El Caballero duchampiano

Por alguna razón ser cubano roza lo sublime, a pesar de que la Isla es un lugar en que la cotidianidad tiene una incontestable vocación para desgraciar vidas.

Cuba es el lugar en que los deseos de independencia llevaron, en 1868, a un puñado de lugareños a comenzar la primera guerra por obtenerla. Esta duró diez años, terminó con la firma de un pacto de paz, sin la independencia y con el desprecio y la desconfianza exacerbados entre los mismos cubanos que un día se habían puesto de acuerdo para intentar sacar del poder, por la fuerza, a otro puñado de hombres mediocres, avariciosos, resentidos, reaccionarios, y que provenían de un país europeo, a cientos de millas de distancia, habituados a una cultura más invasiva, compleja y prejuiciosa: España. 

Hoy la realidad se parece a aquella de un modo tan grotesco, que se podría pensar que el destino nos odia, nos irrespeta y nos obliga a lubricar, en contra de nuestra voluntad, para que se eroticen otros. 

Cuba es, hace ya unas cuantas décadas, el lugar en que ninguna iniciativa prolifera al margen de los caprichos del poder. Tal cadena de fracasos se achaca constantemente a la impericia organizativa de ese sector de la ciudadanía con ansias de independencia. Pero lo que sucede realmente es que existen demasiadas personas, dentro y fuera de Cuba, que saben practicar profesionalmente el chantaje emocional contra los desafectos al poder y que llevan a cabo cualquier negociación basada en intereses personales y sacrificando derechos de los demás.  

Pero da igual… La Historia de Cuba no es ni más ni menos noble por esto. La Historia de Cuba fue, por mucho tiempo, la de una mujer explotada sexualmente, a la que le latía de placer el clítoris después de cada paliza que le daba su proxeneta. Hoy la Historia de Cuba es la de una mujer cansada que parece estar en el invierno de su vida…, una vida que lanza señales de manera inexplicable y que no importa tanto qué fue de ella, sino qué pudo haber sido.

Dándole vueltas a un poco de estas cosas en mi cabeza, visualizo a un hombre cuya existencia le ha dado sentido a mi vida ni sé bien por qué. Es este un modo egoísta de decir que le da sentido también a Cuba. 




Hace años me alivio pensando en que esta isla y su condición portuaria, su condición de “parada técnica” para viajeros y delincuentes legendarios, garantizaron una pobreza signada por el cosmopolitismo. Pobreza al fin, deja constantemente una sensación de vacío en la boca del estómago… y también, por supuesto, achaques, úlceras y resignación. Pero ese mismo cosmopolitismo propone condiciones ideales para la diversión, a pesar del peligro de contraer menos enfermedades morales que venéreas. Solo de esta manera pudiera tener algo de sentido que la biografía de un mendigo, que se comportaba como un artista llamado a cambiar la historia del arte, pueda ser un bálsamo ante el fatalismo geográfico.

José María López Lledín, a pesar de haberse dado a conocer como El Caballero de París, nació en España en 1899. No en Francia. Era el cuarto de once hermanos —otras versiones dicen que de ocho— en una familia dedicada modestamente a la producción y venta de vino y Jerez en Fonsagrada, provincia de Lugo. Como tantos de sus paisanos, llegó a La Habana siendo un adolescente para abrirse camino, a bordo de un buque alemán…, como para reforzar aún más la mitología en torno a la que sería su condición de cosmopolita sin historial de viaje. 

Su nariz aguileña respiró aire habanero por primera vez un día de diciembre de 1913. Con el tiempo le esperaron dos vidas normales: la de obrero optimista primero, y la de indigente visionario después de haber ido a prisión.

Quien luego sería conocido en La Habana como el Caballero de París, tuvo por un tiempo una vida normal y no muy diferente a la de algunos emigrantes españoles. Tal vez hasta fue un suertudo. Lo empleó una sastrería y una librería. Fue encargado en una tienda de flores e hizo algún tipo de asistencia en una oficina de abogados. También fue mesero en los hoteles Inglaterra, Telégrafo, Royal Palm, Manhattan y Saratoga, gracias al manierismo de sus modales. Pero un día todo se jodió.

Cuentan que en 1920 acabó encarcelado en el Castillo del Príncipe por un delito que no cometió. Las circunstancias y el delito en sí se desconocen. Se dice que la prisión no fue demasiado tiempo y que desde aquellos días de cárcel desarrolló el hábito de hablar en voz alta, como si fuese un mariscal, un noble o el Papa, dando discursos. Aprendió también a unir mochos de lápices a plumas de aves, como si fueran artefactos de poeta y no simples tarecos. Esa parece ser una de las formas en que el destino decidió proteger a quien estaría condenado a la intemperie hasta el final de sus días.

Su locura, como era de esperar para un hombre solo, sin familia, que vivía en una ciudad extranjera y estrepitosa, lo dejó viviendo en la calle. Mendigó cargando con muy pocas y precarias pertenencias, protegido por la actitud de quien se resiste a la mediocridad a pesar de haber perdido casi todo. Su excentricismo, lejos de traerle hostilidad ciudadana, lo integró perfectamente al paisaje. 

No solo afectaba su tono de voz para delirar e inventarse un pasado aristócrata. Era amable con todo el que encontraba a su paso, discutía sobre política y practicaba el ritual de obsequiar los objetos más mundanos a los transeúntes que eran recíprocos con él en amabilidad. Los niños solían escuchar atentamente sus historias y no maltratarlo, como ha tocado a otros mendigos en esta ciudad. No aceptaba dinero, salvo de quienes conocía. Así llevó su vida, tranquilo y sin molestar, desplazándose y sobreviviendo sin aparentes ambiciones.

Una vez, siendo adolescente, escuché la historia de que en La Habana de los 60 iba un día caminando por las inmediaciones de la Universidad. Le pasaron cerca dos muchachas y una exclamó que tenía hambre. El Caballero las abordó, desenfundó una pizza zocata que tenía en su bolsa como si fuera una espada y dijo: “Una dama hermosa no debe estar mal alimentada teniendo un día tan caluroso por delante… Sería un crimen”.




Las muchachas se quedaron tiesas unos segundos, pero la que tenía hambre reaccionó de maravilla: localizó la zona más limpia de la pizza, pellizcó un pedazo, se lo llevó a la boca y le respondió al hombre: “Ya estoy satisfecha…”. 

Él contestó a su vez algo amable haciendo referencia a la importancia de no engordar y tener una alimentación responsable. Siguió su camino luego de obsequiarles algo, seguramente.

El Caballero de París era un artífice sin duda alguna. Pero para mí, más allá de esa condición, era un artista al margen hasta de la propia idea de arte. Su actitud no lo dejó solo para ser devorado por el calor, el asco y la corrupción habanera. Fue, casi hasta el final de sus días, exactamente lo que pensaba que era, aunque esto no guardara relación directa con lo que asumimos como realidad

Se trata de un hombre que resistió las penurias de vivir en la calle practicando, de manera grandilocuente, lo que conocemos como buenos modales, y además acumulando objetos desechados y haciendo pequeñas manualidades con una flor, un cucurucho de maní o un palito, como para construirse una ilusoria vida material de aristócrata, y así sentir que pertenecía más a ese mundo imaginado por él mismo que a esa ciudad hermosa que se desplomaba minuto a minuto. Ese ímpetu lo vuelve un artista del performance, un cultor del ready made, un caballero duchampiano mendicante que se insertó armónicamente en una ciudad cerrada al mundo. 

Envejeció con los inconvenientes de la mala alimentación, la ausencia casi total de higiene y la intemperie. Las buenas intenciones de las autoridades cubanas lo llevaron en 1977 a ser internado en el Hospital Psiquiátrico de La Habana; pero, por supuesto, se fue apagando a pesar de los buenos cuidados, los baños y el desenredo de su pelo ya canoso, para hacerle una trenza. 

Murió en 1985. En algún momento fue diagnosticado clínicamente con un trastorno llamado parafreniaSu imagen ha trascendido sobre todo como suvenir cultural, pero su actitud ha quedado en La Habana como monumento inmaterial a la resistencia y la autoestima.


© Imágenes de interior y portada: Cortesía de Armando Pintado.




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Interlocutor inválido

Julio Llópiz-Casal

De todos los parapetos sintácticos usados para justificar el autoritarismo estatal y descartar de antemano cualquier posibilidad de intercambio entre el poder y los ciudadanos similar a lo sucedido el 27N, la idea del “interlocutor válido” es la jugada maestra de la política policial, o sea, de la Seguridad del Estado.