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Son ciertas curas de desintoxicación literaria las que obran el milagro de abolir los esquemas. Un Laboratorio de Información de Escrituras como el que imagino, vendría a ser un pariente contemporáneo, en lo que a mí concierne, del conjunto de proposiciones de lectura que, hará 40 años, puso delante de mí un profesor de gramática y latín. Yo leía con veneración a Vargas Llosa, Carlos Fuentes, José Donoso, Alejo Carpentier, Agustín Yáñez, Augusto Roa Bastos. Aún no había descubierto a Borges. Y una tarde, en la soñolienta semipenumbra de una biblioteca, el profesor se acercó y colocó a mi lado una humilde hoja de libreta. “Estos señores también existen”, susurró. Ahí estaban Henry James, John Galsworthy, María Luisa Bombal, André Gide, Nathaniel Hawthorne, François Mauriac y otros.
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Los excesos o desproporciones (o, más bien, las distorsiones por sobreabundancia) de una forma de contar, pueden dar origen a una metamorfosis. Pondré un ejemplo radical, lleno de inmoderación: en algunas de las últimas películas de Balladonna, el porno extremo es coreografiado cerca de los límites de lo danzario hasta convertirse en una modalidad casi metafísica del videoarte.
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No me gustó Nudo de víboras, de Mauriac, pero sí Thérèse Desqueyroux por su manera de defender indirectamente, en el todavía de aquel entonces (es una novela de 1927), la construcción decimonónica de un personaje.
El mono blanco, de Galsworthy, me pareció un libro sustancioso como puesta en práctica de los dones de la descripción.
Los monederos falsos, de Gide, me sacudió de veras, como La amortajada, de Bombal. James, ni se diga: la constante implosión del estilo. Y así, poco a poco, fui sumergiéndome en un dilema: el de las asimilaciones dispares del canon narrativo moderno.
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El Laboratorio de Información de Escrituras es ese espacio donde un lector (un lector en estado de iniciación y entusiasmo) podría trazar un triángulo de conexiones entre Franz Kafka, Witold Gombrowicz y Roland Topor, digamos. Pero antes debería leer (o releer) a François Rabelais y Laurence Sterne, para incrementar y matizar, si es que le interesan el humor y la risa, un linaje notorio y prestigioso. Porque habría que decir como Henry James: “Ni siquiera sé con qué situaciones se encuentra el fabulista. Él las busca confiado, pero sus descubrimientos son, como los del navegante, el químico o el biólogo, apenas algo más que prudentes reconocimientos”.
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Al parecer, las grandes mentes de la historia han sido y son especulativas. Y, de hecho, la estructura de lo real, así como sus modelos (en la ficción y fuera de ella… pero, ¿quién podría delimitar eso?), germinan en la especulación, hacen viajes indescriptibles y regresan a la especulación. El Laboratorio de Información de Escrituras tendría en cuenta ese importante asunto y trazaría la ruta de lo anticanónico en el relato, el itinerario de esa fibra disidente que siempre amenaza la supremacía de lo canónico y de los mitos en torno a la literatura nacional (pondré ese ejemplo) desde un territorio divergente, cismático.
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Argumentos impalpables, delicados, de una lasitud asiática, como ciertos guiones de cine que renuncian a las marcas de lenguaje, lugar y tiempo para concentrarse en las atmósferas, en las presunciones de lo dramático, en la vaguedad de los recuerdos, en la persistencia de lo discontinuo, en fluencias entrecortadas, hendidas por el pensamiento que deriva hacia el símbolo.
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Mejor leer la Nadja de Breton que la Rayuela de Cortázar.
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Hay una relación extraña, indirecta y comprometedora (pondré ese otro ejemplo) entre las ficciones especulativas y la condición neobarroca. Nada que ver con los ejes del relato formalmente clásico y lisonjeado, además, desde el horno hispanoamericano. Y no estoy denostando. No hay que perder tiempo en el ultraje. No estoy mancillando la memoria ni las enseñanzas de aquellos fantasmas. Sin embargo, ¿acaso no nos es dado leer, también, las obras de Juan Carlos Onetti, Julián Ríos, Enrique Vila-Matas, Salvador Elizondo, Fernando Vallejo, Roberto Bolaño, Rafael Arjona, Rodrigo Fresán y algunos otros? Sí. He ahí las otras dádivas. Otras muy otras.
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Mejor leer El negrero, de Lino Novás Calvo, que las primeras novelas de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez.
O quizás ir más atrás y hacer una inmersión en los diarios de dos capitanes europeos relacionados con el comercio de negros esclavos: John G. Stedman y Theodore Canot.
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Digamos que te olvidas de cuestiones como manipular datos escondidos y construir vasos comunicantes, y empiezas a leer a Neil Gaiman (es un fan absoluto de H. P. Lovecraft y tiene unos libros geniales: Neverwhere, Objetos frágiles y American Gods, por citar unos pocos). Después lees a William Gaddis (Ágape se paga, con prólogo de Fresán, por cierto), y luego te mudas a Crystal Express, de Bruce Sterling.
Si quieres “desintoxicarte” (pero hacerlo en serio, con algo tan bueno como incitador), añades a esas lecturas un texto extraordinario: El orden natural de las cosas, de António Lobo Antunes. Y al final lees las primeras páginas (muy desconcertantes) de Ánima, de Wajdi Mouawad. Y sigues, sigues.
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Wajdi Mouawad escribió esa novela rarísima y, al parecer, tuvo mucho éxito. Un tipo encuentra a su mujer asesinada de manera espantosa (una especie de crimen ritual) y decide investigar por su cuenta, pero incorporando, en medio de una desesperada y dolorosa locura, su yo (sus intuiciones, obsesiones, ensueños, pesadillas), en un viaje físico y mental de raíz arquetípica donde, incluso, hay animales que hablan y reflexionan. Se trata de una experiencia narrativa en los límites: liturgias oscuras, animismo, estetización del fragmento y abolición de lo íntegro. Porque nada es íntegro. Nada que es escaparía de la fragmentación. Esto nos lleva, otra vez, a la idea de la pulsión, al orden de las intermitencias simbólicas. Puro neobarroco en un territorio que se “evade” del tiempo, o de la temporalidad.
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El Laboratorio de Información de Escrituras no obraría ni con el concepto de identidad nacional, ni con el de territorialidad, ni con el de patria, ni con el asunto de la nacionalidad. Menos aún con los esquemas sobre el realismo. Es más: nunca se hablaría de realismo porque nunca se hablaría (salvo por razones históricas) de la re-presentación.
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Mientras tanto, voy a recrearme mirando las “crines” (así las llama mi amigo Ahmel Echevarría) de Vivianne Pollentier, a.k.a. Demi Moore. Qué señora más valiente y apetecible.