Uno:
En verdad cabe decir que, si quieres (en estos tiempos) ser un escritor, tendrás que avanzar, como Banquo, por un lago de sangre. Y sin retrocesos. Pero yo te aconsejaría que observaras la versión que Roman Polanski hace de Macbeth. Tiene un único defecto: el lago de sangre no aparece. Polanski lo desestimó porque es una simple metáfora auxiliada por hechos fuertes. Conclusión provisoria: en lo que concierne a la escritura, hay un delicado equilibrio entre los símbolos y las acciones.
Dos:
Cualquier aproximación sensata a un cuerpo de obras literarias ante el cual podríamos resultar (o hemos resultado) sujetos/lectores sensibles, debería comenzar por una especie de enumeración. Y si se trata del viejo (pero actual) fenómeno de la tradición contra el talento individual, para enunciarlo al modo de T. S. Eliot, habría que entender, necesariamente, que el talento es, en un escritor, su capacidad de remover, suplantar, intervenir y rebasar. Y que se constituye, en todo caso, en sus posibilidades de releer activamente la tradición. Porque la tradición es un proceso de relecturas. La tradición no es algo fijo, estable, quieto. La tradición es un proceso. Y el talento lee la tradición y hace con ella diversas cosas.
Tres:
Uno de los problemas se encuentra en lo actual, en la eficacia de lo nuevo, en no oler a viejo, en renovar y renovarse. Gracias a esa temblorosa consideración y sus argumentos podríamos insistir en algunos tópicos que se relacionan con las tramas internacionales, las tramas locales, el barroco, el neobarroco, la suculenta frialdad de la tecnología en las grandes ciudades, el sexo, la movilidad de la estética del delito (porque el neo-noir es algo muy serio en términos de espacialidad y poética narrativa) y el carácter sentimental que alcanzaría a poseer la aventura cuando se transforma en gran aventura.
Cuatro:
Es preciso, pues, reincidir, tornar a esos asuntos que fuerzan a cualquier narrador de hoy a preguntarse quién lo lee, cómo es leído y hasta cuándo será leído. Añadiré que la experiencia de la poesía como diálogo (y de los poemas como pulsiones diversas) me parece muy seductor, y varias veces he sentido la tentación de pasarme al bando de los poetas. Aunque la analogía cojee y parezca traída por los pelos, la radicalidad de ser un poeta es como la radicalidad de declararse o ser gay. El narrador tipológico, buscando aquí y allá, haciendo tales o cuales concesiones, coqueteando con esto y con aquello, se parece a ese sujeto que es o está a punto de ser bisexual, o lo parece. Para seguir con el símil: todo este asunto me parece muy queer.
Cinco:
En la narrativa, los síntomas del renuevo y la innovación también se relacionan con los des-emplazamientos temporales y con la atemporalidad de algunos referentes literarios. Yo descreo de las cronologías, a no ser las que se hacen con propósitos didácticos en la academia. Descreo de la historicidad de las artes, pongamos por caso. Hay tonos verdosos en algunas pieles de Rembrandt, como hay pieles palmariamente verdes en Matisse.
Seis:
Observado desde una perspectiva anómala, alejada de la politiquería, el mundo del Caribe deviene uno de los palimpsestos más asediables y generosos (el Caribe embelesa al neobarroco) para cualquier escritor con deseos de remover su propia y conjeturable inercia, o la inercia ambiental donde se inscribe su trabajo, o, simplemente, el horizonte de expectativas que se ha trazado. Dicho sea al pasar: creo que ahora mismo, en Cuba, hay narradores enérgicos, que se expresan con fuerza, pero que están aislados —lo cual no quiere decir nada: toda la vida los mejores artistas han estado o han hecho su labor aislados— y que hoy manipulan proyectos de interés, aunque el saldo, más allá de ellos mismos, sea el de una especie de insuficiencia.
Siete:
Es sencillamente incómodo y abrumador que a un escritor lo vean como representante de su país. No ya que uno, de cierto modo, represente el hálito o el aire de su país, sino que, por diversos motivos, el país esté encima de uno (colocado allí por x, y o z) como una nube desde donde uno recibe, para bien y para mal, una lluvia exclusiva, una lluvia que a uno le corresponde recibir.
Ocho:
El del Caribe es un espacio y un tiempo y un proceso de andares transhistóricos. Hace algún tiempo llevo entre manos un proyecto funcional (al que renuncio y del cual me enamoro como un amante desvergonzado e inmaduro) de articulación con ese orbe multitudinario, barroco (ya lo dije), henchido de historias, de personajes, y que es un crucero de tiempos, actos y espacios. El pliegue y la identidad oscilante del neobarroco son cuestiones prácticas, sin duda. Y como una de las ocupaciones de un ensayista disidente, como es mi caso, consiste en explicar su disidencia y, al cabo, explicarse en lo que concierne a su identidad disidente, ese ejemplo práctico no será otro que el de una novela, un work in progress donde el Caribe y la seducción novelesca o metafórica de sus palimpsestos producirían la ilusión de inmensidad. Ir del ensayo a la novela, y de esta al ensayo, es como ir del doctor Jeckyll a míster Hyde, o viceversa, aunque sepamos que tanto el primero como el segundo son, en el fondo, variantes o máscaras de un mismo sujeto en construcción. Vale decir: una misma escritura en construcción.
Nueve:
Pero ese Caribe más bien mental, que magnetiza al pretérito lejano, dialoga incesantemente con África. Y en ese diálogo queda implicado uno de los fenómenos más adherentes, ricos e inevitables de la Historia: el comercio de esclavos. Lo que se denomina La Trata. Y que eso ocurra así no tiene remedio, a no ser que uno se mueva hacia las ucronías sinfónicas, donde el aserto de Marcel Proust no tendría ya mucho sentido: solo la metáfora le concede una suerte de eternidad al estilo. ¿Cómo evitar que una novela histórica, o con visos de tal, escape de igualar su eficacia con la de un reportaje grandioso, conmovedor, o un documento colmado de hechos bien descritos y mejor interpretados? El estilo desaparece allí. Se deslíe.
Diez:
En una escritura a la larga aposentada en el Caribe y África (o, mejor, en un espacio-tiempo modelado desde la imaginación que interviene allí), la novela histórica, o la amenaza que ella trae, tienden a disipar el estilo. A no ser que uno escriba como Hermann Broch.