Uno piensa en el cine de Dario Argento y lo primero que viene a la mente es cierta imprudente precipitación, cierta futilidad enseriada en la tejeduría de las imágenes; lo cual se sostiene en un macrorrelato básico que escapa de lo “reflexivo” y la artisticidad para centrarse en el impacto de la violencia, lo terrorífico y la sangre.
Lo ligero invade las tramas excepto en algunas de sus numerosas películas. Pero el notorio y a veces “escandaloso” argentino-francés Gaspar Noé estrena Vortex (2021) y pone a actuar a un Argento octogenario, sucinto, vibrátil, preciso, de enorme experiencia con la imagen; el resultado es una interpretación veraz y brillante.
La monstruosa y triste indignidad de ponerse viejo: he ahí el gran tema de Vortex. Y un Dario Argento actor cuyo personaje, en su declinación, escribe un libro sobre el riquísimo vínculo de los sueños con el cine. El relato de la película de Noé: la decadencia y caída de un matrimonio en las fronteras de la muerte y la ruina de la conciencia.
Pero no hay que engañarse con respecto a Argento. Es, hoy por hoy, uno de los cineastas más importantes del mundo, con todo y ser un artista de logros parciales —como todos a la larga, añadiríamos.
Una de su películas más recientes, cineasta de culto él mismo y configurador de una poética que merece vigilancia —y hasta cierto grado de defensa y amparo— es Drácula —también llamada Drácula 3D—, obra con muy poco que añadir a la extensa filmografía —más de seiscientas películas hasta hoy— basada en la novela de Bram Stoker.
Su estreno se produjo en 2012, hace diez años, y, en general, la crítica no ha sentido ningún afecto por ella. Sin embargo, hay algo que Argento vuelve —como siempre— a mostrar: el efecto de extrañeza de lo prodigioso en los personajes y una dirección de arte que, en esta oportunidad, roza, por un lado, el amaneramiento y, por el otro, una especie de fotorrealismo explicable a partir de la búsqueda de una objetividad próxima a lo irreal. Es decir, la reproducción de una época equivale, aquí, a la reproducción paranoica de las texturas, las superficies y los colores; un buen ejemplo de esto se puede ver en la biblioteca del conde Drácula, presentada con notable prolijidad.
Acaso la falta de equilibrio de Drácula se encuentra en la teatralidad acartonada de algunas secuencias que contrastan con otras donde se aprecia un bordado plausible. Tenemos, además, a un vampiro muy lector, un hombre entregado a la lucidez del lenguaje, al conocimiento de los libros y a la muerte.
La necesidad de contar otra vez la historia del conde, Jonathan Harker, Mina, Lucy y Abraham van Helsing, ¿en qué términos pudo manejarla y encauzarla un realizador que ya había dado a conocer películas en verdad separadas de la experiencia mainstream del terror sobrenatural, lo maravilloso, lo fantástico y lo escalofriante? Me refiero a obras anticanónicas, documentos discrepantes y creativos que aseguran su notoriedad, como Profondo Rosso (1975), Suspiria (1977), Tenebrae (1982) y Phenomena (1985). Este es el Argento que parece gritarles a sus colegas: “Hey, muchachos, ¡atiendan acá!”. Es un maestro, no hay que ponerlo en duda.
El momento en que Jonathan, ya mordido por el conde, escapa del castillo, tambaleándose, y se encuentra con el vampiro licántropo —que primero es un lobo, después un monstruo informe y, por último, un ser humano letal y ávido de sangre— es de los peores. La infografía de la metamorfosis tiene un sabor tecnológico demasiado fuerte y Jonathan es interpretado por un actor sin la menor gracia. Aceptemos eso. Pero admitamos, también, que el sueño de Mina corriendo por el bosque, bajo una luz quimérica, falaz, y viéndose a sí misma en el suelo, mordida por un animal que devora sus entrañas, es de los mejores del filme.
Esa misma noche Lucy recibe la visita del conde y es mordida con precisión. Y no en el cuello, sino en la zona posterior de la rodilla izquierda, donde nace el muslo. (Al anotar yo este detalle, Rufo Caballero volvería a decirme que soy un fetichista, como cuando lo invité a reparar en la elegancia penetrante y melodiosa de la capa del conde en la solemne versión de F. F. Coppola.)
Mina va al encuentro de Jonathan en el castillo del conde y unos lobos le cierran el paso. La siguiente escena, en medio de la noche, es la de su despertar en un regio salón medieval. Alguien la ha llevado hasta allí. Después la vemos paseándose por la biblioteca, antes de encontrarse con un vampiro seductor, irresistible, ante quien ella puede plantarse y marcharse. Dramatúrgicamente, la escena es infame. Pero en términos de composición escenográfica, posee una brillantez agradecible.
Cuando regresa a la ciudad, Mina se entera de que Lucy ha muerto. Lo que sigue es un conjunto muy gore, muy splatter, en un estilo halagador de la lógica de lo tremendista. Y es justo ahí, en el exceso, donde prospera el cine de culto que Argento tiende a hacer de modo casi natural. Creo que es el único cineasta a quien se le ocurriría documentar una de las más espectaculares apariciones del Drácula licántropo, transformado en una mantis religiosa a escala humana.
Todo hay que decirlo sobre Dario Argento. Por ejemplo, que su fascinación por ciertas muertes es ya legendaria. Una mujer es atacada con una navaja, o con unas tijeras, o con un hacha, o con una mojarra, y, entre gritos, en el intento de huir, su cabeza choca contra un cristal. La cámara recoge todo esto con parsimonia, garbo y absoluta indiscreción.
En 1970, cuarenta y dos años antes de la experiencia de Drácula, Argento estrena su primer largometraje: El pájaro de las plumas de cristal. Un thriller ágil que inaugura, en su trayectoria, la combinación efectista y críptica del crimen y la cultura, el arte y el asesinato, la belleza del artificio y los saltos de la sangre cuando un cuchillo corta piel, músculos, tendones, arterias. En realidad, con respecto a lo que Argento lograría a partir de esta película y las que vendrían luego —en especial las de los años 70 y 80—, su Drácula viene a ser una broma, un retroceso apenas creíble.
El pájaro de las plumas de cristal empieza a desarrollar algo que, en el cine de Argento, se convertiría en uno de los ejes de su poética: el vínculo irrompible entre la sensualidad erotizante de las víctimas y la violencia homicida de los criminales. En primer plano, el fragmento de una desnudez que se adereza con una mirada de pánico. Hay gritos. Por lo general la boca entra en el encuadre, igual que la navaja o las tijeras. Y, de pronto, la primera tajadura es como un prólogo en busca del cuerpo y la sangre: el filo del arma destroza una pieza de ropa interior.
La trama de ese filme involucra un cuadro significativo, misterioso, aterrador, donde un hombre asesina a una mujer. Es una pintura naïf, pero muy expresiva, y el protagonista, un norteamericano que está de paso en Italia —ha sido testigo de uno de los crímenes, ocurrido en una galería de arte, y así se inician sus vínculos con la policía y con el caso—, visita al pintor y se interesa en el cuadro.
El pintor, un ermitaño, vive tan aislado que para entrar a su casa es necesario usar una escalera de madera que él mismo le ofrece al visitante desde lo alto de una ventana. Su soledad es excéntrica, pues tiene un grupo de gatos que mantiene enjaulados. El norteamericano se entera de que el pintor se alimenta de ellos.
Estamos en el mundo periférico de Dario Argento, acariciado por el efectismo dramático, la ingenuidad y el misterio de lo ominoso. Por ejemplo, 4 moscas sobre terciopelo gris (1971) es un estudio sobre el juego de lo horrible y, como otras películas suyas, intenta representar sus mortíferos dispositivos.
La historia se refiere a un músico —Roberto, un joven baterista de rock— que es perseguido y siente la mirada y la presencia de su perseguidor. Desesperado, decide seguirlo y entra en un extraño teatro. Se enfrenta al hombre misterioso—un tal Carlo Marosi— quien niega que esté acosándolo y saca un cuchillo, amenaza a Roberto y, tras un breve forcejeo, cae herido y muere. Entonces ocurre algo espantoso: desde lo alto, un desconocido que usa una máscara risueña toma fotos del crimen. Roberto, al siguiente día, empieza a recibir ciertos avisos.
Sin duda, Argento sabe crear momentos de tensión extrema, usando espacios de sombra, movimientos emotivos —e inquietantes— de la cámara y planos muy cerrados sobre los rostros. Le interesa la graficación del miedo y hurga en la espesura de lo ignoto. El juego es el organizador de la trama, pero desde una perspectiva de la cual no sabemos casi nada. Amelia, la criada de Roberto, descubre al chantajista —la vemos hablarle por teléfono, exigirle dinero— pero una tarde queda encerrada en un parque laberíntico, la noche llega y no sabe cómo salir. Pide auxilio, sabe que alguien la acecha. Más tarde, la policía telefonea a casa de Roberto. Amelia ha sido degollada. Y Roberto vuelve a tener su pesadilla recurrente: que está en una gigantesca plaza iluminada de modo deslumbrante y que ha sido condenado a muerte. A punto de ser decapitado por la cimitarra del verdugo, despierta.
En lo que toca a la detectación de su poética como conjunto de tácticas para mostrar lo siniestro a partir de lo fatídico, Argento es un artesano de la presencia invisible. Introduce en su cine, con gestos cada vez más audaces, un tipo de iluminación que roza lo espeluznante cuando se mezcla con lo lúgubre.
Roberto despierta en medio de la noche, mira en torno suyo y sabe que alguien lo observa en la oscuridad, o que algo está ahí, cerca de él, vigilando la inquietud de su sueño. Pero la cámara de Argento es como un narrador omnisciente. Parece el doble de Roberto situado en una dimensión segura, protegida, y va contándonos cuán horrible es la atmósfera de esa historia donde todo no es sino una cuidadosa puesta en escena —hay un falso crimen, sangre de tramoya, un cuchillo de hoja retráctil y un sujeto que finge morir—, luego de la cual los hechos sí acceden a lo espantoso y se explican en un desenlace tosco.
Imaginemos el tránsito de Dario Argento a lo sobrenatural desde el mundo de un thriller psicológico, que es como la acentuación morbosa —más sangre, más erotismo, menos intervención policial en términos dramatúrgicos— de algunos elementos del cine de Alfred Hitchcock: de Strangers on a Train (1951) a Psycho (1960), por ejemplo. Tránsito que se produce con la aparición de Suspiria (1977), Inferno (1980) y Tenebrae (1982); tres filmes en los que tienen preeminencia el culto a lo esotérico, el sentido milenarista de las sectas paganas, la presencia de lo demoníaco y las representaciones funcionales (ritualísticas) del mal. Son obras más cultas —por así decir—, que cortejan un simbolismo un tanto cándido, pero de dinámica franqueza narrativa.
Es muy posible que sea Deep Red (1975), conocida también como Profondo Rosso, la bisagra entre el thriller y el horror sobrenatural dentro del cine de Argento. En esta película hay una psíquica lituana (Helga) que, en medio de un teatro, durante una conferencia, experimenta un repentino trance y acusa a uno de los asistentes de querer emprender algo horrible. Poco después, un pianista inglés (Marcus Daly), vecino del edificio donde ella vive, es testigo del feroz asesinato de Helga. La mujer está pidiendo ayuda, asomada a un enorme ventanal de vidrio. Nadie puede oírla, pero el pianista observa todo.
En medio de búsquedas artísticas que tienen una realización práctica inmediata, para Argento, hombre enfático, grandilocuente —es un artesano de lo espectacular, en definitiva—, resulta cada vez más importante la visualización y la atmósfera del horror en tanto fenómeno doble: por un lado, sus referentes materiales (cuchillos, estiletes, hachas, cortes en la piel, sangre) y, por el otro, sus indicios invisibles. Helga es atacada desde atrás con un hacha. El asesino hunde el arma en su cabeza, el ventanal estalla y la mujer cae sobre un irregular filo de vidrios. Cuando los policías retiran el cuerpo, la psíquica exhibe una suerte de collar monstruoso, hecho de trozos de cristales hundidos en la piel.
Excesos como ese —una pornografía del crimen, diríamos— van refinándose en el encuentro con lo sobrenatural y anuncian un cine de mayor cohesión estética, sumergido en desvaríos morbosos, espejismos sanguinarios, ensueños tocados por el presagio, y ciertas leyendas y tradiciones ligadas a la práctica del mal, que encienden la chispa de la curiosidad de algunos personajes dados a la aventura.
Por supuesto, los escenarios son muy estilizados, congruentes con ese mundo, y Argento los usa —por ejemplo, la casa art nouveau en la que se aventura el pianista inglés de Profondo Rosso— como ámbitos propiciadores de estados límite, con la intención de ofrecer solidez a la turbación y el temblor, y reconfigurar, a la larga, un universo que no se parece a ningún otro.
Con los años, Argento se ha convertido en el cultivador más importante del giallo, un género a medio camino entre el thriller y el cine de terror, cuyas convenciones (muchos planos en detalle, violencia coreográfica y de un naturalismo exagerado, cámara subjetiva, composiciones donde el encuadre vistoso y equilibrado es lo esencial, y solución de enigmas a partir de un dato clave que el protagonista va recordando a medida que la acción avanza) él mismo ha pulido con maestría. Es un cineasta artificioso, expedito, y produce obras de consumo cómodo. Sin embargo, se libra de abaratarse —o de abaratarse de modo inauténtico, precisemos— gracias a la resistencia y a la estabilidad de ciertos entornos.
La primera media hora de Suspiria es de una fiereza provocadora, como si Argento hubiese descubierto una intensidad nueva, del pánico y lo sobrenatural, en la alianza de formas —que se diría áspera, o apenas hacedera— entre el art déco y el art nouveau, pero con el añadido de un sistema de coloraciones intransigentes.
Susy, la protagonista, viene de New York a Friburgo a perfeccionar su estilo (es bailarina) y, al llegar a la academia Tanz, empieza a sentir una atmósfera rara y asfixiante. De hecho, muy pronto tiene alucinaciones: se ve a sí misma, aletargada, caminando por un pasillo de paredes de madera, tapizadas por telas de un rojo brillante, y se da cuenta de que en las puertas los picaportes están a una altura ilógica, fuera de toda proporción. Poco después sufre desmayos en medio de las prácticas y un día descubre, al peinarse, que en sus cabellos y en el peine hay gusanos blancos.
Argento narra todo esto con un mínimo de diálogos, cuya intención es crear un documento audiovisual vigoroso, en los umbrales del expresionismo. Suspiria deviene, ciertamente, un filme gótico, exagerado, arrogante, de impar precisión. Colores tóxicos e hipersaturados, texturas fantasmagóricas, paredes de una fastuosidad simple y algunos coqueteos con el trazo paranoico de Escher, que alude no solo al laberinto, sino en especial al mundo de las metamorfosis del tiempo y el espacio. Y una banda sonora llena de voces que insinúan la índole neopagana de ese misterio que Argento irá revelando paso a paso.
Los gusanos son una verdadera plaga, aparecen por toda la academia y las estudiantes deben irse al salón de las prácticas. Allí dormirán juntas. Sin embargo, ¿qué tipo de lectura hacer de una película donde el improvisado dormitorio se rodea de sábanas atravesadas por una luz roja y de súbito aparecen murmullos y lamentos y sombras de seres que no están allí, sino afuera, acechando?
La secuencia del dormitorio subraya la manifestación (balbuceos, respiraciones agitadas, silbidos) de criaturas que emergen tras la frontera de las sábanas, pero que se mueven libres y hasta se dejan ver. Son, en verdad, siluetas, sombras de contornos espantosos. Para colmo, la cara interior de las sábanas es roja, mientras que la exterior es de un violeta brillante. Todo allí parece un escenario dispuesto para la representación de una pesadilla. Rojo, violeta, azul y verde: los colores que Argento usa para acentuar el simbolismo de la crueldad y la desventura.
El pianista que toca en los ensayos, Daniel, es un ciego que anda con un perro. Un día, el perro muerde al sobrino de una de las profesoras (la rígida y cruel Miss Tanner) y se produce una fuerte discusión en la academia. Esa misma noche, en una impresionante secuencia filmada en la Königsplatz de Munich, el perro y Daniel son asediados por presencias incorpóreas —solo vemos algunas sombras proyectadas en los edificios— hasta que el perro enloquece y desgarra la garganta del ciego.
Suspiria es una película donde el miedo se expresa desde la cama (en el insomnio, en la imposibilidad del descanso natural, en la enfermedad, en la perturbación y la inquietud), pero reverenciando, de cierto modo, un mundo de terrores infantiles que ya no existe, aunque su proximidad sea algo cierto.
Argento subraya la ruptura violenta de la inocencia por parte de lo horrendo y, en concreto, lo demoníaco. La academia se revela, al cabo, como un aquelarre. Y mientras más nos acercamos al desentrañamiento del horror, más énfasis pone Argento en el rigor espantoso de lo bello —incluida la lectura oblicua, aviesa, del estilo ornamental de Gustav Klimt—; una noción que, en definitiva, se encuentra en el origen de la bruja como entidad antropológica, persona histórica y personaje.
La directora de la academia y Susy dialogan en un salón extravagante, único: en las paredes hay dibujos de escaleras sin sentido —otra vez el mundo de Escher— más arabescos con flores, más algunas obras de Aubrey Beardsley —los trabajos que hizo inspirado en el mito de Salomé, de acuerdo con la obra de Oscar Wilde. Las dos mujeres están sentadas, conversando, y el trasfondo es ese: una peculiar agrupación de referencias artísticas, concentradas en una idea embellecida del mal.
Hacia el final de Suspiria, con la desaparición de Sarah, la mejor amiga de Susy, aflora un personaje que Argento retomaría en otros filmes: Helena Markos, una bruja, la Mater Suspiriorum, perseguida en Europa a finales del siglo XIX y expulsada de varios países. La también llamada Reina Negra aún vive. Tiene casi cien años, se esconde en la academia y es responsable de la muerte horrible de Sarah, cuyo cuerpo —sometido a una extraña crucifixión— Susy encuentra.
Dario Argento alcanza a sistematizar en su obra maestra, Suspiria, una poética donde el thriller se transfigura, se culturaliza, se reitera en una suerte de sublimación. Este paroxismo del gesto estetizante quiso retomarse en Inferno, pero allí la trama, endeble, lo dispersa todo. No es cohesionadora y hay altibajos harto notables. Luego, vendrían filmes medianos, llenos de descuidos, como El síndrome de Stendhal (1996) y La tercera madre (2007), en los cuales lo fantástico y lo sobrenatural tornan a dialogar imperfectamente con el arte —en el cine de Argento siempre habrá obras maestras de la pintura— y con los misterios de la conducta homicida.
Es, sin duda, un cineasta de abrumadora inteligencia visual, un creador que sabe muy bien dónde está lo más perturbador de eso que Federico García Lorca llamó, inspirado por el mood de Shakespeare, la oscura raíz del grito.
© Imagen de portada: Dario Argento.
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