‘A Day in the Life’ (sueño de verano con la baronesa Sacher-Masoch)

En el video, restaurado y remasterizado, de la grabación —una grabación “arquetípica” e “ilusoria”, claro está— de A Day in the Life, de The Beatles, existe —es muy obvio— una suerte de precursora y muy juguetona “voluntad de videoclip”. Estas cosas acaecen, igual que lo kafkiano antes de Kafka, o el sexo entre demiboys antes —entrevisto en El Satiricón, de Petronio— de que lo descubriéramos en Pornhub o XNXX.

Será una “voluntad de videoclip” instintiva, precoz e indirecta, pero allí hay una orquesta sinfónica con cerca de 40 músicos —la mayoría usando máscaras de animales, exageradas narices de goma y extravagantes espejuelos de sol con armaduras de colores, como los que usaba Salvador Dalí en sus anuncios— dirigidos por George Martin y Paul McCartney, más un grupo de invitados que parlotean, ríen y miran a la cámara de vez en vez.

Diálogos, bromas, muecas y una célebre canción —que es lo único que se escucha— cuya letra es callejera, absurda, adherente, rara, provocativa. Lo que recoge el video es una fiesta sobre una canción. Una pieza lúdicra y celebratoria. McCartney, hiperconsciente de su importancia, quería disponer de 90 músicos.

Veo de nuevo el video, que dura 5 minutos y 13 segundos. No es más que una colección de secuencias “ficcionalizadas” de los numerosos ensayos, montadas sobre la canción definitiva, que es la última de la cara B de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, octavo álbum de estudio de la agrupación.

Diálogos, bromas, muecas y una célebre canción.

Me entero, por habladurías que escucho desde el balcón, de que los huevos —la cuota correspondiente a mayo— al fin han llegado a la carnicería. Son casi las 5 p.m. y el sol se manifiesta tan inclemente como el propio contexto sonoro del barrio. Aun así me visto, dejo de examinar un texto sobre Alejandro Jodorowsky donde me he sumergido —John Lennon era admirador de Jodorowsky: tendré eso en cuenta— y bajo la escalera rumbo a la carnicería.

Tengo trabajo pendiente, pero cuando la voluntad se une a la necesidad y al deber, surge, bajo risotadas sarcásticas, el tipo de carácter que identifica —en parte, solo en parte— al homo socialismus mutatus. Uno piensa, además, en el Dr. Jekyll y su Mr. Hyde. Y aquí pido excusas por mi latín, tan vulgar como filológico.  

En el video, de 1967, los muy jóvenes Mick Jagger y Keith Richards figuran entre los invitados. Intercambian, se mueven y expresan, independientemente de su fama, cierta timidez que no empaña su entusiasmo. La que sí no deja de actuar con consciencia de estar siendo filmada es Marianne Faithfull.

Por ese tiempo, jovencísima y hermosa como una vestal corrompida, era pareja de Jagger. Los chismes y las afirmaciones —apócrifas o no— subrayan en ella una efímera infidelidad con Richards. Pero tanto este como Jagger ya eran —iban a serlo incluso hasta hoy— el núcleo duro e irrompible de The Rolling Stones.

La primera extrañeza del día, a una hora en que el carnicero, aburrido y molesto, tiene ganas de regresar a su casa —a no ser que lo invada la alegría de haber vendido 2 o 3 cartones de huevos a 2000 CUP—, se manifiesta cuando, en mitad de la cola —tan solo de unas 8 o 9 personas—, distingo a un joven con un pulóver inconfundible: enrojecida entre azules y naranjas, la lengua de Jagger se le incrusta en el pecho. El joven no tiene aspecto de ser un fervoroso seguidor de The Rolling Stones. Tendrá unos 19 o 20 años. Su juventud contrasta con la edad promedio de quienes estamos ahí.

Jovencísima y hermosa como una vestal corrompida.

La realidad real es que, de 50 personas que hoy te encuentras en una cola, si acaso unas 10 son realmente jóvenes. El resto suele estar, en principio, en los 40, los 50 y mucho más allá.

El del pulóver con la lengua de Jagger tiene en la mano una bolsa de tela, realmente insólita en un país de jabitas plásticas. Usa chancletas de goma y un shortpan que no es más que un jeans recortado. Fija su mirada en el interior de la carnicería. De él se desprende una aquiescencia y una serenidad inauditas. No lleva teléfono celular, ni auriculares. Nada.

Se me antoja pensar que no es sino una auténtica singularidad. Y así, mientras escudriño el pulóver, que obviamente ha sido lavado ya varias veces, soy testigo de un gesto que siempre me parece tan pintoresco como imponente: el joven se agarra el bulto del sexo, apretándolo al descuido, como quien no tiene la menor idea de lo que hace.

En Cuba eso es bastante normal. En medio de un diálogo en una calle de barrio, ves esas autocaricias —mecánicas y/o desprovistas de intención—, y es igual que ver un bostezo donde reina la pereza. Un tipo puede trincarse los huevos durante una conversación sobre la inminencia de la lluvia o el precio de los tomates, por ejemplo. Y es así y todo normal.

Cuando veo la mano del joven medio crispada apretujando aquello, comprendo que está acomodando, ¡realmente absorto!, aquello, y de súbito empiezo a pensar en Marianne Faithfull, descendiente de Leopold von Sacher-Masoch. La mujer que en 1967 era aún amante de Jagger, es hija de la baronesa Eva von Sacher-Masoch.

Y, cuarenta años después de asistir a la filmación de la película a partir de la cual A Day in the Life se transforma en un mito de la historia de la música, accede, ya con 60 años, a protagonizar un impar y excéntrico largometraje: Irina Palm (2007), dirigido por Sam Garbarski.

¿Quién es esa mujer, Irina Palm? Tengo “a la vista” el recuerdo del joven con su pulóver y su paciencia y su bulto —de cierto modo engrandecido tras el apretujamiento, y que Zeus me mande un rayo si falto a la verdad—. Vuelvo a escuchar la entrada de la voz de John Lennon cuando dice, antes de que los violines la disuelvan, apagándola, una frase que, sin embargo, se distingue bien: I‘d love to turn you on. Es una frase alargada —y amortiguada— por 4 compases.

Cantada así, en ese tipo de melodía ascendente y boscosa, la frase deviene un mantra.

Lennon dice: “Me gustaría excitarte”. Irina Palm, masturbadora profesional en un puticlub de Londres, piensa únicamente en hacer bien su trabajo. Y no solo bien, sino de manera insuperable. “Me gustaría excitarte”.

Irina, seudónimo de la protagonista, Maggie (una abuela viuda que necesita dinero), tiene la mejor mano derecha de la ciudad. Hay largas colas esperando por sus caricias. Ni ella misma sabe cuál es el origen de su éxito. Cuando, a través de un agujero, agarra una pinga en su mano, los hombres concuerdan en decir que lo que viene después es el Paraíso en la Tierra.

Irina Palm, masturbadora profesional en un puticlub de Londres.

El caso es que Irina Palm, celebridad desconocida, tiene un nieto que necesita ser tratado médicamente en Australia. Y la familia no tiene dinero para costear el viaje ni el tratamiento. La madre del niño, al enterarse de lo que Maggie está haciendo por él, le agradece. En cambio, el hijo de Maggie le grita: “Por Dios, mamá, ¡no puedo creer que a tu edad te hayas convertido en una puta!”.

Imagino a una Irina Palm anisonógama, fijándose, con sorpresa y arrobo inevitables, en el jovencito del pulóver que ostenta una lengua bien conocida por ella. No es la muchacha de 21 años que acompaña a Jagger en la aventura de A Day in the Life, pero sí podría ser, ¿por qué no?, quien habría conseguido acariciar el pene del jovencito después de decirle esa frase de Lennon: I’d love to turn you on.

También imagino al joven, por supuesto. ¿Acaso las prácticas sexuales en la Cuba de ahora mismo no constituyen un abismo, perturbador o no, saturado de sobresaltos, delicias, corroboraciones y pequeños infiernos?

La vida diaria en la ínsula de la piñeriana “maldita circunstancia” puede describirse gracias a las testificaciones y también gracias a ese realismo lógico que se apoya en la experiencia y la presunción lícita.

Hablo con jóvenes, trato de informarme cuidadosamente. Pocas excepciones aparte, no conozco a ninguno que no fantasee —¿candor entusiasmado?— con la idea de tener sexo con una mujer madura.

La cola avanza, tarareo —en mi mente— algunas partes de A Day in the Life, y el joven pasa a unos centímetros de mí con su carga de huevos. Y deja un aroma que no logro identificar, pero que es el de alguna colonia feliz, por así llamarla. Cuando ya me toca comprar, veo que solo son 15 huevos (5 por cada integrante del núcleo familiar). El carnicero me ofrece 30 (un cartón) a 2 000 CUP.

—Tú nunca me has comprado, embúllate —murmura chispeante.

—Muy caro —le digo.

—Es cierto… ¡Pero señor!, al menos una vez en la vida, ¿no? —contesta y ríe.

El cerebro se me ilumina. “Un día es un día, un día en la vida”, admito y me encojo de hombros. A Day in the Life. Y empiezo a contar mi dinero.

Pero todavía no he encontrado un establecimiento donde haya gloryholes y empleadas —o empleados— como Irina Palm. El realismo lógico me impulsa a pensar en positivo, con esperanza, aunque me tilden de presuntuoso y novelero.

No conozco a ninguno que no fantasee con la idea de tener sexo con una mujer madura.

De ese reino del lingue transitorio, donde se da el milagro del habla ausente, del lenguaje ocluido, solo tengo, en el palacio de mi memoria —sobre esto mucho sabía San Agustín—, el recuerdo de un baño público mexicano, en Guadalajara.

Pero la baronesa Sacher-Masoch, alias Irina Palm, alias Maggie, alias Marianne Faithfull, no estaba —ni estaría— allí, en ese avatar del inframundo azteca. Sin embargo, soy optimista. La Habana ha de encontrarse ya entre las cuatro o cinco ciudades más secretas y transformistas del mundo, y las pulsiones de vida, sexo y muerte son aquí, en mitad de un descojonamiento grandioso, la mejor cortesía de la metástasis.





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Maternidad, sexo y brujería

Alberto Garrandés

Ábrete eso’, le pedí. Y lo hizo. Soy un adicto a los labios menores. ‘Qué mal tú me pones’, reveló.