Aunque ahora ya no se habla tanto de la autorreclusión, podría decirse que ella tiene un lado oscuro (pero quizás luminoso) evidenciado cuando empiezas a tener cierto trato con el orbe de lo fantástico. No a todo el mundo le ocurre, por supuesto. Y si tienes una querella permanente con el lenguaje, peor (o mejor) para ti.
El hecho de que vivas en el mundo de la manifestación no te obliga a someterte a sus designios. Lo que quiero decir es que, sin desestimar los peligros de la COVID-19, hay más motivos no epidemiales para ejercer la autorreclusión (en un país como Cuba) que el temor al virus y el contagio. Hoy por hoy la epidemia arrecia con sus cepas lovecraftianas, pero afuera (en las calles de la Ciudad Maravilla) te enfermas de paranoia, agotamiento mental y físico, estrés somato-influyente y negatividad.
Frente a estas dos posibilidades: la de adquirir el virus (riesgo que sería muy débil si no te metes en aglomeraciones y usas nasobucos y proteges tus manos) y la de que tu mente y tu cuerpo experimenten fracturas y deterioros, creo que la primera tiene las de ganar. Victoria pírrica, supongo. Y, por otra parte, victoria anómala, pues es necesario hacer colas para adquirir alimentos, a no ser que tengas dinero suficiente como para hacer tus compras en alguno de esos grupos de WhatsApp y Facebook donde hay mensajeros que llevan los víveres a tu casa.
Entre las psicofonías, las pareidolias, los sueños y yo se ha establecido, desde hace ya mucho tiempo, un vínculo de rara fortaleza que también tiene la rara habilidad de atizarse en estos tiempos de naufragio. No es que yo haya roto mis lazos con “lo real” (y ya se sabe cuán precaria es esa noción), pero sí puedo afirmar que el tejido de esa “otredad” me permite, como a tantas personas que viven envueltos en él, acceder a un “conocimiento” lateral, oblicuo, que prescinde de pruebas y demostraciones gracias al hecho de que lo único que “anhela” es existir como un “condimento neutro” de la verdad sobre el mundo.
Dice Margaret Atwood que la necesidad y los deseos (aquella jamás ha dejado de ser más grande que estos) de arreglar el mundo darán como resultado la reaparición de las utopías. Uno está entre la esperanza y la espera. En la médula de todo hay un acto crucial: aguardar. Dar tiempo, aplazar, confiar.
He descubierto que los pensamientos fluyen mejor y se entrelazan más rápido mientras hago mis caminatas de 2 kilómetros diarios. Ya me dijeron que es poco. Veré si aumento la dosis. Aquí la utopía es el remiendo. Vivo por donde varios ríos subterráneos se entreveran. Tiempo atrás hubo inundaciones. En la esquina un buldócer quita escombros y desperdicios para que el agua de los aguaceros coja su curso. Camino 12 cuadras a las 9:00 a.m., tomo un descanso, y vuelvo a caminar 12 más a las 10:00 a.m. Un anciano en silla de ruedas me saluda con la mano cuando paso frente a él. El saludo no varía. Más adelante una mujer limpia su portal y la acera. Eso tampoco varía. Al doblar, en una barbería improvisada, se reúne diariamente una docena de hombres atentos a sus celulares. Se dedican a fanfarronear y hacer cuentos de mujeres, ligues y sexo. Después está la bodega y por allí aparecen el vendedor ambulante de garbanzos, las mulatas consuetudinarias que ofrecen escobas y haraganes, el recogedor (siempre descalzo) de latas, el mecánico de carros y la muchacha que “lava para la calle”. Por ahí merodea y se escurre la utopía, supongo.
Ando con un tablet Huawei que posee una cámara bastante buena. He fotografiado pareidolias conceptuales muy congruentes con el recogimiento de la autorreclusión y con el lenguaje de los símbolos. He hecho fotos de hojas universalistas, de raíces cruzadas que quieren decir algo, de portones de hierro intervenidos por bejucos y ramazones, y de troncos de árboles donde la naturaleza dibujó signos que invitan a pensar.
Esperar es uno de los procedimientos más extraños que usan las personas para construir —a fuerza de fe e, incluso, cuando no hay fe— la contraparte material de sus emociones. Uno puede hacer esto siempre, en cualquier tiempo y lugar, desde cualquier perspectiva, en presencia o en ausencia de “acumulados culturales”. En tanto acción ejecutable, esperar es tener una concepción doble del tiempo: su existencia y su inexistencia. Esto es muy perturbador.
El deseo, la espera, la esperanza, la desesperanza, la desesperación, la paciencia, la impaciencia (que es la raíz de todos los males, según Kafka). Siete actos/estados que marcan a los sujetos en la Isla. Esa es la maldita circunstancia. No la del agua por todas partes, sino la del “hombre en suspenso” que se multiplica. Me acuerdo ahora del diario que lleva el dangling man de Saul Bellow, protagonista de su primera novela.
Pero los utopistas (los teóricos de Utopía, la célebre isla de Thomas More) se aprovecharán de la esperanza. Y, como bien se conoce, no es lo mismo tener esperanzas que ser optimista. La manipulación moral y material del optimismo, con fines de control indirecto y “restauración” virtual de la realidad, es uno de los gestos más repulsivos y reprochables.
Desde las meditaciones de Descartes (me asaltan cuando pienso en el anciano en silla de ruedas que me saluda una y otra vez como una novedad insustituible, olvidando siempre el saludo de 5 minutos antes) se sabe que no es lo mismo la conciencia de pensar en algo, que pensar en ese algo. Durante la autorreclusión (con propósitos profilácticos en relación con la fatiga mental y el estrés) uno puede elegir zozobrar, por ejemplo, en un tipo de intercambio sexual como el sexting, que tiene tantos detractores como apologistas. Zozobras ahí o lees buenos libros o visitas la web de la Tate Modern 2.
En ese sexo materialmente posible y que es en parte inmaterial, sí hay una molécula de utopismo independientemente de que sepas bien que una cosa es cuando evocas la vulva y el clítoris de una mujer, y otra muy distinta lo que sucede cuando te separas de esa tensa y agraciada invocación y consideras cómo, cuándo, por qué y para qué lo haces.
Piensa como individuo, no como país. Si piensas como individuo-dentro-de-un-país ya estarás haciéndole un bien al país (el mejor de los bienes).
Y ahí está Gramsci con una idea muy básica, visible antes de él y después de él: que en todo individuo hay dos concepciones del mundo: la que brota de sus palabras y la que se encuentra implícita en sus actos. Encresparse en actos de pensamiento útiles es mejor (¡no hay ni que decirlo!) que apalabrarse en el envoltorio de los microdiscursos y los exhibicionismos.Si regresar a la utopía tuviera algún sentido hoy, habría que buscarlo en el merodeo de los juicios del yo sobre sí mismo en sus relaciones con los demás y en la autoconciencia del sujeto como espacio-tiempo vivo y de libertades. Por otra parte, un momento multitudinario de introspección con respecto al sitio propio en la familia, la sociedad y el mundo podría ser un umbral antes de las contestaciones posibles a la pregunta de qué pensar y cómo actuar. Hacerlo así (lejos de las consignas, la nostalgia de los héroes, los íconos políticos y las frasecitas de ocasión) sería un buen inicio, ahora que un clic te lleva al sexting o a un video acerca de cómo una balsa rústica llega, medio despedazada, a un arrecife donde la guardia costera acecha.
Dulce María Loynaz: el silencio como destino
El viento de la independencia del yo sopla en direcciones disímiles. ‘Jardín’ cumple 70 años ahora, en medio de la libertad mancillada, la represión del espíritu, o la “patologización” de los “sujetos altripensantes”, actos que en verdad devienen síntomas irrebatibles de la muerte de la Utopía.