Más allá de la sacralidad adjudicable a las cosas, la cultura —popular o no— contemporánea se alía con los mitos y con las tradiciones de devoción, éxtasis y fe. El mito del pene —el célebre lingam hinduista, digamos— es uno de los más poderosos y diversificados, y ese fenómeno, expresado así, deviene ya lugar común en sus gestos más superficiales.
Lo que no parece, de ninguna manera, un lugar común es el tratamiento que recibe, en el cine, el falo —palabra que, como es sabido, se asocia a la representación del pene, no al pene en sí—, o la verga, o la pija, o la pinga…, en especial si, a propósito de entramados perfectamente trágicos —y devotos de la narración fílmica de hechos que revelan la vibración del yo cuando se pone a prueba—, el órgano se deja ver en desnudos sexualizados y, en concreto, en películas contrastantes y capaces de revelar por qué el diálogo entre/sobre los genitales se encuentra, como asunto, en los más altos niveles de la inteligencia, el alma y el espíritu.
Dicho esto, que sigue pareciéndome a la larga un lugar común, añadiré lo siguiente: entre lo que ocurre en ciertas películas que comentaré a continuación y lo que yo digo que ocurre hay una distancia del carajo. Uno no acaba de tomar en cuenta que la escritura es una tecnología, pero esa cuestión pasa por un hecho: cuando lo que yo digo que ocurre se da —y a la vez no se da— por sentado, por real, los hechos empiezan de todas maneras a caber en lo que Ted Chiang llama “el arco esperable de una narrativa confesional”. De modo que acudiré a los hechos que son, convencionalmente hablando, “denominadores comunes” y así me quito de encima cualquier sospecha de “atribución subjetiva”.
En el pórtico de Persona (1966), de Ingmar Bergman, hay una secuencia simbólica que repercutirá en las motivaciones de los personajes: un pene erecto que dura, visible, menos de un segundo, y luego un animado, y después un trozo de película silente sobre sueños y fantasmas, y una escena donde alguien escurre la sangre de un cordero degollado, y una mano clavada a martillazos en un madero y, por último, rostros de personas muertas o dormidas. Este singular repertorio es un conjunto de advertencias de sentido: del pene arqueado y duro al hundimiento de los labios de quien fallece. Pocos reparan en la advertencia que realiza esa pinga absolutista en una audaz película sobre la identidad, la palabra no dicha, las máscaras, el silencio, el poder de la mirada y el cine mismo.
David Fincher es un devoto de ciertas exactitudes. Hay un personaje de Fight Club (1999), Tyler Durden, que sabotea algunas proyecciones en cines donde se ponen películas para niños. Inserta y monta en las cintas brevísimas imágenes subliminales —percibidas por debajo de las fronteras de una percepción normal—. Son imágenes pornográficas. Al final de Fight Club, en medio de explosiones de edificios —que intentan subvertir, por unas horas, el orden de subordinación y acatamiento que gobierna secretamente una vida arropada por falsas libertades—, aparece un cuerpo masculino desnudo, un pene desafiante, apodíctico, con el glande descubierto, como si estuviera anunciando una felación.
Con Patrice Chéreau las cosas cambian. En Intimacy (2001) dos desconocidos, Jay y Claire, se citan todos los miércoles para tener sexo. La idea es desarrollar el instinto y realizar los deseos sin que medien el lenguaje ni las identidades ni las preguntas. Las felaciones son despampanantes. Hay un trabajoso, tenaz, desesperado 69. Y lo verdaderamente seductor es cómo esas imágenes de puro sexo tienden a emborronarse cuando Jay busca a Claire, quiere saber de ella y ella va admitiéndolo y ambos ven ese conjunto de emociones en términos donde el sexo pervive, sí, pero deviene tan solo un camino para llegar a la compañía. La vida tal cual. O el amor manifestándose en circunstancias aceptadamente complejas: ella está casada y él está separándose de su mujer.
Larry Clark y Ed Lachman en Ken Park (2002): los posadolescentes, la violencia de las relaciones intrafamiliares, el sexo. Lugares comunes. Pero no así cuando Peaches se mete en su cuarto con Curtis, aprovechando que el padre está visitando el cementerio, y la joven lo ata y va reproduciendo gestos que han sido aprendidos en el cine porno. En el momento en que va a ocurrir la felación, el pene moreno —Curtis es descendiente de tailandeses o hindúes o filipinos o de aborígenes norteamericanos— salta, deja ver su cimbreante dureza, y el padre de Peaches entra en la habitación, observa aturdido la escena y la Biblia con que siempre carga se le cae de las manos.
En Año bisiesto (2010), de Michael Rowe, la frustración es el centro de todo y el sexo se convierte en la puerta de escape. Pero un sexo que anhela tantear el peligro y que al final anhela transformarse en escenario de una especie de suicidio ritual. La joven protagonista, una mexicana de rostro azteca clásico, y por lo mismo ajena al canon occidental de belleza —gordita y de baja estatura, además—, vive una vida aburrida, solitaria, y conoce al hombre con quien fantasea ser degollada durante una buena cogida. La cogida ocurre, pero el hombre se asustará a su debido tiempo. Lo interesante aquí es ese momento en que ambos, en la cama, dialogan sobre el lento verter de la sangre tras la hipotética cuchillada, mientras el pene del amante se agita en la mano de la mujer, en el borde inferior del encuadre cinematográfico, durante una promisoria masturbación.
Isabel Coixet desnuda al protagonista en una trama previsible, pero siempre funcional. Los amantes acuden varias veces a una sofisticada habitación de hotel en forma de vagón de metro. Rinko Kikuchi interpreta a una asesina a sueldo que debe matar a David (Sergi López). Pero se enamora de él. Estamos en Mapa de los sonidos de Tokio (2009). El cine de Isabel Coixet se distingue por subrayar la universalidad de las emociones, la tensión entre el decir y el silencio o la elocuencia del no decir, y por el carácter cosmopolita de sus tramas. La asesina (Ryu) está fascinada por su víctima y sorprendida de haberse entregado, sin poder evitarlo, a un hombre cuya vida ignora, pero que le brinda felicidad cuando le hace un montón de cosas a su cuerpo y la abraza con devoción y fervor, desnudo, mostrando —para el espectador, un instante— la generosa tiesura de su pene.
Con El desconocido del lago (2013), Alain Guiraudie sostiene lo que seguirá subrayando, casi diez años más tarde, en Viens je t’emmène (título traducido como El héroe de nadie): la pasión carnal, cuando alcanza su vehemencia más dramática, no se detiene ante nada ni nadie. Lo ignora todo excepto a ella misma. Aquí, en una película entre hombres, sobre hombres que se miden, se desean y tienen sexo junto a un lago de ligues rodeado por un bosque muy beneficioso, se comete un crimen y el asesino es visto por un joven que no puede dejar de sentirse gozosamente esclavizado por el ansia de sexo con él, aun cuando sabe que el otro ha ahogado a su pareja con un desapego absoluto. Guiraudie explora esa morbosidad y, por supuesto, los penes adquieren una rimbombancia tan presagiosa como inescapable.
El acróbata (2019), de Rod Jean, traza una metáfora del desasimiento existencial. Dos hombres muy distintos en edades, orígenes sociales y maneras de ver el mundo se encuentran casualmente en un apartamento en venta, en un edificio en proceso de terminación. Un joven acróbata de origen ruso, con una pierna fracturada, sobrevive en una ciudad francófona de Canadá junto a un hombre maduro que cuida a su madre hospitalizada. La tensión de sus respectivas soledades es muy grande y se ve tan enfatizada por un contexto donde casi todo en derredor es cemento, cristal y acero, que el sexo, cuando aparece, marca tan solo un instante de delirio afectivo. Es sexo explícito, hay penetraciones y masturbaciones en primer plano, pero la impudicia no cabe allí.
Carlos Lechuga quiso estrenar en La Habana Santa y Andrés (2016), pero la película fue censurada. Como documento sobre la bárbara ferocidad a que pueden llegar los defensores de la Utopía y sobre la terca regeneración del humanismo en condiciones muy desfavorables, la historia (los vínculos de un escritor homosexual y una mujer que lo vigila unos días, mientras se realiza un congreso internacional) ha conseguido una visibilidad clandestina que, catártica o no, acaso se deba, entre otras razones, a la energía que despide la eficaz combinación de hechos típicos que la película revela. Así, pues, verdad artística y verdad social se articulan. El escritor, hombre en busca de su libertad, vive en la pobreza y es asediado por el repudio oficial. Pero esto no le impide tener sexo con el mudo, un joven amante. El mudo y el escritor se han emborrachado y este es herido por aquel. Pero el mudo regresa, arrepentido, lo seduce y le enseña con gracia su gran pene jorobado. Tras acariciárselo, se tira en la cama del escritor, dispuesto a todo.
© Imagen de portada: El desconocido del lago (fotograma), 2013, de Alain Guiraudie.
De James Joyce a Peter Greenaway (80 años de un cineasta separado)
Greenaway relee a Shakespeare y coloca, en cada página, miles de notas al pie que hacen de ‘The Tempest’ una historia con diversos tipos de legibilidad: la teatral, la fantástica, la histórica, la antropológica, la estilística, la visual, la onírica, la sexual y la operática.