Carlos Melián y Alejandro Alonso: la Revolución como fantasma

Me quedé pensando en la entrevista que Carlos Melián dio durante la reciente edición del conocido Festival Internacional de Cine de Róterdam, a propósito del estreno de su más reciente corto El rodeo (2021). En esa charla, el realizador santiaguero definió su trabajo como una guerra contra el realismo. “El cine cubano tiende mucho al realismo”, aseveró, para luego confirmar su afición por las historias fantásticas cercanas al universo de Julio Cortázar. En ese mismo bloque de respuestas, Melián mencionó la tendencia hacia los espacios urbanos (en particular La Habana) como otro de los obstáculos a sortear dentro del panorama cinematográfico nacional. 

Quiero discutir en este texto lo que implica para el cine cubano de los últimos años un escape de estas convenciones que, siguiendo al realizador, son parte de una larga y penosa enfermedad tanto estética como discursiva. Con ese propósito analizaré el corto del propio Melián, seguido del último documental de Alejandro Alonso, presentado recientemente en Documenta Madrid. 

Tanto El rodeo como Abisal (2021) constituyen felices excepciones a esa ecuación, pero más allá de verlos como una estrategia para desestabilizar esas convenciones me interesa pensarlos como máquinas políticas. Aclaro que no me refiero a estas películas como dispensadoras de una verdad sobre lo político, o portadoras de un discurso político en el sentido convencional; por el contrario, pienso que su potencia consiste en generar una representación icónica del fracaso político nacional, no solo a través de la negación a representar su realidad en el marco de las convenciones usuales, sino, además, por construir alegorías de lo siniestro que conducen de vuelta a un entendimiento más cabal y menos trillado de esa realidad. 

Antes de comenzar, quiero retornar a esa relación del cine cubano con el realismo porque intuyo que, aunque Melián habla de una oposición entre el género realista y el fantástico, el sentido de esa conexión es aún más profunda. 

Si bien el realismo es una convención estilística que alude directamente a la realidad, el problema del cine cubano parece apuntar a la representación de un imaginario de realidad instrumentalizado por la Revolución en el poder y sus instituciones culturales. Si la Revolución es el centro gravitatorio de la realidad, entonces el realismo va a depender de las variantes que esa narrativa impone. André Bazin, estudioso de los problemas del realismo en el cine, se refería a la creación de “una impresión legible de la realidad” para aludir no solo a la asimilación de una narración convencional, sino también a una visión predominante del mundo. 

En ese sentido, hablar de un escape del realismo en el cine cubano implica evadir las lógicas que el proceso revolucionario impone para leer la realidad del país, pero también implica escapar de esa retórica (lógicas productivas, aparición de ciertos espacios y conflictos, tipos específicos de personajes, e incluso, cierto tipo de planos, cortes, etc.). Crear alternativas al realismo implica escapar de la representación de una realidad capitalizada por el discurso revolucionario y, además, liberarse del formalismo que la propia Revolución representa. Pero el desafío no está en evadir la realidad, sino en su instrumentalización. En ese sentido, tanto la ficción de Melián como el documental de Alonso operan con una realidad que, al estar fuera de esa retórica parásita, conduce de una forma distinta a reflexionar sobre el saldo de los últimos sesenta años de la historia de Cuba. 

Como ha explicado el propio realizador, El rodeo reconstruye “la celebración de una ceremonia apócrifa”. El conflicto se localiza en una isla mínima en el centro de una represa, en un sitio entre Santiago de Cuba y Holguín. De acuerdo con lo que se intuye en su guion, escrito por el propio Melián con la colaboración de Juan Carlos Calahorra, todo aquello fue alguna vez un pequeño caserío desplazado a partir de un proyecto acuífero del Gobierno, argumento que se emparenta relativamente con Naturaleza muerta (2006), el filme de Jia Zhangke sobre las causas y efectos de una ciudad sumergida en China. 

“La casa de Niña y José queda en la loma. Por eso el agua no la tapó. Pero hay más de 50 casas allá abajo”, comenta el personaje que parece acumular más recuerdos del pasado. La evocación de esa memoria viene a ser la restitución de uno de los tantos archivos no escritos durante el avance de la Revolución cubana hacia áreas rurales del país. Al no existir historia escrita de muchos eventos reales, la oralidad se convierte en la única forma de restitución del pasado. Junto a Niña y José, habitantes de la única casa de la isla, un grupo de familiares y amigos los acompañan durante el extraño ritual. Partiendo de esta premisa, “el filme reflexiona sobre los destinos frustrados, la fragmentación de los sujetos y la pérdida de sus identidades”.

Por su parte, Abisal (un guion de Lisandra López Fabé y Alejandro Alonso) documenta férreas jornadas en un astillero en Bahía Honda cuya labor específica es desguazar embarcaciones mercantes. Como también apunta el crítico Ángel Pérez, “los planos de la gente realizando sus faenas en medio de los desechos parecieran presagiar una sumersión en las fauces misma del infierno, un micromundo erigido en la basura”.

Aunque en ocasiones aparece un grupo más amplio de trabajadores, los realizadores fijan su atención en un joven llamado Raudel, y los únicos diálogos que escuchamos se deben a extrañas interacciones con otros cuatro laborantes. Poco se sabe del reciclado de embarcaciones en Cuba, asegura el investigador de la Universidad Tecnológica de La Habana Froilán Torres González, lo cual proporciona de inicio un material insólito para Alejandro Alonso. Sin embargo, no es el ejercicio de la creación de chatarra, la clasificación de las partes de los barcos, o el grado de peligrosidad que esta labor impone a los empleados lo que motiva al realizador, sino la atmósfera de irrealidad que emerge del lugar. 

Aunque El rodeo y Abisal son obras diametralmente opuestas, a saber, el primero es una ficción coral que avanza a través de una historia argumental, y el segundo es un documental que ostenta una estructura episódica, ambos emprenden una lucha contra el realismo convencional del cine cubano más tradicional. La realidad presentada tiene un contexto dentro del presente nacional, pues tanto la represa es un lugar tangible en el municipio Mella, en Santiago, como el astillero y sus trabajadores lo son en la provincia occidental de Artemisa. Sin embargo, las formas y estrategias de los realizadores les imprimen a ambos lugares ese cariz de fantasmagoría que Dean Luis Reyes advierte en Terranova, el filme anterior de Alonso (codirigido por Alejandro Pérez). Si en aquel documental La Habana aparece como “mundo desplazado, aludido, apenas visible”, en El rodeo y Abisal esa estrategia se extiende además a la propia retórica de la Revolución. 

Nada parece conectar a esos personajes con la extrema politización del contexto cubano: no se escucha la voz de sus líderes, ni se deja ver ningún cartel, o noticia por la radio o la televisión, o sea, ni un indicio que vincule el mundo de las películas con la iconografía política del país. Solo en un momento de El rodeo, cuando la conversación se remonta al tiempo anterior a la destrucción del caserío, los personajes se refieren a “ellos” y alguien dice “José les dijo que se fueran”, en lo que pudiera tomarse como la única remisión a representantes del cuerpo gubernamental. 

Si al decir de Pier Paolo Pasolini la realidad es cultural, la estrategia elusiva de Carlos Melián y Alejandro Alonso presenta unos modos y prácticas culturales que permiten imaginar una realidad alternativa a la establecida. Tal vez esto significa que la ciudad es un espacio sobreexpuesto, o demasiado instrumentalizado políticamente. Lo cierto es que, a los realizadores cubanos se les vuelve casi imposible escapar a la propaganda y a la gestualidad política, a las instituciones y a los discursos hegemónicos cuando presentan una narrativa urbana. Ni siquiera la velocidad de las ciudades a la que se refiere Paul Virilio les impide, en el caso de Cuba, escapar del estancamiento impuesto por esa retórica de la propaganda. No obstante, como dije al inicio, la reacción de los directores no es solo contra esa retórica política, sino también contra la urbana. Por eso no solo filman en periferias, además crean un estilo donde las reelaboran hasta borrar esas molestas marcas de realidad. 

En el caso de El rodeo, en lugar de las luces de neón, aparece el calor de una fogata. En vez de calles y edificios, están la tierra, los árboles o las viviendas construidas informalmente. Sustituyendo el ruido de los autos, el realizador amplifica ese ambiente sonoro típico de las noches campestres, donde un coro de pequeños insectos conspira para enrarecer el crepúsculo. 

Los actores, profesionales unos y otros no, aparecen de forma alternada en pantalla, a través de tomas estáticas, como si sus rostros pugnaran por una historia con vida propia, independiente a la que cuenta el corto. El humo de la fogata permite que sus caras se tornen opacas, fantasmagóricas, lo cual se entrelaza con la ambigüedad de esas evocaciones del pasado y la estructura formal elegida. Lo fantástico o maravilloso emerge en alguna de las intervenciones, como aquella donde se menciona “una zebra cruzá con burro”, que remite parcial o directamente al rodeo que da título a la obra.

Por su parte, Abisal se vale también del humo y el fuego para crear imágenes fantasmagóricas, pero además hay una intensificación del montaje discontinuo que redimensiona esa voluntad de quebrar el realismo impuesto por los objetos reales. Como ya se hace habitual en los trabajos de Alonso, Abisal es un proyecto de elaboración narrativa y visual donde se despliegan conflictos que nunca se clausuran. Como resultado se produce una crisis en las expectativas del público, obligándolo a buscar salida a sus razonamientos en un régimen de ideas más asociativas y metafóricas. Es el método que garantiza el triunfo de la alegoría por encima de los dictámenes del realismo tradicional. 

Frente a aquella sentencia del cinema verité según la cual el cine debe ser “una intervención cinematográfica activa en el mundo”, estos directores optan por el poder hipnótico a través del cual el montaje y la fotografía construyen formas asociativas. Hay una realidad en esas sábanas transformadas en cortinas, en esos armarios semiabiertos o en esos espejos opacos vistos en El rodeo (por cierto, toda esa reelaboración espacial y fotográfica recuerda a Érase una vez en Anatolia, 2011, la obra maestra de Nuri Bilge Ceylan), como también en los pasillos desolados en el interior de las embarcaciones, los escombros esparcidos en el suelo, y los ecos ensordecedores producidos por las labores de rutina en Abisal. Sin embargo, esa realidad pasa a un segundo plano luego de la reelaboración estilística de los realizadores, posibilitando la emergencia de nuevos significados.  

Pongamos el caso de la retórica gestual de los actores. No creo que el ensimismamiento, la parsimonia de las reacciones o la quietud de los planos en que aparecen, respondan a una tendencia estilística, lo cual llevaría a pensar que fue una elección exterior a la historia. La fantasmagoría no es, en estos casos, un capricho voluntario, sino una respuesta a la lógica de los relatos. 

Tanto en El rodeo como en Abisal, los personajes están atrapados por un dilema del pasado. El caso paradigmático en el primero es José, invadido a ratos por un inmovilismo que le impide hablar o caminar. Según se puede inferir en las conversaciones, tanto él como los otros personajes actúan en consecuencia con esa inundación del caserío que transformó mucho más que el paisaje. En el segundo es Raudel, incapaz de desprenderse del recuerdo de una vivencia conectada a presencias no reales. Pero en uno de los segmentos relativos a los sueños del documental, emerge ese deseo de alteración en otros personajes, o sea, la voluntad de trastornar el rol social asignado por la sociedad. Los sueños en este corto, a diferencia de como sucede en Suite Habana (2003), se antojan irracionales, ilógicos: unos hablan de “volar por los aires como Superman”, y otros de respirar debajo del agua. De alguna forma, ese deseo amplifica la necesidad de movilidad en la vida real. Esa pulsión puede extenderse también a ese espacio rodeado involuntariamente por agua en el corto de Melián. 

La relación con la muerte y los muertos es otra de las características que conecta ambas narraciones. El ritual apócrifo representado en El rodeo se inspira posiblemente en la sobrevivencia de prácticas espiritistas expandidas sobre todo en las zonas rurales del oriente del país. Si bien no se precisa qué tipo de espiritismo practican los personajes, lo que sí queda claro es el malestar que generan entre los crecientes adeptos de la religión protestante, que asedian y repudian a los congregados en la isla. 

Por otro lado, cuando Raudel relata el suceso de su infancia sobre las vacas desaparecidas y la luz intensa en el tronco de un árbol, su interlocutor le rebate cualquier relación con los muertos aludiendo extraterrestres o prácticas diabólicas. A diferencia de las vías convencionales donde se confrontan dos puntos de vista irreconciliables permeados por el impacto de lo político en la vida cotidiana, los realizadores presentan un punto de fuga hacia imaginarios más etéreos. 

No obstante, ese escape puede leerse, en ambos casos, como una alegoría de la forma en que se construye la realidad del presente nacional. Pongamos el ejemplo de las dos facciones del conflicto en El rodeo. Más que una confrontación, es obvio que los protestantes van a la ofensiva, y representan el filón intransigente y más necio de la sociedad. No creo necesario forzar una alegoría de “los que están en la otra orilla” con estos, sea lo que sea que eso signifique, o del grupo que ostenta el poder. Simplemente, los veo como la parte de la sociedad tendiente a censurar a base de fanatismos y estereotipos. Sin embargo, tanto las dos orillas como la condición de isla donde se desarrolla el ritual guardan un lugar preponderante en esta fractura del realismo.

Como ya se ha insinuado desde el inicio, creo que el verdadero parentesco de los filmes se encuentra en la construcción de alegorías siniestras de la isla. Es cierto que, como recuerda Duanel Díaz, este tipo de estrategia alegórica había aparecido en “Estatuas sepultadas” (1967), el relato de Antonio Benítez Rojo, pero en relación con la burguesía. 

Posiblemente la adaptación de Alea en Los Sobrevivientes (1979), esté más cerca de lo que proponen Alonso y Melián, pues ya en aquel contexto de los setenta era más sencillo entender la irracionalidad del aislamiento de los burgueses como alegoría del proceso revolucionario. De alguna forma, Lista de espera (2001) es otro antecedente de esta estrategia, pero con una terminal de ómnibus como alegoría de lo nacional. Sin embargo, tanto el filme de Alea como el de Juan Carlos Tabío movilizan la crítica por vía de la comedia y evitan la modulación fantasmagórica que presentan los cortos analizados aquí. El tono cómico, en estos casos, trivializa el efecto de la alegoría y disminuye la conexión afectiva con los personajes. Además, el gesto de los burgueses en Los sobrevivientes no puede verse como resultado del impacto de la Revolución, y por otro lado, el proyecto utópico que se desprende de Lista de espera termina por subvertir el sentido original de la crítica. 

El rodeo y Abisal se apartan de esta retórica. No hay interés en proponer una alternativa al caos nacional, como tampoco en estigmatizar a los personajes y/o actores sociales que conforman ambas historias. La construcción alegórica toma distancia de esos antecedentes, precisamente por el lugar que la institución revolucionaria ocupa en ellas. De hecho, la retórica revolucionaria termina siendo el verdadero fantasma que recorre los filmes, una vez que asedia tanto la pequeña isla como el cadáver de la embarcación. 

Las situaciones insólitas que ocupan las películas: la persecución y captura de una paloma blanca en el interior del barco, el debate sobre la imposibilidad de que un robot pueda recordar su pasado (Abisal), o el ritual de limpieza espiritual de la casa de Niña y José, así como la quema de las prendas (El rodeo), forman parte de la evocación, ya sea admonitoria o no, de esa dimensión fantasmal. 

Si los restos de la embarcación y la pequeña isla son alegorías de lo nacional, el ensimismamiento de los personajes puede entenderse como parte de un hechizo propiciado por cierta condición política. Es evidente en el caso de Pepe, quien enfermó al ver anulados sus planes de llevar a cabo el rodeo, primero por el proyecto de ferrocarril, y luego por la presa artificial. La forma en que se enuncia la institución revolucionaria (“ellos vinieron”), detona la condición fantasmal. 

La resistencia a esa retórica del realismo ha tomado cuerpo también en otros realizadores, como parte de una narrativa fílmica mucho más ambiciosa. Puede verse en las elucubraciones metafísicas de Rafael Ramírez, en los despojos humanos filmados por Alejandro Yero, en la retórica evasiva de los personajes de Violena Ampudia, en las metáforas del horror presentes en Rosa María Rodríguez, o en la reinvención de una especie de cine negro nacional en José Luis Aparicio, por solo mencionar algunos ejemplos. 

La disolución del proyecto utópico o, más preciso aún, la facticidad de vivir en constante supervivencia que pesa sobre las generaciones de cubanos que nos hemos convertido en jóvenes y adultos en el transcurso de las últimas décadas, fungen como primeros posibles factores que, incidiendo también sobre los cineastas, dejan sus huellas en forma de agotamientos, desvíos y reescrituras en nuestro cine más reciente”. La presencia de la retórica revolucionaria es también marginal en todos estos casos, y la realidad que les interesa presentar escapa de los tradicionalismos al uso. Olvidar la Revolución, hubiera dicho Baudrillard, pero sin perder de vista sus efectos, y sin dejar de pensar en sus consecuencias. 


© Imagen de portada: Fotograma de Abisal, de Alejandro Alonso.




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