingo por detrás.
El futuro es impredecible y caótico porque no podemos imaginarlo. Cualquier cosa puede pasar, siempre, en cualquier momento. Cualquier cosa con la que no contábamos y que nunca hubiéramos querido que sucediera. El corazón puede convertirse en una pradera y también en un ladrillo de sangre negra, coagulada, sin ventilación.
El futuro de una mujer está condicionado por lo que esa mujer es y hace. Si una mujer se ha convertido en madre, deseosa y responsable de lo que ella misma concibió, su futuro girará en torno a esas condiciones. Hace tres años escribí sobre mi futuro para la Revista UNAM. Hablaba del pasado en ese texto, pero me refería al futuro. Estaba equivocada en casi todo y sentía una confianza casi completa en muchas personas. Pasó el tiempo y ahora sé que confiar podría ser la verdadera utopía.
Hace tres años escribí que tengo una cicatriz dividiendo mi cuerpo en dos mitades casi parejas. Cada día que pasa se hace más pequeña, pero ese achicamiento es imperceptible a la vista. Para ser sincera, prefiero que se quede como está. Enorme, tajante, poderosa. Su dibujo me mantiene alerta, su segmento significa familia.
Tengo una pequeña familia de cicatrices a lo largo de mi cuerpo. Son cicatrices que no se ven pues sus cirugías basales favorecen la desaparición de la marca. Soy muy blanca y mi piel no hace queloide. Tengo la piel porosa y diasporosa, como diría Urayoán Noel, un poeta puertorriqueño que parece una ceiba. Mi piel respira y no hace queloide. No se queda, como yo, traumatizada.
Recordé, hace tres años, la anécdota de mi abuela y lo que ella quería que yo escribiera. Fue después de su intento de suicidio, después de la muerte de mi abuelo y antes de que se fracturara la cadera. Mi abuela se había querido quitar la vida porque había dejado de ver el futuro. Mi abuela me miró a los ojos y me dijo: ahora tienes que escribir una novela que se llame Cuatro mujeres.
Con ese título, mi abuela se refería a ella misma, a mi mamá, a mi hermana y a mí. Nosotras cuatro nos habíamos convertido en la única familia que quedaba. Mi papá se había ido y mi abuelo se había muerto. Me dio mucha tristeza y mucha ternura que me pidiera aquello. Significaba que la familia, lo que ella fundó junto a mi abuelo el día que se casaron, no tenía ilusión de multiplicarse. Significaba que su familia, al final, cedería a la esterilidad.
En mi mente le prometí a mi abuela que le daría un biznieto. Me pareció más hermoso, más justo y definitivo. Me pareció que yo era incapaz de escribir una novela llamada Cuatro mujeres. Hoy me sigue pareciendo que un bebé es más hermoso que cualquier libro. No importa qué libro sea. Un bebé es más hermoso que un libro y que cualquier obra de arte.
Ya me cansa decir que una persona es lo que hace. Me cansa, pero lo sigo pensando. A propósito de lo que hace una persona, es posible que una persona no se dé cuenta, hasta después de hacerlo, de lo que está haciendo. Es posible que una persona no comprenda lo que ha hecho hasta pasado un momento. Tal vez dos momentos.
Recordé, hace tres años, cuando mi hermana vivía conmigo en aquel apartamento de Centro Habana que yo alquilé por sesenta dólares mensuales desde principios del 2012 hasta principios del 2015, situado en San Miguel entre Espada y San Francisco. Mi hermana empezó a vomitar sin parar de la noche a la mañana. Mi mamá, por teléfono a larga distancia, consiguió que un ginecólogo la viera, la examinara y le hiciera un legrado de urgencia porque ya mi hermana tenía entre diez y doce semanas.
Pero ni yo ni mi hermana aceptamos el legrado. No teníamos prejuicios religiosos pero un legrado era lo menos que se nos ocurría. El muchacho que la embarazó se puso contento al principio pero luego la dejó sola y se fue a Canadá con otra mujer. La responsabilidad no fue suya porque mi hermana decidió tener ese hijo sin acuerdo mutuo, a pesar de cualquier condición. Mi hermana se fue a Tenerife y tuvo un trabajo de parto de veinte horas el primero de mayo del 2014. Mi sobrina nació el dos de mayo y es una niña tan linda, está de cumpleaños esta semana.
Yo miraba el futuro y me veía siendo lo que soy ahora, la mamá de un niño que no sabía cómo traería al mundo pero que sabía que traería al mundo. Algunas madres no logran verlo así o simplemente dejan de verlo. Yo lo veía nítido y desesperada, pero ese desespero es mi manera de ser. No pasa nada con que yo me desespere.
Recordé, hace tres años, que si escribo en un poema la palabra cliché a continuación de la palabra bebé, se forma enseguida una consonancia. Que lo único que necesite un bebé sea amor será siempre el cliché más austero, la retórica más romántica y la verdad más exagerada. Porque un bebé necesita muchas cosas. A un bebé no pueden faltarle muchísimas cosas. No obstante, el amor está en la lista de las imprescindibles.
Recordé cómo había quedado embarazada las dos veces que he quedado embarazada. La primera vez tuve un aborto espontáneo a las cuatro semanas de embarazo. Las contracciones y el sangramiento empezaron desde la medianoche. Tenía necesidad de orinar pero no me levanté para ir al baño. Pensaba que si mantenía las piernas cerradas, la sangre no saldría y el embrión seguiría adentro.
Esa misma mañana era la cita del sonograma, para ver cómo andaba todo. En vez de oír los latidos, la enfermera preguntó: ¿qué estamos buscando aquí? Estuvimos en emergencia todo el día, hacienda exámenes de urgencia para descartar un posible embarazo ectópico. De nuevo volví a pensar con absoluta falta de sentido: yo prefería que fuera ectópico, prefería cualquier cosa menos perderlo.
La hormona que se produce durante el embarazo, llamada gonadotropina coriónica humana (GCH) descendía a la velocidad de la luz. Yo sentía eso mismo: vacío, falta de luz. Me quedé en el vacío y en la falta de luz durante un mes y medio. Escribía y orinaba. No hacía otra cosa. Tenía la certeza de que el embrión perdido era hembra y hubiera querido ponerle Louise, como Louise Glück y como mi abuela.
Recordé, hace tres años, que en Cuba te aconsejan esperar seis meses antes de quedar embarazada de nuevo. Aquí en Miami, en el Baptist Hospital, el médico de guardia me aconsejó esperar a que el ciclo menstrual se restableciera, se regulara. El quince de septiembre siguiente volví a ovular. Acababa de pasar un huracán: árboles caídos, basura y ranas muertas se acumulaban en las aceras. El huracán Irma destrozó a Puerto Rico y destrozó a Cuba, pero en Miami solo arrancó árboles y asustó a la gente.
Diez días después yo debía menstruar pero no menstrué. La menstruación faltó durante nueve meses. Esa segunda vez tuve un embarazo a término que finalizó a las treinta y siete semanas, un veinticinco de mayo mientras el cielo se cerraba sobre Miami y llovía. Miami se convirtió en pradera ese día. Llovía a más no poder.
Recordé, para escribirlo, que mi hijo no nació de parto natural porque le disminuyó el ritmo cardíaco, después de seis o siete horas de dilatación. Entré al salón quirúrgico a las tres de la tarde y una hora después el obstetra dijo: Baby is coming, baby out. Al mirar al niño veo un milagro hecho realidad. Una madre es alguien que ve milagros aunque a veces no pueda ver el futuro.
Yo lo que quiero es un Polski para llevarte a pasear
En Cuba, hasta la fecha, tener un Polski o lo que sea sigue siendo “un lujo de pocos”, o más bien, un estado civil: soltero, casado o con carro.