Religare: ritos personales para el final de un año

Durante muchos años, en La Habana, seguíamos la misma rutina el último día del año. Tirábamos cubos de agua desde el postrero piso frente al mar. Uno por persona. Cortinas de agua que parecían bombazos cuando llegaban al piso de concreto de la cisterna, once pisos más abajo. Después nos íbamos toda la familia a casa de mis tíos y, a las doce en punto, con la misma campanada que espantaba a la Cenicienta, quien huía despavorida de su sueño, todos los vecinos del barrio salíamos en procesión bizarra, a darle la vuelta a la manzana con maletas.

En el pintoresco periplo, sacábamos cuentas: ¿Quiénes se nos habían sumado en el vía crucis ese año?¿Quiénes que habían estado la víspera ya habían partido? Confirmación, esta última, de que el sortilegio funcionaba. 

El primero era un rito de purificación. El segundo, la conga de la decepción.

Todos, o casi todos, estamos fuera. Familia y amigos. Desperdigados por los confines más disímiles. Unidos en ese otro credo (el único posible) que es la fraternidad que nace de habernos socorrido los unos a los otros contra toda bandera, en medio de la precariedad y la desidia.

Todos, o casi todos, estamos fuera. Mi madre y mi padre no pudieron. No nos alcanzó el tiempo. Ellos se fueron de otro modo, pero también se quedaron. El recordatorio, intuyo, de que nosotros nos fuimos pero también, de algún modo, nos quedamos.

De mi madre, que era una animista consumada, guardo la manía de hablarle a las llaves y a las plantas, y de buscar presagios imposibles en las formas de las rositas de maíz. Guardo su rareza de entrometer palabras en inglés cuando soñaba despierta, y nombrar los lugares y las calles por sus nombres originales, en un acto de resistencia personal contra el olvido.

De ella conservo también esa trenza dorada que le llegaba al nalgatorio y que un día, en un rapto que todavía no entiendo, cortó de tajo con una tijera frente al espejo. Desde entonces, la llevo conmigo como amuleto fiel. La posesión más preciada (la única) que salió conmigo en aquella maleta que le dio tantas vueltas al vecindario.

De mi padre, al que mis amigos llamaban “el gentleman” por ese aire aristocrático al que no renunció a pesar de todo, y al que sus amigos llamaban “maestro”, porque les dio clases a casi todos sus compañeros de trabajo, primero para alcanzar la secundaria y luego para formarse como locutores (y todo eso mientras daba pico y pala en el erizado diente de perro que sería nuestra casa), conservo la dignidad impávida, la obsesión por la dicción y los diccionarios, y el amor al idioma francés.

De mi padre conservo también su Congo. Ese que fue a buscar a un sitio arqueológico con su amigo angoleño y al que, para poder pasarlo por la aduana de Luanda en su regreso apurado a la La Habana, porque había muerto mi abuela, le pusieron un sello de artesanía y una descripción que rezaba: “mulher grávida”.

El Congo, que tenía una ubicación privilegiada en la sala de nuestra casa, era el primero en recibir cualquier trago. Todavía hoy es el primero. Pero el Congo no salió conmigo. Estuvo en La Habana todos estos años, bien cuidado por un amigo, pero lejos de mí, y se me hacía pesado cada sorbo. Hace unos años, René, el renacido, que es mi mejor mitad, me lo trajo. Otra vez hubo que pasar patrimonio, ponerle un cuño de artesanía y, graciosamente, como si todos los funcionarios de aduana del mundo pasaran el mismo curso de topos, la descripción rezaba: “mujer embarazada”.

Ni mi madre ni mi padre pudieron conocer a sus nietos. Ninguno de los dos me supo embarazada. Mis hijos, sin embargo, han aprendido a crecer con ellos como si los hubieran conocido. Repiten como suyas frases y anécdotas de ellos.

El capricho de la lengua me trajo a mis padres de regreso. Primero el francés, luego el inglés. Así que cuando hablo con ellos (yo hablo hasta con mi sombra, y de paso me respondo) lo hago en la lengua que cada uno amaba. En casa, yo sé cual es el asiento de mi madre y el de mi padre. Sé qué exacto rincón ellos hubieran elegido. Así que, cuando conversamos, los voy a buscar allí donde sé que están.

La trenza de mi madre es como una promesa de amor decimonónica. Tiene una cinta traslúcida que se entreteje con el cabello soberbio de color miel que parece una serpiente, y es también un buñuelo recién horneado y la S que da nombre a mis hijos (esa letra mágica que presagia el religare).

El Congo, del que todavía no entiendo cómo los topos nunca vieron su barba, es un hechicero. La panza inflada de parásitos lo convertía en un ser venerado por sus poderes mágicos. Los agujeros de las manos lo anuncian como guerrero. Hoy solo podemos imaginar que blandía una lanza con el brazo izquierdo, y que en el cuenco que hace su brazo derecho acodado, reposado sobre el vientre pletórico, aguardaban otras flechas por si eran necesarias para defender a la tribu.

Cuando murió el padre de René, el renacido, que también se llamaba René, y que a su vez es el nombre de mi padre (tres veces tres), lo trajimos también a casa. ¿Dónde mejor podía estar que con nosotros? De él tenemos ese cartel que todos saben: “Besos robados”.

¿Acaso hay peor robo que el de un beso? El cartel de casa es idéntico a otros tantos besos robados que hay por todo el mundo, pero sobre todo en La Habana; solo que este tiene una dedicatoria, que es el recordatorio preciso de lo que más importa: “Para Janet, René, Samantha y Saúl, un testimonio de mí profunda devoción hacia ustedes: mi familia”.

Iba yo a decir que en La Habana ya no tenemos casa, pero saltó de nuevo la voz de mi padre como Pepe Grillo detrás de la oreja: “La transcripción fonética de la palabra casa es kasa, que es κάσα en griego”. Me voy al mataburros, como le decía mi padre al diccionario, y allí está: ataúd (caja cerrada oblonga para enterrar a los muertos).

Lleva razón, en La Habana nos queda una casa: la casa. Está en el Cementerio de Colón. En esa bóveda donde yacen no nuestros muertos sino todo nuestro imaginario, ese que nos sostiene y que nos mantiene unidos cada día.

Allá por los años noventa, el Cementerio de Colón se convirtió en un refugio para mí. Iba casi todos los días. Cuando venía gente de visita que quería conocer La Habana, era allí a donde los llevaba. A la tumba de José de la Luz y Caballero, de Carlos J. Finlay, de Eduardo Chibás; a las de Carpentier, Lezama, Ortiz, Capablanca… Y por supuesto, a la de La Milagrosa.

En una de esas tantas sentadas en la capilla central, mientras descansábamos de la larga caminata y repasábamos el fresco del Juicio Final, de Melero, apareció mi Mitsubishi: un gato escuálido, de esos rayadillos que no se despegan y que se fue conmigo a casa y que, como un lebrel y no como un gato, acompañó a mi padre y a mi hermana incluso después de haberme yo ido.

Hace poco llegó un gato idéntico a casa, como una aparición. Viene siempre a medianoche. Se sienta conmigo, como una promesa.

El 31 de diciembre le dije a mis hijos: saldremos todos a medianoche con las maletas, a darle la vuelta a la manzana. Hay un viaje de regreso pendiente, que ha de ser consumado desde ese principio iniciático que es el rito. Ese que, como arco de flecha en el tiempo, nos contiene y resume: el religare.




Janet Batet

Reflexiones post-electorales en torno a la comunidad cubana de la Florida

Janet Batet

Los cubanos excomulgan a figuras que antes eran vistas como epítomes de su comunidad, como han sido los casos de Carlos Alberto MontanerIleana Ros-Lehtinen y Gloria y Emilio Estefan. La insignia amarilla con la que se estigmatizaba a los judíos, es sustituida por la insignia roja. Todo el mundo es tildado de comunista. Fin de la discusión.