Para Jairo Arostegui, por sus metáforas del deseo y la espera…
No recuerdo si la leí en la extended version de Vathek, la extraña novela (con los episodios añadidos) de William Beckford, o si fue en alguna colección de narraciones fantásticas de origen árabe.
Era la historia de un hombre largamente perseguido a causa de sus ideales. Luego de incontables andanzas y desgracias, el hombre resolvió que morir era más sencillo que vivir así, y peregrinó hasta una alta roca que en su tierra se usaba para marcar el fin de una vida. Desde allí se dejó caer.
Ese fue el instante del milagro. Porque en el final de la caída no estaba el suelo desértico por donde iban a esparcirse sus entrañas y su sangre.
En mitad del trayecto chocó contra una superficie mullida, flexible, hecha de enormes plumas simétricas. No sin terror comprendió que se hallaba sobre el ala de una criatura que podía ser un ave, pero que no lo era, y se sostuvo con fuerza, pues el viento superior sacudía su cuerpo.
No era el ave Roc. Tampoco el Simurg.
En 1923, hace ahora 100 años, Rainer M. Rilke publicó sus Elegías de Duino. En la número 9, después de insistir, ¿cuántas veces?, en la naturaleza de lo perecedero, el poeta se atreve a deducir cómo sería, en concreto, la conducta de un ángel, una criatura hipotética (pero también presumible) ante quien uno no puede ostentar las “galas de la experiencia” porque, en el universo donde un ángel vive y siente, toda experiencia humana es insignificante.
El sujeto, dice Rilke, por más que le hable a Dios o lo conjeture, por más que imagine el contenido de la dimensión de lo inefable, no pasaría de ser un novicio, un simple aficionado, un principiante.
Esas meditaciones afloraron, incluso, en un contexto donde la presencia de Lou Andreas-Salomé era bien notoria. Uno lee la correspondencia de ambos y acredita dos cosas. Ella, psicoanalista alumna de Freud, tan voluptuosa, cerebral y bien sazonada, no deja de comportarse como una mujer sinuosamente tentadora. Él, en cambio, es contenido, quejoso y mariposea a su aire hablando de grandes metáforas y de experiencias espirituales enciclopédicas.
El suicida imperfecto se da cuenta de que está volando aferrado a las plumas de aquel ser, y, al mirar hacia un costado, entrevé su cuerpo, que es como del color de la leche cuando hierve, y comprueba que se trata (ni más ni menos) de un gigantesco hombre volador. Un coloso que, al volar, agita una cabellera larga y resplandeciente.
El ser planea durante algún tiempo por encima del mar, hasta que muy abajo, parecido a un islote, el hombre ve un templo que se alza sobre las aguas, y desde ese instante sabe que su destino no puede ser otro que el de estar allí.
El ser volador ha adivinado (o inducido) su pensamiento, y desciende y deposita al hombre en el umbral del templo.
Pero (volviendo a Rilke) lo más intrigante es la forma tenaz, matizada por la tristeza, en que el poeta describe el poder de sobrevida que poseen los objetos con respecto a los seres humanos.
Deja atrás el asunto del ángel, acaso por parecerle demasiado abstracto, y advierte la cósmica injusticia que, desde siempre, se produce allí, pues una simple piedra puede sobrevivir a generaciones enteras de personas, capaces todas ellas de testificar su existencia y, de cierto modo, padecer su fijeza, tolerar su porfía frente al tiempo.
Milcíades, vencedor de los persas en la célebre batalla de Maratón, tiene su casco de general en el Museo Arqueológico de Olympia. Visité en 2010 las ruinas de la célebre ciudad y mi hijo corrió por donde mismo (aseguró el guía) corrían completamente desnudos los atletas de entonces.
Ver el yelmo del general me produjo una fuerte impresión, pero no mayor que la de ver, frente a mí, el rostro de Hércules: una cabeza de mármol de casi dos metros de altura, sin cuerpo, en algún sentido tan viva como la memoria del general.
La contumacia de las piedras por supuesto que se relaciona con el imaginario veredicto del tiempo. El tiempo importa. Duramos un poco y ya.
Uno es pura carne que se comerán las moscas y los gusanos, según nos adelanta Hamlet al referirse al cadáver de Polonius. Y, aunque una parte de las obras humanas son ejemplo de la excelsitud de la especie, eso no asegura que los gusanos no se darán el banquetazo, y más si vives en una isla enclenque (desde todo punto de vista) y azotada por la mezquindad, la ruina y la pobreza.
Por el contrario, las piedras siguen ahí: el yelmo de Milcíades sobrevive a Milcíades, y Thomas Browne escribe, más de mil años después, sobre la urna que guarda los restos (un hueso, un trozo de seda más metafórico que real) del homérico Patroclo.
La carne de un ángel está hecha de algo parecido al vidrio, sólo que sería un vidrio raro, excepcional. El temperamento y la constitución de lo angélico son tan variables como controvertidos.
Bien se sabe que hay ángeles de Dios y ángeles del hombre: rebeldes y soñadores siempre. Por ejemplo, en las celdas carcelarias que Jean Genet describe en sus novelas, hay reclusos angélicos. Reclusos que potencian, desde el delito y la sangre, la belleza clásica grecolatina. Ángeles donde la muerte se manifiesta con indudable esplendor antiheroico.
La piedra o el mármol que sirven para esculpir ángeles, también sirven para esculpir gárgolas, demonios, héroes, gobernantes, científicos, embaucadores, artistas… O para guardar sus huesos y perpetuarlos así, gracias al artificio de una pirámide, una tumba suntuosa, una roca de origen basáltico.
Sin embargo, a no ser las de los faraones, los reyes famosos, los héroes genuinos, o los poetas que han alcanzado a rayar la faz del mundo con sus palabras, de esas memorias no quedará nada, excepto la dureza de los monumentos funerarios, visitados por el turismo, los curiosos, los devotos.
¿En 1000 años quién va a acordarse? Quizás los libros de historia, que despiertan obedientes cuando uno los abre y los mira.
Dice Jorge Luis Borges que en el involuntario acto de olvidar existe algo hermoso y difícilmente explicable. Pero lo peor es que la vida se escapa entre bribones y tramposos que poseen una infinita ambición de predominio.
Después, aparecen las piedras, los epitafios, y ya no hay nada que hacer.
Virgilio Piñera antes, durante y después del miedo
La actitud de quien ve fantasmas por todas partes y, un buen día, logra acreditar, con angustia, que sí son reales y sólidos.