El guardián de la utopía



Los perros, como las mujeres, se le daban con facilidad a Fidel. 
 
Este, por ejemplo, es Guardián. Un magnífico pastor alemán que posa junto a su amo para Lee Lockwood, en 1965. Lockwood y Castro eran casi contemporáneos, como casi todo el mundo en Cuba en aquella primera década de la Revolución.
 
Perro y amo y fotógrafo (y chofer-escolta) atraviesan una finca cubana. Van como pasajeros dentro de un carrón americano de los años 50, que por entonces eran los objetos favoritos de Fidel. Más favoritos que las armas, los helados y los espaguetis. Pero menos favoritos, que los pastores alemanes bien entrenados. Y muchísimo menos que las rubias rollizas, con o sin entrenamiento, sobre todo las extranjeras.
 
Al contrario de Lockwood y Castro, Guardián y Fidel se quisieron de verdad. Se llevaban mejor que si fueran familia. De hecho, lo eran. Dos guardianes del tierno totalitarismo tropical, los dos conservando la capacidad de sonreír, a pesar de la resistencia analfabeta o ilustrada de media nación y de exilio y medio. 
 
El mutuo magnetismo de Guardián y Fidel no fue de casualidad o por una mera conveniencia operativa en contra del pueblo contrarrevolucionario. Al contrario, allí hubo amor, guerra, espiritualidad, comunión de combate y descanso. Guardián y Fidel fueron los dos únicos compañeros de corazón, en una Cuba donde las campañas a favor del compañerismo proletario pronto terminarían siendo sólo un eco hueco, tras tanta consignería cansada.
 
A ambos les reconfortaba acompañarse en sus ratos de ocio (aunque casi nunca se mostraban juntos en público), recorriendo los campos y ciudades que la Isla de la Libertad había heredado de la neocolonia o república mediatizada o como quiera que a Fidel le diera por llamarla de tribuna en tribunal. 
 
Guardián lo miraba entonces con sabiduría canina. Cuando más, jadeaba, con su lengua todavía sin cáncer, pero no replicaba nada. Guardián sabía escuchar a su amo, quien a su vez sabía cómo hacerse escuchar por Guardián. Por cierto, nadie pareció haberlo oído nunca ladrar. Era el último de aquellos perros mudos desaparecidos que descubriera Cristóbal Colón. 
 
Guardián y Fidel, Fidel y Guardián. Dos machos alfas que se querían sin complejito erótico de ningún tipo, pues la barrera biológica los ponía a salvo de cualquier blandenguería de abrazos nocturnos, a menudo compartidos sobre una misma cama o hamaca. 
 
Juntos, podían dormir a pierna suelta. Algo que Fidel jamás hizo con las mujeres. Muchas se introdujeron el órgano copulador del caudillo en sus propias vísceras, es cierto, las que Fidel bañaba de su esperma peninsular al menor movimiento púbico. Pero ni una sola de ellas, a pesar de sus respectivas castrofagias, pudo verlo dormir. Ni pestañear. Los ogros no duermen, dicen. La patria no perdona a los Polifemos.
 
Sólo por eso, por tratarse de un auténtico testimonio de aquella amistad en medio de la guerra civil cubana, la foto de Lee Lockwood constituye este lunes del siglo XXI un testimonio excepcional.
 
Guardián había nacido justo el año en que triunfó la Revolución. No conoció las corruptelas y calamidades del capitalismo local. Tampoco los estrafalarios lujos habaneros, incluidas ciertas clínicas veterinarias y cosméticas de la burguesía criolla y rellolla. Ni la importación de comida enlatada para canes. En este sentido, Guardián encarnaba al arquetipo del Perro Nuevo. 
 
Fidel Castro tenía ese don, por lo demás. Trocaba el horror en oro. Domesticaba a sus audiencias. Muchos se sentían medio inmortales en su presencia, incluso a kilómetros de distancia. Su palabra actuaba como un bálsamo de vida para los que creían no sentir miedo del Líder Máximo. 
 
El verdadero poder es eso. No se trata de practicar la violencia, sino de hacerla invisible. Inmanente, en la dirección apropiada: del cubanazo excepcional al cubanito común.
 
Que lo digan las beldades blondas que le abrieron las patas al comandante en jefe por voluntad propia. Fuesen nacionales o foráneas, igual no tuvieron alternativa, pues sus músculos se les quedaban mesmerizados por la gramática inagotable de Fidel. Tifus de la utopía. Hablar es poseer a quien le hablamos. 
 
Que lo diga Guardián, que, después desde abril de 1961, en los cuarteles de milicia de la Lucha contra Bandidos, en las sierras de los Órganos y el Escambray, se había hecho ávidamente adicto al sabor de la sangre humana.
 
En ocasiones, el propio Fidel era quien lo azuzaba contra las pantorrillas de los prisioneros. Alaridos de medianoche. Ruegos tardíos a un dios que había desertado a nuestro país unas cuantas masacres atrás. 
 
Se trataba de un espectáculo más bien cómico, antes que criminal. Porque ninguno de los torturados moría por las dentelladas de Guardián, a pesar del talante titánico de su dentadura teutona. Antes bien, los condenados morían misericordiosamente poco después, en la misma madrugada de los mordiscos, cuando las balas del pelotón de fusilamiento hacían trizas hasta los alambres de púas con que los amarraban al palito del paredón. 
 
Por entonces, Fidel se ponía cada año más joven. Así fue hasta más o menos a mediados de los ochenta. Guardián, sin embargo, envejeció a toda prisa antes de tiempo. El cuadrúpedo no estuvo a la altura de su amigo longevo que se paraba únicamente en dos patas. 
 
Poco antes del amanecer del 10 de diciembre de 1971 hubo que sacrificar a Guardián. No tenía ni 13 años, pero con el cáncer de pronto ganó mucho peso corporal, lo que lo hacía tener unos 90 años de hombre (justo la edad en que habría que sacrificar a Fidel, a finales del 2016). 
 
Lo iba a matar su dueño, con un disparo de la Browning de 15 tiros que Fidel portaba permanentemente en su zambrán. Pero en el último instante no se atrevió. Estaba demasiado dolido o demasiado amedrentado por aquella humillante visión.
 
La muerte de Guardián fue la primera muerte de la Revolución Cubana que de verdad lo afectó. Ese viernes, Fidel comenzaría a quedarse poco a poco más y más solo en alma y carne. La agonía de Guardián lo enfrentó cara a cara con su propia mortalidad. Aunque aún pasarían por lo menos un par de décadas antes de que alguien, además de él, lo notara. Por supuesto, una mujer.
 
Fidel no quiso que Guardián tuviera una tumba en Cuba.
 
Es sabido que del 2006 al 2016 imploró para no tener una tumba en Cuba él tampoco. Así lo dejó escrito en su testamento. Fidel Castro sabía, gracias a una memoria fundacional de su biografía epopéyica, que un guardián muerto es una imagen de una indigencia inconsolable.
 
Jau en paz, queridos Fidel y Guardián, ahora y hasta el fin de nuestras entrañables tiranías.




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Santa Castro

Orlando Luis Pardo Lazo

Fue, fumó, fascinó.






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