Autorreclusión y masturbación

Me gustan las tabletas de semillas de sésamo prensadas. Las compro en el agromercado en grupos de seis cada vez. Como llevo puesto un nasobuco, la mujer que las vende no me entiende y cree que estoy desvariando. Mi aspecto no contribuye, por supuesto.

A mi cocina vino a morir una libélula. Tenía el cuerpo prácticamente seco y me acordé de una pintura sobre rollo de papel (China, siglo XIII, Época Yuán) donde hay dos libélulas en pleno vuelo. Le pregunté a mi esposa si no habría muerto por la COVID-19, o de hambre, o a causa de los excesos de la sequía y el viento, que en esta época se comporta como un enviado del diablo.

¿Estaría anunciando la llegada de la lluvia? ¿O era un alma esperando reencarnar? ¿O un visitante de la buena suerte?

Para articular bien la arbitrariedad de lo real con el sentido del aburrimiento, debería crearse una fluidez contextual respecto de la autorreclusión pandémica. Una fórmula eficaz es la de ver películas discontinuas, casi aburridas (uso aquí la acepción popular del término), donde las derivas y los enlaces sean el resultado de una continuidad no factual, sino emotiva. Y crear, así, una resonancia física.

Películas lentas, medio adormecedoras (que se ajusten al confinamiento deliberado), pero que tengan un punto de color en el erotismo y el sexo. Ahí empieza todo.

Lo diré de entrada: una autorreclusión masturbatoria sería una condición que no se puede narrar. Allí florece el unreliable raconteur (la crítica anglosajona lo llama de esa manera), especie de figura retórica cuya dispersión causa un efecto parecido al aburrimiento. 

Para el distanciamiento social (en reclusión premasturbatoria, o ya masturbatoria sin ambages) deberíamos escoger, pues, un tipo de cine con ritmos pausados, flemáticos. Un cine con pespuntes, repito, ligados al sexo o su presunción. Un cine difícil de comunicar. 

En suma: películas que uno no pueda contarle a nadie porque son prácticamente no-narrables, excepto cuando discurren hacia la representación sexual o sus umbrales.

¿Puede uno contarle a un amigo Post Tenebras Lux (2012), de Carlos Reygadas? ¿O The Limits of Control (2009), de Jim Jarmusch? ¿O Hierro 3 (2004), de Kim Ki-duk? Se hace el intento, pero al cabo uno fracasa. Otra cuestión: las tres van camino de ser películas de culto dentro del cine de autor.   

El caso de Post Tenebras Lux es el de una historia cuyos nexos internos no existen en el cuadro cinematográfico, no figuran allí, no aparecen. Uno sabe, por pura intuición, que hay varias densidades simbólicas dentro de varios planos narrativos, y al final comprende que Reygadas muestra “algo” sobre la imposibilidad de la comunicación humana. Ahora bien, en ese gran gesto filosófico hecho con retazos de vida común (quizás porque Reygadas cultiva la prudencia de quien evade los aspavientos) hay una secuencia inolvidable que transcurre en un baño de vapor.

La película “cuenta” fragmentos de la vida de Juan (que se ha vuelto adicto a la pornografía) y su esposa. Uno de esos fragmentos tiene lugar en la sauna, antes o después de que Juan cambie la vida cómoda de la ciudad por la vida en el campo, llena de imprevistos y dificultades.

Durante una fiesta, Juan cita a Tolstoi. Es más o menos así: el verdadero placer de la riqueza se experimenta en el instante en que uno es capaz de abandonarla. Y después vemos a Juan y su mujer entrando en una habitación donde el baño de vapor se vuelve orgiástico, y ella, acomodada sobre los muslos de una desconocida de más edad que la consuela morbosamente, se entrega, contemplada por Juan, a un avispado joven que la penetra con vigor. 

En The Limits of Control hay un Jarmusch burlonamente “profiláctico”. Hace una película de espías trabados en los tiquismiquis de su propia paranoia. “Use su imaginación… todo es subjetivo, pero no elabore nada”, le dice Creole al Lone Man, protagonista casi renuente a las palabras. Este recorre Madrid en una enigmática misión y un día regresa a su hotel después de sus habituales e ininteligibles paseos, y se encuentra con Nude (Paz de la Huerta), que está, claro, desnuda y en su cama. 

Muy en el estilo de Howard Hawks, Nude le apunta con un revólver. Lone Man se lo quita y ella, echada bocabajo, le pregunta si no le gusta su culo. 

Entre paréntesis: el culo de Paz de la Huerta, al menos en The Limits of Control, es uno de los más significativos del cine de los últimos años, igual que sus areolas hinchadas, de una perfección irritante. Minutos después los vemos a ambos en un sofá (ella desnuda, como siempre, y él completamente vestido) escuchando a Schubert.  

El Kim-Ki-duk es el cineasta de la casi ausencia de lenguaje, el hombre que hace una película tan extremada como Moebius (2013), en la que aparece el misterio del hombre-pene (que “surge” cuando el pene biosocial desaparece en un crimen que involucra una ablación). Diez años antes, Kim-Ki-duk realiza 3-Iron (Hierro 3); allí refiere la historia de un joven “sociópata” que detecta viviendas temporalmente vacías para instalarse en ellas con normalidad. Además de un intruso, ese joven es un “contribuyente” nato: en sus breves estancias arregla equipos domésticos, lava la ropa sucia y riega las plantas.

La aventura principal de la película tiene que ver con el haz y el envés de una atracción inescapable: una bella y silenciosa modelo casada con un empresario que la golpea sistemáticamente. Sin palabras, con miradas, con gestos, con leves intrusiones en la intimidad, la modelo detecta la presencia del joven en su casa y lo ve duchándose, masturbándose o lavando la ropa interior de ella. Se trata de un vínculo tan fuerte (un providencial descubrimiento mutuo, diríamos) que cualquier revelación no fonocéntrica desemboca en el deseo, pero con una premiosidad irrefrenable. Nadie habla allí y tampoco hay motivo para hacerlo.

Más allá de la tenebrosidad hacia la que avanza 3-Iron en tanto “historia de fantasmas”, uno se percata de que Kim Ki-duk se refiere con persistencia al auto-voyeur en que se transforma paulatinamente el sujeto confinado (en tiempos de COVID-19 o no). Y esta idea sí es turbadora y trascendental, porque el auto-voyeur es el individuo desenmascarador por excelencia.

Supongo, por otra parte, que no es elegante recurrir a la pornografía en tiempos de confinamiento formal y espontáneo. La graficación del sexo presuntivo no es contable ni cantabile. Toda acción se detiene allí, como cuando te masturbas conjeturando lo que podría suceder. Tabletas de semillas de sésamo prensadas. Masturbación simple, pero muy cultural. Semen brotando varias veces al día.

¿Y si la masturbación, en época de confinamiento, se metamorfoseara en una modalidad vivencial arcaica, conectada (o reconectada) con algunas estructuras psíquicas primitivas? La ira del dios Huracán se siente en las inmediaciones de la caverna y los neandertales no pueden salir. O una manada de leones y cachorros hambrientos se instala allí: otra razón para no dejar la caverna.

Aislamiento social y autorreclusión voluntaria. Primera fase (desde el virus): rutinas domésticas + masturbación + retiro sexual de parejas más o menos estables. Florecimiento de la imaginación pornográfica. Después viene un intermezzo (alejándonos del virus): los “fornicarios” y la fornografía, con aumento radical, aunque tentativo aún, del número de fornicadores. Búsqueda de la espacialidad entre lo racional y lo irracional. 

Y, por último, la segunda y última fase (después del virus): despelote total, embarazos multitudinarios, legrados pospandémicos y crecimiento paulatino de la población en un entorno social cuyos recursos (de toda índole) han disminuido muchísimo, como el nivel del agua en las presas.

Habrá menos ancianos, más jóvenes y más nacimientos.

“El mundo será Tlön”, escribe Borges al final de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. 

¿El mundo será la COVID-19, al menos por un tiempo? Puede ser. O puede que ya lo sea. 

Pero Borges añade: “Yo no hago caso, yo sigo revisando […] una indecisa traducción quevediana […] del Urn Burial de Browne”, y es preciso saber, entonces, hasta qué punto puede uno comportarse así. Por lo pronto tengo el aviso de una libélula, las tabletas de semillas de sésamo prensadas, un depósito de películas y una intimidad anómala (como casi todas, seamos sinceros) que me gusta calificar de inexpugnable (como casi ninguna).




La ficción pospandémica - Alberto Garrandés

La ficción pospandémica

Alberto Garrandés

Los autorrecluidos duplican al infinito (exageremos un poco, que nada nos cuesta) la metáfora del príncipe Próspero, aquel personaje de The Masque of the Red Death, de Edgar Allan Poe: el príncipe y sus mil amigos nobles se sepultan en el boato de un formidable castillo-ciudadela donde dejarían pasar los efectos de una plaga entre reuniones y fiestas.