El Hombre Nuevo de malvavisco

Raúl Martínez es, sin duda, el más versátil entre los artistas de su generación. Fue diseñador gráfico, escenógrafo, fotógrafo y responsable de algunas de las pinturas más memorables en la historia del arte cubano. Sobresale entre sus congéneres, no solo por el prestigio alcanzado en tantas disciplinas creativas, también por la autenticidad de sus inquietudes intelectuales más allá de todo aval académico, moral o profesional. 

No es casualidad que se le endilgue la autoría de la R inversa que trascendió como logotipo de Lunes de Revolución, o que haya pautado la forma circular en la portada de la revista Casa (de las Américas), que mantuvieron luego, por muchos años, quienes le sucedieron en la dirección artística del magacín. Algo así solo es posible si un creador conecta con las mejores energías de su época, si es lo suficientemente despierto y sensible para involucrarse en empresas cuyo valor resistirá el tiempo y los vaivenes de la moda, como ha sido su caso.

No es tan conocido por sus portadas de libros o fotos, más allá del reducido público que se interesa en tales asuntos; pero su cartel para la película Lucía, de Humberto Solás, y sus retratos de colores planos y contornos gruesos, de personajes medio anónimos (o de José Martí), están mucho mejor instalados en el imaginario colectivo nacional y no es gratuito. A partir de un momento de su carrera creó ese estilo que inicialmente le valió estigmatización, pero que luego significaría su gran carta de triunfo ante la gran audiencia, su pasaporte oficial dentro de la política cultural y su funcionalidad ante la propaganda política.

Cayó en desgracia a inicios de los años 70, como muchos de sus colegas: por librepensador, por intelectual y por maricón. El proyecto revolucionario, haciendo honor a sus instintos más reaccionarios, apartó a empujones todas las heterodoxias posibles y dejó vía libre al estalinismo cultural y su ortopedia profiláctica, que tan paranoica y asustadiza dejó a la creación a partir de entonces. 

Por suerte para él, su ostracismo generalizado no duró tanto tiempo. En algún momento de los años 70, a un buen amigo suyo le tocó encargarse del interiorismo de unas salas en el Consejo de Estado y se le ocurrió proponer algunos de sus Martí. La idea fue tan oportuna que las pinturas fueron ampliamente celebradas por el líder indiscutible del proceso cubano que dura hasta hoy. La suerte del artista comenzó a ser otra.           

A finales de la década de 1960, Raúl le dio forma a lo que es hoy el rasgo más distintivo de su trabajo, a esa manera tan simple y delicada de solucionar la figura humana, pero a la vez tan original. Esa figuración constituye uno de los capítulos más auténticos de la pintura cubana, y a la vez, una de las jugadas más favorables para lo que sería el Gran Relato del Realismo Socialista Criollo.

Raúl Martínez venía de unos años 50 en que, junto a otros artistas, apostó por la abstracción no geométrica, lanzando trompetillas a todos los que cuestionaban la valía y pertinencia de esa postura pictórica en la Cuba de entonces. La Revolución cubana heredó esa misma pedantería desdeñosa y volvió a padecer esa lluvia ácida, pero esta vez mostrando una capacidad de adaptación a la altura del artista que era. 

En 1964 expuso en Galería Habana una serie de cuadros en que involucraba esos mismos procesos, pero combinados con objetos, papeles impresos reciclados, insertados a modo de collage, y trazos caligráficos de inspiración vándala. Fue esa su manera de trascender la puridad de la abstracción; tema tan cuestionado por la nomenclatura y prioritario como “vicio” a erradicar.

Estos trabajos fueron transicionales, la antesala de su nueva figuración. Se nota en ellos el deseo de emular con el muro callejero y la jerigonza revolucionaria —tan clamorosa y eufórica—, en que la caligrafía mural compartía espacio con la gramática publicitaria oficial, en ese coro propagandístico y legendario que acompañó la historia de un país que cambió demasiado rápido quizás. 

Inmediatamente después comienzan las repeticiones de Martí, los retratos de más mártires que combinaba con otros personajes decimonónicos de la historia americana y con hombres, mujeres y niños de a pie. En algún momento inicial las pinceladas en estos cuadros eran más bizarras, sugerían algo limítrofe entre los códigos del arte pop y el expresionismo. Pero ya a finales de la década de 1960 los acabados eran más limpios y los contornos de líneas más estables. Su realismoempezó a ser mucho más potable, más socialista.

Esas figuras humanas de los cuadros de Raúl Martínez pueden ser entendidas como esculturas en cierto sentido. A través de lo bidimensional, la audiencia parece estar viendo muñecones en el buen y el mal sentido de la palabra, hechos a base de pegotes de malvavisco coloridos. La idea de un Hombre Nuevo con todos los encantos posibles: lo pop, lo modular, lo sensual, lo andrógino y lo replicable. Mirar cada pieza de esta saga sugiere que hay más, que habrá más seguramente: sonrisas, bigotes, parejas, niños, adultos, flora, fauna, letras, piel verde fosforescente, bigotes morados y muchos otros tonos pastel. Un Hombre Nuevo masticable y tentador.

Justo en 1970, derivado del fracaso de la Zafra de los 10 Millones, el Museo Nacional de Bellas Artes organizó el Salón 70. Algunos de los artistas insoslayables de la década anterior (Antonia Eiriz, Chago Armada, Umberto Peña…) no iban a ser vistos en la gran muestra. Raúl Martínez y Servando Cabrera Moreno fueron la excepción, y su participación ilustró, para todos los tiempos, la que iba a ser la conducta creativa aceptable para las autoridades culturales de ahí en lo adelante. Las piezas con que ambos participaron se pueden ver aún en las salas permanentes del Museo.

Servando tiró una pieza grande pintada ese mismo año: Homenaje a la soledad. Sobre fondo azuloso, flota una figura que parece un amasijo de cuerpos o una hipertrofia humanoide e individual. Transmite una quietud bastante helada. Hay armonía, pero inspira sobre todo silencio. Nada de guajiros bembones con sombreros de yarey y ojos gatunos; nada de milicias campesinas y mucho menos molotes o columnas humanas. Lo que hay es una lección de quietud y disciplina ocupando el aire.

La pieza de Raúl es aún más grande. Hasta el día de hoy sigue siendo de los cuadros más vistosos de la sala. Isla 70, que es como se llama, muestra decenas de cabezas humanas mirando al espectador. Unos miran de soslayo, otras de frente, otras están pensativas, otras comen y otros sonríen. Unas son personajes sin nombre y otros son Fidel Castro, Ho Chi Minh, el Che, Lenin o Camilo Cienfuegos. Las rodean una estrella, una flor, un central azucarero, la palabra ISLA o el logotipo de los CDR. Todos parecen objetos de deseo; todos parecen ser la isla, el país. También hay un gato, un mono y dos pares de formas fálicas bastante evidentes y amarillas. El Hombre Nuevo como una galería de retratos, pero en un mismo encuadre. A partir de ese momento, Raúl Martínez será reconocido, sobre todo, por ese estilo, independientemente de que siguió haciendo otras obras no menos seductoras. Esos vistosos rostros han terminado siendo, además, de las mejores inversiones que pueden hacerse de cara al mercado del arte cubano. Es muy cool tener un Raúl Martínez de esos. 

Le dieron el primer Premio Nacional de Artes Plásticas que otorgó el poder cubano, en 1994, y al año siguiente murió. Raúl Martínez le puso un rostro al Hombre Nuevo que a lo mejor no guarda mucha relación con lo que ese Hombre acabó siendo —si es que acabó siendo algo—. Pero es innegable que esas piezas tienen las sonrisas y miradas que le hubiesen venido como anillo al dedo al socialismo que nunca fue.  


© Imagen de portada Isla 70 (detalle), de Raúl Martínez.  




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Un paseo por Instagram

Julio Llópiz-Casal

Instagram opera como un mecanismo que genera paquetes personalizados y mixtos de golosinas de pequeño formato. A continuación, voy a descargarle a comentar un poquito sobre cuatro pintores que me atraen sobremanera, y a los que llegué exclusivamente por Instagram.