Uno, lector compulsivo y en ocasiones ordenado, suele sucumbir al meticuloso drenaje de ciertas experiencias.
Hubo un tiempo en que me obsesioné (esta palabra es un exceso, pero bueno…) con el asunto de la identidad cultural. Las lecturas forman, pero también deforman.
Así ocurre cuando, durante alguna indagación en el pretérito literario (y en Cuba ese pretérito posee un peso constante), uno recurre, acaso de forma irreflexiva, a convicciones que no han sido sino forjadas desde dentro de la ficción.
Porque también uno es una ficción. Y qué remedio tiene.
Intuiciones súbitas, conclusiones de una brusquedad alarmante. Sin embargo, la verdad que ellas encierran funciona como una verdad, aunque sea transitoriamente.
Presunciones, empeños de dilucidación que subrayan, unas veces, el carácter hipotético y supuesto del juicio (o el margen de figuración que posee toda lectura), y que otras veces, más allá de las dudas y la irresolución del pensamiento, dejan entrever esa especie de jactancia o vanidad que se origina en un largo y emocionante proceso de revelación de secretos, cuando los objetos dejan de ser resistentes y se entregan como doncellas largamente cortejadas.
En la cultura cubana hay cuatro personajes que expresan con fuerza “algo” de la identidad nacional (sea esta lo que sea): Cecilia Valdés, Fotuto, Elpidio Valdés y Pánfilo.
Cuatro ficciones: de la literatura, el cine y la televisión.
Cuatro entidades de significativa densidad simbólica y que, para bien o para mal, no alcanzan a independizarse de algo que va más allá de los géneros históricos: el cuadro de costumbres.
Ese cuadrivio, Cecilia-Fotuto-Elpidio-Pánfilo, es algo muy serio. No estoy construyendo una boutade. De veras que no.
Fotuto (el menos conocido) podría vincularse, en alguna medida, con Pánfilo. Fotuto es creación de un novelista olvidado: Miguel de Marcos. Los otros tres autores son archiconocidos: Cirilo Villaverde, Juan Padrón, Luis Silva.
Para decirlo rápido: el cuadro de costumbres es una célula formativa/constructiva que prospera en cualquier territorio del arte y la literatura, siempre que se produzca una articulación visible entre lo más cotidiano de lo cotidiano, lo tradicional y la ficción.
Asentamiento de capas: Cecilia Valdés, Fotuto, Elpidio Valdés y Pánfilo. Este último hereda algo de Fotuto (muy poco, en verdad, aunque vale decir que Fotuto es, en retrospectiva, una imposible vuelta de tuerca de Pánfilo).
En Pánfilo, un anciano que va por la vida de desconcierto en desconcierto, hay un optimismo decepcionado, si así pudiera decirse. Y una pobreza minimalista. Tiene que arreglar los techos de su casa, sus muebles son viejos (antiguos, tradicionales), su ropa es humilde. Y está, de modo impávido, pendiente de las cosas que, por la sacrosanta libreta de abastecimiento, llegan a la bodega. En fin: un sobreviviente.
De Fotuto a Pánfilo.
Fotuto, la novela homónima de Miguel de Marcos, una suerte de fósil, viene a ser un auténtico lucimiento linguoestilístico. Se publicó a fines de los años 40 y en ella subsiste una construcción tristísima del cubano, entre la agonía, el ridículo y el choteo.
Se trata de una obra arrinconada por el tiempo, de plausible facturación artística, y cuyas páginas sobresalen debido al eficaz diseño del personaje protagónico (uno de los más extravagantes y animados de la literatura cubana durante aquellos años) y por la invención, realmente insólita, de un léxico innovador que constituyó un instrumento competente para caracterizar una situación absurda y esperpéntica.
(Entre paréntesis: Miguel de Marcos publicó también Papaíto Mayarí, que podría considerarse un fresco de la existencia habitual, sellado por el pesimismo y por un humor cáustico, casi sin parangón, que encontró en la oblicuidad de los adjetivos, y en ciertas innovaciones léxicas, un medio idóneo para manifestarse.)
En su libro La República de Cuba al través de sus escritores, ensayo dado a conocer en 1958, Marcelo Pogolotti (no sabemos si era mejor pintor que escritor, o al revés) sostiene que Miguel de Marcos es la última expresión del extenso y admirable costumbrismo cubano, juicio este que, además de cierto, nos invita a preguntarnos si el desarrollo de la novela en Cuba ha llegado, en algún momento (incluida la actualidad), a desprenderse de ese viejo y fortísimo componente.
Si hay, en la novelística de los años de la República, un escritor capaz de mezclar (sin que el resultado parezca un crudo verbal y sin que le tiemble la mano) las incoherencias de lo irracional con lo grotesco, ese es Miguel de Marcos. Él lleva a sus últimas consecuencias, dentro del territorio de un humor negro insuperado, lo que en Cuba para siempre llamamos “choteo”, después de Mañach.
Casi nadie recuerda ya, a no ser en los ámbitos de la academia, a ese espécimen de los desbordes lingüísticos. Además, Fotuto es acaso la novela más amarga de su época y la que mejor expresa el desencanto y el ridículo de un personaje que (también como el Juan Criollo de Carlos Loveira, de la novela homónima, publicada en 1927) aspira o está condenado a convertirse en un prototipo del cubano, de ese cubano que se ejercita a diario, con obstinación increíble, en el oficio de perder y de querer ganar para, al final, caer.
¿La sombra de Fotuto tiende a colorear a la figura de Pánfilo?
Sí. Pero las circunstancias respectivas son, no hay ni que señalarlo, muy dispares. Los tiempos son otros. Aunque el pretérito tiende a repetirse de maneras extrañas y a veces monstruosas.
Como puede verse, Fotuto se ubica cronológicamente entre Cecilia Valdés y el manigüero Elpidio.
Para salirme ya de la arqueología literaria, añadiré que el balanceo de las caderas de Cecilia, la mulata que parece blanca, llega a nuestros días. Se manifiesta, en la sociedad colonial, en algún baile (pensemos en el zorreo propio del siglo XIX, del que Cirilo Villaverde estaba al tanto) y en el habitual y transhistórico chancleteo sobre los adoquines de la Habana Vieja.
No hay más que ver cómo transcurre la vida, hoy, en los solares de la calle Teniente Rey o en los largos agujeros llenos de cuarticos de la calzada de Diez de Octubre, por ejemplo.
El vaivén de esas caderas se replica, supernumerario, con una intensidad tan regocijada como invulnerable. La pobreza no lo disminuye, por así decir.
¿La mujer de Antonio camina así? Sí. Camina así.
Cuando viene de la plaza, camina así. Por la mañanita, camina así.
He visto eso repetirse muchas veces.
He ahí a la jovencita Cecilia, que anda y desanda las calles coloniales antes de florecer y convertirse en la Cecilia de Leonardo Gamboa.
He ahí a mujeres obstinadas que acarrean agua desde las pipas del casco histórico de La Habana.
Una frase legendaria, maravilla semántica (y lexical, claro) oída por el escritor Jorge Ángel Pérez (eso me dijo) cuando vivía en la calle Cuarteles: “¡Oye, tú sabes que yo soy atea a que me griten!”.
No le grites nunca a una mujer así y menos en la Habana Vieja, cuando falta el agua y llegan las pipas (si es que llegan). Tampoco a la mujer de Antonio.
Esas caderas están conectadas con una sabiduría extraordinaria, con la bondad del café del amanecer, con una sonrisa buena que ni la persistente adversidad ni la indignante ineptitud ni la desvergüenza consuetudinaria pueden destruir.
Elpidio Valdés, el coronel mambí. Con su caballo Palmiche y su novia, la capitana María Silvia.
A veces no se repara en un hecho crucial: tanto Cecilia como Elpidio son genuinos prodigios creativos. Metáforas donde se concentran muchas cuestiones de la cubanidad.
Uno de los atractivos más tremendos de las aventuras de Elpidio es que ellas, aunque enclavadas en la gravedad de lo histórico, no dejan de incorporar un humor fantasioso, a veces desatinado, ni se desentienden de sus fuertes lazos con la literatura para niños y jóvenes.
Y, sin embargo, el coronel Valdés es un independentista muy serio. Una mentalidad anticolonial creada desde la llaneza, la modestia, la honradez, el decoro.
Cuatro cualidades en vías de extinción. Y (hay que decirlo) aquello que se acrisola en Elpidio Valdés equivale a algo que se conserva hoy de diversas maneras: la rebeldía frente al abuso, la rebeldía como contestación a los intentos de sometimiento, la rebeldía contra la coartación de la libertad.
Ese es el Elpidio Valdés que sobrevive hoy.
Irónico, cortés, medio cojo, refunfuñón, meditativo, de risa fácil, y desconcertado por el desastre de la existencia cotidiana en Cuba, Pánfilo habita y se desenvuelve en el escenario de una penuria que está a punto de ser indigencia y que, empero, da libre curso al cultivo de la dignidad.
El personaje es un reservorio de la inmediatez, un depósito de conocimientos sobre lo que significa vivir hoy en Cuba. Pero también se constituye en una personalidad de rescate de la decencia.
(Otro entre paréntesis, como meandro o errancia: es muy posible que la cultura en Cuba no se libre jamás del costumbrismo, a no ser cuando el hambre de modelar la realidad —el río de los conceptos: los útiles y los inútiles— alcance un nivel donde el globalismo de nuestros tiempos se sitúe o intente situarse en el primer plano, “más allá de lo popular”. Y eso no va a ocurrir, supongo, ni siquiera en presencia de determinados gremios “conceptistas”, ciertos “guetos” imaginarios y con pretensiones más o menos exclusivistas y modélicas. Todo esto invita a la discusión, a una especie ya comprobable de convivencia barroquizante de prácticas artísticas. Y eso, como fenómeno, no es nada del otro jueves.)
Cecilia Valdés asoma, por primera vez, en las postrimerías de los años 30 del siglo XIX. Fotuto lo hace a fines de los años 40 del siglo XX. Elpidio Valdés, a inicios de la década del 70. Pánfilo, ya en la televisión, justo a principios del siglo XXI.
La pregunta es cuánto de ellos sobrevive (y vive) hoy, en una isla azotada por inclemencias de toda índole. Una isla aquejada de irrealidad utopista y de realidad durísima, brutal, atroz.
La mesa está servida. Y no es un banquete lezamiano.
Historia de la transexualidad: las raíces de la revolución actual
Por Susan Stryker
“Romper la unidad forzada de sexo y género, aumentando al mismo tiempo el alcance de las vidas habitables, tiene que ser un objetivo central del feminismo y de otras formas de activismo por la justicia social”.