Los ejercicios de poder autoritarios generan construcciones de lenguaje que pueden oscilar entre el patetismo, lo risible o lo horrendo, pero que de cualquier manera están siempre de cara a la contradicción.
Tuve por muchos años un estatus de espectador ante la longaniza de eufemismos y violencia verbal que el poder en Cuba despliega, junto a sus exégetas y aduladores, para reprimir e intimidar, en respuesta a todo lo que apunte hacia un cambio en el estado de cosas imperante. Siempre me encontré a salvo, tras una especie de vidrio blindado que me protegía, más o menos, del efecto real y del impacto de esos recursos del lenguaje. Todo eso cambió después del 27N, cuando, luego de ser parte de un acto elemental de civismo y solidaridad —en que un grupo de personas exigió a las autoridades culturales, que responden al Estado, velar por el respeto a la libertad de expresión—, pasé de ser un artista “incómodo” a un enemigo del Estado.
Lo que antes podía darme risa o hacerme pensar seriamente en lo que Cuba es, ya no lo haría más sin estar yo implicado corpóreamente en las discusiones.
Existen muchos ejemplos de cómo esto funciona. Hay sintagmas muy extraños y términos que atemorizan, que sirven de veto más que lo que contribuyen a una definición. Se trata del despliegue de una noción policial del lenguaje, que tiende a contradecir su sentido gramatical en función de estigmatizar a otros hablantes y de mostrar como justo y participativo un estado de cosas que no lo es.
Llama la atención, por ejemplo, la construcción “democracia de partido único”. Se trata de una idea muy repetida por quienes defienden el modo en que se gobierna a Cuba y que se contradice en esas mismas cuatro palabras sin necesidad de ir más allá de la gramática. La democracia o es democracia o no lo es; y no lo es precisamente porque un partido único es la negación de la democracia. Tras expresiones como estas se escuda el Estado para ralentizar, posponer y descartar cualquier reforma gubernamental que dé mayor posibilidad de participación a la sociedad civil en la vida pública o a cualquier instancia que escape del control estatal.
Pero de todos los parapetos sintácticos usados para justificar el autoritarismo estatal y descartar de antemano cualquier posibilidad de intercambio entre el poder y los ciudadanos —o la comunidad artística— similar a lo sucedido el 27N, la idea del “interlocutor válido” es la jugada maestra de la política policial, o sea, de la Seguridad del Estado.
Se trata de un recurso que usa el poder para parametrar quiénes son las personas con las que, supuestamente, estaría dispuesto a “dialogar” sobre los cambios que el país necesita.
Se trata de una definición que no define nada, de una lista de las actitudes aceptables en vistas a ese supuesto diálogo que nunca ha aparecido ni nítido ni fiable. Para el poder, consiste realmente en identificar cuán manipulable y dócil es el candidato a “interlocutor” en función de los intereses estatales. Para mí, se trata de un eufemismo ideal y favorable a la demagogia; de una oración de dos palabras en que la palabra válido se debe sustituir por inválido para llegar a un significado elocuente.
Los interlocutores inválidos no son ni siquiera interlocutores a los ojos del Estado, porque para él padecen invalidez de base. Fuera de su unidad sellada de referencias y su sistema de relaciones de conveniencia, nada es válido para el Estado. Los interlocutores inválidos son la garantía de que no habrá interlocución entre el poder y los otros. Simplemente forman parte de algo circunstancial; lo demás es prescindible y aniquilable.
Los interlocutores inválidos son, en primer lugar, personas con capacidad y hábito de relativizar el mal y deslegitimar el disenso. Para ellos, es imprescindible someter la arbitrariedad política cubana a una escala que monitoree su gravedad. Les parece totalmente necesario tener cuidado con el uso que se le da a la palabra “dictadura” porque las violaciones de derechos humanos en la Isla no les encajan con la sangre derramada y las muertes con que asocian esa categoría.
Así, algunos interlocutores inválidos consideraron que el encarcelamiento de Denis Solís se debió al modo en que este reaccionó a la invasión policial a su domicilio y no a su vínculo con el Movimiento San Isidro.
Según esta interpretación, los argumentos morales y los tecnicismos procesuales que sirvieron para inculparlo son incuestionables a la hora de aplicar la ley. Estas personas priorizan el cuestionamiento de la actitud ciudadana y esquivan aquel a la impunidad estatal. De paso, les pareció legítimamente punible el hecho de que Denis hubiera llamado “homosexual” a quien asumió como jefe del policía y que dijera “Trump es mi presidente”.
Para otros interlocutores inválidos, el punto débil de lo sucedido el 27N es que se “perdió la oportunidad” de denunciar y condenar en ese marco el embargo del gobierno estadounidense a Cuba; y, como consecuencia, las demandas de aquel día fueron ignoradas por las autoridades cubanas. Al parecer, el abuso, la arbitrariedad y la paralegalidad con que la Seguridad del Estado opera como una especie de poder ejecutivo gansteril en el país es una consecuencia directa del embargo.
Son personas que ven una posibilidad real en las acusaciones de mercenario y agente de intereses extranjeros contra artistas, periodistas y activistas. Están dispuestas a otorgar credibilidad al discurso de quien reprime con la fuerza física y no al de quien no tiene otra herramienta que el lenguaje.
Otros interlocutores inválidos, si bien se han posicionado en contra de la difamación y las campañas de descrédito que desde el 27 de noviembre de 2020 lleva a cabo el Estado cubano contra los protagonistas de ese día, opinan que el “fracaso” de “lo que pudo ser” el 27N se debe a que “el movimiento” no se posicionó como una alternativa dentro del socialismo. Es más importante para ellos priorizar el color político en una empresa colectiva que apoyar una apuesta por las libertades de todos y no la valía de una ideología por encima de otra.
Una posición que suelen asumir ciertos interlocutores inválidos es la de potenciar las discrepancias y polémicas con otros miembros de la sociedad civil. Para ellos, es más importante la discusión de las diferencias entre quienes emplazan de uno u otro modo al Estado, para que respete la voluntad colectiva, que el emplazamiento al Estado mismo.
Un interlocutor inválido es una persona que el poder instrumenta para que juegue también el rol de agente discrepante en contra de quienes disienten. No importa si la Seguridad del Estado hace un trabajo de persuasión o intimidación para que esto suceda. No importa si las circunstancias o un pacto concreto con las instancias de poder les hace asumir esta postura por confort, conveniencia o soberbia. Lo importante es que se trata de individualidades que, a más de seis décadas después de iniciado el proceso político que llevó a Cuba al estado actual, desean ilusionarse con una reforma sobre la base de cuestionar la ética, los métodos y el ideario de quienes quieren un cambio.
Desde el 27 de noviembre de 2020, incluso desde antes, sentía que jamás clasificaría como interlocutor inválido —o válido, da igual— ante los ojos del poder. Ni la validez ni la invalidez de ninguna interlocución me interesan. Esto me quedó claro la noche del 6 de enero de 2021.
Dos días antes, un funcionario cultural me había mandado el recado, con una persona, de que las “altas esferas” estaban divididas entre si yo era o no un interlocutor válido debido a mi “tono” en las redes sociales y a mi pareja.
Luego, el día 6, al entrar al edificio, un vecino me atrapó por el cuello mientras me acusaba falsamente de haber roto algo en el lobby. Traté de quitármelo de encima, pero se sumaron una vecina y dos policías, y entre todos me entraron a la fuerza en una patrulla sin que pudiera hacer nada. Pasé casi 24 horas en el calabozo de la estación de Zapata y C, en el Vedado. Al llegar, un recluso que parecía estar esposado me dio un gaznatón al pasar por mi lado. Yo sí llevaba esposas puestas. Las autoridades policiales dijeron a quienes por fin lograron sacarme de ahí que, si el vecino retiraba su denuncia en mi contra por “maltrato a la propiedad social”, me podían liberar. Este se negó a retirar la denuncia sin antes hablar con “el compañero de la Seguridad del Estado” que lo atendía, según sus propias palabras.
Horas después accedió, a petición del Político de la unidad y sin haber hablado con el “compañero”, luego de que el oficial comprobara que no había daño alguno en los bajos del edificio. A mí me liberaron la noche del día siguiente…
Ciberclaria compungida
Un buen día, no recuerda exactamente cómo, ya tenía tres perfiles de Facebook además del propio. Ya era una ciberclaria…, o más bien, tres ciberclarias a la vez.