Siento que pateo los caminos, los míos. Imagino a ratos que cada paso es un “golpe delicado” en el asfalto.
“Golpe”, porque tengo vicio épico, porque crecí viendo películas de artes marciales (jamás peleo, pero dar un golpe equivale a acertar, nada tiene que ver con la violencia); y “delicado”, porque quiero a esta ciudad en que malvivo, no porque viva mal, sino porque abracé hace años el placer de la mala vida, de disfrutar el mal estado citadino, el mal de estado…
Sobrevivir en La Habana es rabiar porque ni el sol ni la incompetencia te impidan tratar de ser feliz. Cada paso, entonces, es un golpe delicado. Con cada paso estás más cerca de abrazar tu autoestima.
Un sueño me ayudó a olvidar que vivo en una ciudad linda, pero pestilente; organizada pero abandonada; cosmopolita pero corrompida y, por tanto, repelente.
Una vez soñé que salía a caminar de noche. La noche estaba raramente tranquila, como si viviéramos en una ciudad diferente; ni mejor ni peor: una ciudad agradecida. Daba la sensación de que en cualquier esquina iba a encontrar un sitio abierto, con personal amable, limpio, con cerveza fría y jugo de verduras con jengibre, frío también. Daba la sensación de que había transporte público eficiente, con rutas organizadas por colores, con vehículos cuidados, con conductores que, al hacer parada, abrían la puerta y decían “Buenas noches” a los nuevos pasajeros.
Una ciudad viva, con una noche viva, con gente trabajando en función de que la noche estuviese viva mientras otros disfrutaban la vida de esa noche.
Una ciudad con cestos de basura; con muchachos indolentes que tiraban colillas de cigarro y latas al suelo, a los que un colega les decía: “¡Asere, no! ¡Ahí hay un cesto!”.
Una ciudad agradecida, porque a sus habitantes les importaba, y por eso ofrecía su mejor cara.
En fin, otra ciudad…
De pronto, en medio de esa ciudad parecida a una Ciudad con mayúscula, en medio de ese sueño, yo iba encontrarme con Virgilio Piñera, quien me recibía con un “Qué onda” y me preguntaba si se veía mal con la camisa amarilla, el pantalón de filos negro y los tenis Converse rojos: solamente le sugerí que apretara menos los cordones. Entonces me dijo:
“No te puedes quejar. Te voy a presentar a Francis Alÿs y ya te tengo puesta la piedra con su asistente, que es griega-mexicana. Se volvió loca con tu obra del disquete con las cartas de Félix González-Torres a su familia cubana. Es Rata en el horóscopo chino, como tú. Te vio en una foto que le envié y no ha parado de preguntarme por ti. Hazte el que no sabes, es un poco tímida… Me debes una”.
Entonces desperté.
Haber soñado semejante episodio improbable, me hizo pensar en la naturaleza de La Habana: una ciudad gobernada siempre por hombres reaccionarios, pero en la que han echado a andar empresas vanguardistas, aunque sea a destiempo, aunque hayan sido vanguardias signadas por la demagogia.
La modernidad artística que vivió La Habana a inicios del siglo XX fue patriotera y moralista, por eso su posible dulzura es como de tamarindo: hay que dejarla en remojo para que destile y lograr un zumo potable, soportable.
De todos modos, La Habana de los años 50 vivió un movimiento moderno arquitectónico rico, festivo, tropical y con autoestima. Se construyó mucho, a pesar de que había una dictadura sangrienta. Se escuchaba buena música y se veía el mejor cine. Mujeres y hombres eran presumidos, sin importar su clase. Había una prensa variadísima y libre, a pesar de los pesares. Coexistieron un magacín ultra retro como Orígenes y otro sofisticado y pretencioso como Carteles.
En esa misma década, Virgilio Piñera fundó Ciclón; nunca usó tenis Converse, pero José Rodríguez Feo, que fundó la revista con él, tenía un penthouse y un supercarro. Ambos vivieron una Habana parecida a la de mi sueño.
Aquella Habana no desapareció: fue desapareciendo, que es la manera en que todo se queda igual, y esa es precisamente la desgracia.
La Habana está varada, pero no como Varadero: fue sacada fuera del agua para ser reparada, para ser sometida a la reparación más importante de su historia, pero esa reparación nunca sucedió. Ahora no navega: vive de lo que fue. Sobrevive.
Tuve aquel sueño a comienzos de 2016, y al parecer quiso decirme algo más: Francis Alÿs vino a La Habana y expuso en abril en el Museo Nacional de Bellas Artes.
Las acusaciones de evangelista petulante y de tramposo ventajista no impidieron que este belga llegara a la cima del arte internacional desde México D. F., no desde Amberes o Bruselas. Francis Alÿs tuvo paciencia, sintió la ciudad, aprendió de ella, encontró un tono y se interesó en una manera de referirse a las cosas. No se guareció bajo un medio específico. Viajó por otras ciudades del mundo, puso en práctica lo aprendido y aprendió más. Hoy trabaja con una de las mejores galerías del mundo, ha participado en las mejores muestras, en los mejores eventos, tiene 61 años, no está gordo, luce ágil.
Francis Alÿs se formó como arquitecto y comenzó a hacer arte con 30 años. Ha hecho algunas de las obras más bellas del cambio de siglo. Puede darse el lujo de hacer el ridículo, y muchos creen que lo hizo en La Habana, en el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA). Yo no.
Haber soñado con Virgilio Piñera, con Francis Alÿs y con una Habana ideal, y haber visto la exposición del belga en La Habana real, me hizo lanzarme a la calle en el verano. Recordé que me gusta lo que la ciudad me dice, aunque esté hecha polvo, apeste y me derrita su calor. Recordé que la luz del trópico es brutal, pero me gusta. Y recordé, sobre todo, que La Habana es hostil, pero no es su culpa.
Por eso, una tarde, luego de un pequeño aguacero, agarré una lata de spray dorado y pinté la punta de mi zapato derecho, para que luciera como si hubiese pateado el trasero del rey Midas. Busqué un culpable imaginario e imaginé su culpa como un chiste. Salí a caminar y documenté la acción. Fue así que hice De cómo me hice creer que había expulsado a Midas de mi reino (performance foto-documental).
Cuenta la historia que Midas gobernó Frigia (actual Turquía), que fue el primer rey extranjero en depositar ofrenda en el Santuario de Delfos, y que adoptó el alfabeto griego. El esplendor de su reino y su simpatía con la cultura helénica fue noticia en Atenas, hasta el punto de que tiene sitio en su mitología: ha trascendido como el monarca que convertía en oro todo lo que tocaba, gracias a un deseo concedido por Dionisio.
Midas es la metáfora de la prosperidad descontrolada. Nathaniel Hawthorne cuenta que echó a perder las rosas del jardín al tocarlas, destrozando el corazón de su hija; cuando quiso consolarla con un abrazo, la convirtió a ella en estatua áurea también.
Expulsar a ese rey de un puntapié, luce como un acto hipócrita, satírico y de justicia poética para un artista.
Me hice creer que lo expulsé de “mi reino” porque no me gusta la idea de que alguien vaya por ahí convirtiendo en oro cuanto le parezca. A ver si convierte en oro las miserias de un tirano decadente, y entonces resulta que se prolonga la agonía de un puñado de oprimidos a punto de liberarse.
No es saludable para el arte que todo sea dorado porque sí, porque alguien tiene incontinencia en el toqueteo. Las cadenas también pueden ser de oro (gold-filled), y luego quedamos encadenados de cualquier modo. Es mejor crear sin pretensiones exorbitantes, con humildad, con entusiasmo, y recibir oro a cambio por ello. Así sean un par de pepitas.
Galería
Patear al rey – Julio Llópiz-Casal (Galería).
Óxido sobre poliéster
La Historia de Cuba que nos toca aprender en la Isla tiende a ser solemne, calamitosa y eufemística; con enormes lagunas y zonas neblinosas. Los estudios complementarios, impulsados por la curiosidad personal, suelen ser atacados y satanizados. En este sentido, la Historia del Arte Cubano no es una excepción.