I
Edgardo Dobry emergió a Este Nuevo y Viejo Mundo en Rosario, 1962, provincia de Argentina.
Copio literalmente, ahora, algo de Wikipedia acerca de Rosario y tal vez de una determinada porción de rosarinos, que sé que Edgardo abomina un poco de ella, no de Rosario, sí de la Wikipedia, porque a mis lectores, como ven, yo les ofrezco un poco de Paidèia, o séase (sic) para letrados, proletariado y campesinado: formación, cultura, información, moral, aprendizaje, siempre con delectatio amorosa, respetuosa:
Rosario es una ciudad en el sureste de la provincia de Santa Fe, Argentina. Es la ciudad más poblada de dicha provincia y la tercera más poblada del país, solo superada por Buenos Aires y la ciudad de Córdoba.
Constituye un importante centro cultural, económico, educativo, financiero y de entretenimiento y forma parte del denominado Triángulo Agrario (sic, me recuerda Cuba, mi país original), junto con las localidades de Pergamino y de Venado Tuerto.
Rosario ha dado grandes hombres a la historia cultural de la Argentina. La música, la pintura, el pensamiento filosófico y político, la poesía (el sic es mío) , en el campo de la medicina y el derecho, dan buena cuenta de ello.
Rosario es conocida como la Cuna de la Bandera Argentina (sic) y su edificación más conocida es el Monumento a la Bandera (¡caray, qué duda cabe, este sic es mío!).
La práctica del fútbol está fuertemente arraigada, prueba de ello es la Asociación Rosarina de Fútbol que nuclea más de 12.001 jugadores amateurs (sic, amadores, fans, practicantes metódicos y metodistas de secta), siendo la liga de fútbol más importante del interior del país.
Rosario es uno de los principales centros urbanos y de reclusión en donde se habla el dialecto castellano rioplatense (caramba, el sic es de un primo mío que aún que vive en mi Oriente natal y habla argot castizo sazonado de loma ardiente). El “español rosarino” (¿el sic es tuyo, Edgardo?), aunque no se diferencia substancialmente de las otras variantes del mismo dialecto, presenta particularidades fácilmente reconocibles por los hispanohablantes de los otros grandes centros urbanos de la región.
Una de las características más notables de la lengua de la zona de Rosario es el proceso de aspiración y desaparición de la -s, muy intenso en la ciudad, a tal punto, que se lo considera una de las características más notables (el sic no es mío, es de un bergante amigo que es obsesivo de la Dialectología) del español de la zona. Además, cuando la -s se ubica en posición implosiva (y yo me pregunto, perdonen lectores, por qué no también explosiva), final de sílaba o palabra, subseguida de consonante, se evidencia su aspiración sorda y suave [h] (asistir se pronuncia aʼsihtir), que llega a la supresión total en el lenguaje popular.
Etcétera, etcétera, etcétera…
II
Tal vez yo noto en su poesía (cuidado con un poeta como yo, equivocado) un resquicio del poeta mexicano López Velarde (uno de los predilectos de Octavio Paz); no solo el largo y bello poema Suave patria, sino sobre todo uno más breve y de intimidad municipal pero inmortal: Mi prima Águeda. Una estrofa, por ejemplo:
A la hora de comer, en la penumbra
quieta del refectorio,
me iba embelesando un quebradizo
sonar intermitente de vajilla
y el timbre caricioso
de la voz de mi prima.
Águeda era
(luto, pupilas verdes y mejillas
rubicundas) un cesto policromo
de manzanas y uvas
en el ébano de un armario añoso.
O del Lunario sentimental, del grandísimo y suicidado Lugones, vilipendiado por una parte de cierta ciudadanía argentina y cierto establishment de literatii y gens de Kultura a causa de su fascismo venal, banal, contradictorio, pero como todo fascismo, peligroso (aunque esta vez hablamos de Poesía, no de Lugones o de Pound o de Céline y su relación con el fascismo y cuasi-fascismo).
De Lugones, Argentino Universal, uno de los principales fundadores de nuestra Vanguardia (¡1909!) —cuando aún en Cuba y América escribíamos dulzuras nanificadas, bonitillas, caramelitos versados, vaciadas de lo personal y lo impersonal—, estudioso de una Pampa peculiar y tremendísimo cuentista alabado por Borges —¡alabado sea Borges!—, un par de estrofas del Lunario:
Sobre el azul esfera
un murciélago sencillo
voltejea cual negro plumerillo
que limpia un vidriera
El can lunófilo en pauta de maitines
como una damisela ante su partitura
llora enterneciendo a los serafines
con el primor de su infantil dentadura
Y puede ser, aquí me arriesgo a endilgar “influencias” o in-fluencias con algunas estrofas del inamovible Martín Fierro, por ejemplo:
Este se ata las espuelas,
se sale el otro cantando,
uno busca un pellón blando,
este un lazo, otro un rebenque,
y los pingos relinchando
os llaman desde el palenque
Y el Montale de varios poemas, una exempla este fragmento de El olor de la herejía:
¿Fue Miss Petrus, secretaria y hagiógrafa
de Tyrrell, su amante? Sí, fue la respuesta
del barnabita, y un movimiento gélido de horror
serpenteó entre los familiares, los amigos y otros
ocasionales huéspedes.
Yo, apenas un niño, permanecí indiferente
a la cuestión; el barnabita era
un discreto tapeur de pianoforte
y a cuatro manos, quizá a cuatro pies,
zapateamos o cantamos
“En esta tumba oscura” y otros varios
divertimientos.
Y un largo etcétera. Porque Edgardo ejerce una lucha con la Tradición —en prosa, verso y pensamiento—, de su país y mundial, no sé si por Angustia por las Influencias o por esa “lucha”, esa Lucha Natural que debe librar un poeta con su tradición y las ajenas, y sobre todo con las No Existentes.
Yo también, pero mesurado, suavemente competitivo, intempestivo, sufro (y mucho, pero lo devuelvo en intensidad relativa y relativista) cuando leo Enrique IV de Shakespeare (Guillermo-rompe-lanzas) y los acertijos y parlamentos de su gordo y socarrón y genial Falstaff, un Sancho inteligente.
O pasajes del Hamlet (¿te acuerdas, Lector, el pasaje de la tumba y la calavera?, ¿y “viste” el color del agua donde yacía ahogada Ofelia?).
O algunos poemas de Wallace Stevens (el ojo de la mente crea lo real y viceversa) o William Carlos Williams (qué versos escalonados, qué dicción de lo Cotidiano: top, top, top).
O la prosa de Faulkner en Las palmeras salvajes (ahí paró perentoriamente la prosa: la sordidez de la prosa sinuosa, larga, escabrosa, con muchas comas, y esos bellos personajes) y los capítulos de polemos conversable de Naftha y Setembrinni en el inigualable novelón de Mann, La montaña mágica: cerca del invernal pero seco y con picachos azules Davos (a la altura de Joyce y Proust, o no sé si un tantico más alto, digo, para mi gusto).
Y cuentos de Hemingway, Singer, Cortázar (quieren olvidarlo, como a Roa Bastos, Donoso, Elizondo, etcétera, esos a los que les decían del boom; olvidarlos y cubrirlos con nada salvajillos indetectives y tonterías de unos cuantos filmes tarantinescos), Barthelme (oh, su relato sobre Tolstoi, y otros inframodernos, eso a lo que llaman post-), Piñera (el absurdo en lo real, la risa callada y seria, la comicidad nada fácil, la dicción castellana y cubensis).
Y escritos-ficciones-lucubraciones de Macedonio Fernández (el Otro Gran Maestro, con Alfonso Reyes, de la Gran Logia Borges).
Y Yo el Supremo, de Roa Bastos (no me guataquees más, le decía el jefazo de Paraguay Rosas a su secretario, el fiel Patiño; Rosas, que cerró hasta los Correos en las fronteras, ¿que totalitario, no?); El Reino de este mundo y otras de Alejito Carpintero (uno de los colosales del XX y del XXI en la prosa novelesca); la novela fantasmal El tercer policía; el extrañísimo Moravigini de Cendrars y su personaje contrahecho y diabólico en Europa y otros lares; y cómo no, la delirante prosa paciente en los relatos de la Lispector, los más grandes relatos (para mí).
Y las novelas breves (si es que son novelas) La ciénaga infinita y La noche, de Manganelli (posiblemente el único seguidor genuino, moderno o supramoderno de Kafka); Oppiano Licario y los Cuentos y Ensayos de Lezama (entre mis amigos, el bestiola: hermosa palabra catalana, como sapastra y pardal, cosa nostra el Lezamón Bestiola); y la prosa completísima, lenta y sórdida de un Faulkner bien aprendido, de discreta ternura y situaciones entre Kafka y Walser (ese que escribió cuadernos de mil páginas llenos de caligramas que solo podían ser leídos con lupa: ocular y mental).
Sobre todo, nuestro William Faulkner (aunque Carpentier no lo diga, aprendió de él; García Márquez sí lo corrobora, y Onetti lo adora), para mí junto a Roa Bastos el “mejor” (?) de su generación.
Y el Carlyle de los 3 Tomos enormes (que se pueden leer en capítulos sueltos) de La Revolución Francesa (¡qué prosa, qué fuerza narrando y mostrando, ironizando y opinando, querido Lector mío, entre el ensayo, la historia y la novela!) y su extrañísima novela (?) Sartus Resartus, una verdadera avantgarde pero de hace más de un siglo, más post-modern que las de Barth, Coover & Cía.
Y algunos cuentos del Nobel despiadadamente olvidado Iván Bunin (rápidos, económicos, elípticos, casi llanos, a lo Chéjov, como su breve Odesa) y de Robert Musil y de Bernhard (dios mío, Bernhard, no le leído nada más intenso que sus novelas y relatos, prosa a lo Faulkner pero mucho más repetitiva, como si tocara rara música cuatri-dodecafónica tecleando).
Y novelas de Boris Pilniak, escueto, terrible, abundante en vagabundos y estepas y en contradicción con que sería mejor una Rusia a lo Occidental que otra a lo Asiático, la Rusia de las “hordas y lobos”, y hordas y lobos de ideas.
Y Platonov, en Chevengur: novela complejísima y fantástica y realista sobre el Comunismo, un caballo habla y ofrece parlamentos…
Y hablando de gustos, mi nada hipocrite (Baudelaire) y atinado o desatinado Lector y/o Lectora, ¿acaso no te gusta aquel inicio de “The Killers” (“Los asesinos”)?. A a mi sí, porque me alimenta como narrador de lo exacto y solapadamente anodino, y porque está cerca de mi Mallarmé y de Apollinaire, aunque no se note (y el resto del cuento ni hablar):
La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
—¿Qué van a pedir? —les preguntó George.
—No sé —dijo uno de ellos—. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
—Qué sé yo —respondió Al—, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
—Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas —dijo el primero.
—Todavía no está listo.
—¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?
—Esa es la cena —le explicó George—. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
—Son las cinco.
—El reloj marca las cinco y veinte —dijo el segundo hombre.
—Adelanta veinte minutos.
—Bah, a la mierda con el reloj —exclamó el primero—. ¿Qué tienes para comer?
—Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches —dijo George—, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.
—A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
—Esa es la cena.
—¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
—Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado…
—Jamón con huevos —dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
III
Poeta, Edgardo Dobry, de “discretas” (visibilia mesurada, me gusta llamar a esta qualité poiética), o sea: atenciones visuales/éticas/mentales; ensayista lúcido (recuerdo con fruición su extenso texto, creo que aún inédito, sobre Sarmiento); conversador (que no conservador) inteligente y traductor, entre otros, de mis (y de muchos o pocos, incluso de él) William Carlos Williams, Giorgio Agamben, Sandro Penna y Roberto Calasso.
IV
Entiendo por visibilia la voluntad de querer “ver”, y en mi caso incluso “ver”, además, conceptos, intenciones, obsesiones, leves intensidades o elementos sólo cognocibles por la poesía y cierta prosa; y no sólo imágenes y metáforas y elipsis necesaria.
Viendo y alternando con cegueras de vario tipo, o en mis conversatio callejeras pasadas por filtros, tal vez sea menos o más lo que se me ocurre (o creo que me ocurre, la poesía es una fantasma, y traicionera) en mis obsesiones por la poesía.
Pero imbricado en el tono, en el alargamiento o quebramiento del verso, y la alternancia de ritmos que creo saquear de la Tradición y ritmos que creo extraer a duras penas del pozo de mis linfas y cavidades corporales. ¿Suena lindo, no?
Y no sé si usted me entiende o comprende. Pero yo trato de ajustarme, y me asusto, y eso (no por indiferencia) me aleja un poquitico del Deseo de Muchos Lectores… Pero ¿qué voy a hacer si no te conozco? ¿Y si yo tampoco me conozco?
En los relatos, la visibilia o visibilidad es (asimismo traicioneramente) más expedita que en la poesía, y se me ocurre que:
Un hombre gordo con un sombrero entra en un cuarto, se quita el sombrero, vemos que es calvo y de cierto modo estamos allícon él.
Aunque la durísima cuestión del contar y relatar es ver lo que no se puede ver, y que no brille por su ausencia y no redunde por su presencia.
¿Dónde está la mujer del gordo? ¿Se ha ido de compras? ¿Se murió? ¿Se le aparece de noche? ¿Y por qué siendo calvo el hombre gordo no se deja el sombrero puesto en toda circunstancia, aun dentro de casa?
También hay una flor en un florero. Es un detalle, no siempre pintoresco, amabilidad visual del narrador, Y hay que ver lo que haría en poesía Mallarmé con esa flor. Y Bashevis Singer, en sus cuentos, con el florero: seguramente empiezan a salir pequeños demonios que no hablan ni yidish.
V
Entre los libros imaginados de Edgardo Dobry, pensados, escritos, o soñados: Contratiempo, Orfeo en el quiosco de diarios. Ensayos sobre poesía, Una profecía del pasado, El lago de los botes, Lugones y la invención del linaje de Hércules, Cinética,Cosas, Historia universal de Don Juan: nacimiento y vigencia de un mito moderno…
Fue miembro incisivo, decisivo, del consejo de dirección de la influyente revista (hecha al viejo estilo de periódico largo, apaisado) Diario de Poesía, muy leída por mi generación cubensis (parece que fue ayer, pero 30 y pico de años sí es nada: la Nada) en La Habana, donde la Aduana ejercía y ejerce la censura, el delirio, casi la locura (en las Américas Latinas y Brasileiras también se leyó, con cierta pasión).
Mereció la beca Guggenheim Foundation (creo que no repartió nada de la plata: bien hecho, poeta, que la pobreza es escándalo, ser pobre y además poeta es un desatino, un vivir sin tino, casi un cretino, ¿o no miras a tu alrededor?). Ofrece clases, o mejor: conferencias/charlas suculentas a alumnos inteligentes, cuasi/inteligentes y otros seguramente más discretos (arriesgo yo, recordando a Nabokov como profesor), de Literatura hispanoamericana y Teoría de La literatura en la Universidad de Barcelona y en la Facultad de Comunicación Blanquerna (URL), Y así, perorando, dictando, innovando…
VI
Habita (como yo habité, cada uno en su pisito, no hay que confundir lo privado con lo impublicable) en Barcelona, donde contempla el barrio, pasteles, el mar, la mar, la playita, baratijas esmaltadas, callecitas y recovecos del viejo Raval o Barrio Chino, librerías/cuevas (casi como sinagogas) y rinconcitos de Gaudí & Cía, y soleadas terracitas de café…
VII
Y donde yo también contemplaba (a veces voy en mi trencito de 30 minutos y todavía contemplo) el barrio, pasteles, el mar, la mar, la playita, baratijas esmaltadas, callecitas y recovecos del viejo Raval o Barrio Chino, librerías/cuevas (casi como sinagogas) y rinconcitos de Gaudí & Cía, y soleadas terracitas de café. Y la belleza (fatal o no) de sus mujeres, que no sé si Edgardo la ejercita visibilizando, vacilando, no hay que confundir lo privado con lo inconfesable…
VIII
O se va de cuando en cuando (creo que incurre en Cadaqués, ¿a ver qué?, barquitos veleros mediterráneos, paisajitos, caletas, casitas y casonas amables y conversables; es un pueblo muuuuuy bonito), Edgardo, de vacaciones o vagaciones, no sé si al Buenos Aires más o menos odiado, querido, y vagando divaga en la contemplatio a la intemperie (seguro me invento yo), al caminoteo o caballeo de la Pampa, de vez en vez.
Como Lugones.
Con sol o luna; y sentimental.
IX
Y ahora tres foticos de Edgardo, para que lo conozcan o desconozcan (nunca, nunca, nunca, se fíen de las caras de un poeta, miren las mías que andan y desandan por ahí; yo que soy hijo de —cero fotos— predilecto Alá desde 1492, aunque mestizo de navarros, mozárabes, galaicos, mudéjares, beduinos y judíos, conversos o no).
X
Y ahora para acabar (el Acabamiento es cosa de agradecer, lectores, en Vida y Literatura), tres de sus poemas cogiditos, con alfileritos, por mí:
“Meditación clásica en las pausas de un congreso”
Eso no puede ser, Dido.
Nosotros volamos un día sin noche
para leernos el papel en un salón vacío.
Fue en un Marriott de América gélido acondicionado.
Apretábamos contra las muelas caramelos
de aspartamo mientras hablamos mentolados
para no carraspearnos el panel
pues es ya bastante siempre una delicada connivencia.
A vos te abandonó, Infelix Dido, el troyano
que te encendió de nuevo el resquemor de la primera llama:
A vos que, allá en Tiro, fuiste viuda sin casarte,
y después, ya reina de Cartago, despreciaste al libio
Jarbas, rico en trofeos tórridos de África.
Pero, Elisa –permitime–, si hubieras visto lo del Marriott;
y lo lleno del salón de al lado, “Políticas del género
y masculinidades nuevas”, mientras nosotros solos.
Lo de apuntarse a sí la espada sería menos necesario.
Debiste antes pensar en las cosas peores.
“PizzaMargarita”
Ce qui est ferme est par le temps destruit,
Et ce qui fuit, au temps fait resistance.
Joachim du Bellay
Margarita de Saboya, primera reina de Italia unificada,
llegó a Nápoles en visita solemne.
Rafaele Esposito, cocinero del palacio
real de Capodimonte,
creó en su homenaje una pizza
con los colores de la flamante bandera:
blanco (la muzzarela), rojo
(los tomates) y verde (la albahaca).
Dichosa reina de una nación
recién unida en Estado:
no inmortalizada en duro bronce
sino en crujiente engrudo.
Tu recuerdo no es cosa de eruditos:
millones de hambrientos te invocan cada día.
Y mientras se arruinan los palacios
y nadie molesta el sueño de los versos
vive tu nombre en la perpetua deglución.
“La cuestión del chocolate”
En la pastelería de la vuelta de mi casa
venden baldosas de Gaudí de chocolate blanco
y bolitas de chocolate veteado y caganers
del más negro chocolate y un Pikachu con ojos de confite
y el Rarchur, que es su evolución,
con espiras como pelo de caramelo esmaltado.
De tallas bestiales pintan huevos
de cacao en las pascuales fechas
y en acercándose la Navidad turrones en forma de molino
con aspas de mazapán en merengue ribeteadas.
Ahora bien: este delicuescente escaparate
estase precisamente en la parada de autobús de calle Balmes
donde mi Luca y yo asomamos glaucos labios
por entre unas graciosas espirales de bufanda
que sin pretensiones se parecen, bien miradas,
a las chimeneas de mosaico de esos edificios
que dan su gracia al epónimo Paseo.
A Luca se le quedan los ojos estofados
al tiempo que yo me contracago en el 17 que no llega
y me digo para mi coturno que si le compro chocolate
qué desastre de padre fuera y si no le compro
qué padre severo
encima de desastre y sin remedio.
Luca se enjuga con una manopla al 50% de acrílico
la humedad que devenida no se sabe
si de fosa o lagrimal, mientras pasa el 16
que no nos sirve pero siempre
pasa antes pues el 17, al ser el nuestro,
viene en mucho retrasado.
Después, haciendo humito del aliento,
Luca emite un murmullo acerca
de la evolución de los Pokemons
que repta bajo las orejeras de mi gorro de aviador.
Pokemons de fuego y de agua, de piedra y de planta,
y ataques de energía insoportable
e involuciones defensivas.
La mitad del Rarchur, que es un Pokemon de rayo,
me la como de un mordisco para buscar consuelo
amargo en el concepto
de que Luca no hayase ingerido chocolate tanto.
Amarronados están los bordes de mi tarjeta de autobús
y pasa otra vez el 16…
* Incurro ahora en nota adventicia y distraidora mía de un buen poema: En mi paisito o islita o Islita solemos cantar y bailar y decir: “Toma chocolateee / Paga lo que debessss”. Así escrito no es que sea seco como hueso mondo, pero la cancioncita Republicana lleva su ritmo, su Cosita en sí y para sí…
XI
¿Y por qué no sumamos como coda un postrero poema (recatado, evocado, minimal, pequeñín, anecdotín) en número rompedor de la anterior triada o santísima trinidad?
Entonces, pues:
Tendría unos nueve años
la tarde en que mi madre
me dijo andá a la frutería
y traeme medio quilo
de esas peras que Agustín
robó en Tagaste en el año 370.
Fue mamá ella misma esa vez
la que dijo quedate con el vuelto.
Visibilia de visionarios
Alguna sospecha tiene uno, cuando vive mucho tiempo en La Habana, que la ciudad, supongo que como la mayoría de las ciudades, se levantó sobre la pobreza lo mismo que sobre la riqueza. Pero la pobreza, que es como una mujer fea, es difícil que no deje su huella en siete u ocho generaciones siguientes.