Hay un recelo básico que atraviesa, como un eje, algunas escrituras de hoy. Cuando las formas de lo real y sus derivaciones quedan en entredicho, uno se pregunta en qué medida lo real es un brote de nuestra conciencia del mundo. O sea, cuánto de conciencia hay allí, y cuánto de “materia comprobable”.
Si ese recelo, como motor de la escritura, fluye al nivel de determinadas grandes preguntas y se pone a la altura de las preocupaciones acerca de la materia virtual con que el mundo se hace y se rehace ahora mismo, entonces la escritura escapa de su coto cerrado y puede participar en el debate sobre la naturaleza de lo real.
Ahmel Echevarría ha escrito una novela, Caballo con arzones (Letras Cubanas, 2017), que se conduce como una instalación de palabras. Un artefacto productor de sensaciones, una máquina lúcida atornillada a unos personajes que la usan, en primer lugar, para saber de sí mismos. Juzgar así un libro sería como inscribirlo (al menos en Cuba, donde la lectura es una precariedad, una obsesión y un apremio) en el sistema de la desconfianza. Sin embargo, Ahmel Echevarría es un narrador soliviantado y discreto. Parco, emotivo, suspicaz y pulimentador. Buena mezcla de cosas. Un escritor que rechaza el pacto clásico del realismo. Y que disimula su enardecimiento como el tigre elástico y hambriento que se agazapa entre los juncos.
Un cosmos detallado, preciso, sinuoso, como el de quien, ahorrativo, averigua sin prisa qué detalles de lo real seleccionará para extraerlos de la mirada automática de lo real, y, así, sin acogerse a los modos de la invención, simular que inventa un emplazamiento estereoscópico. Siempre me ha parecido que el modelo del contexto cubano que Ahmel Echevarría presenta en sus libros es el de ese gourmet que tiene una cava alimentada durante años por sabores imperfectos y minúsculos, colecciones de texturas, antologías de pequeñas y grandes fiebres, y oscuridades y grados de humedad diversos. Es uno de los pocos novelistas de ahora mismo que saben cómo instalarse en la ficción y atrapar lo literario sin desmantelar lo inmediato ni renunciar a él, o a eso que cualquiera reconocería como “lo cotidiano”.
Novela de un mundo y una mujer, o el mundo de una mujer o varias mujeres, y de un hombre que es distintos hombres, o un hombre que se deja ser, o que permite que lo inventen así, o lo supongan o lo sueñen así, tan diverso y repartible. El centro de todo se encuentra en un hecho colosal y sencillo: hay mujeres que, al trabar vínculos con uno, repasan la vida, la releen, la remodelan, modifican el pretérito y vuelven a proyectar la vida en el interior de uno, de manera que lo vivido se nos aparece de improviso como algo mucho más real, o algo distinto. Como un descubrimiento de última hora que adquiere ese sentido buscado y no hallado hasta el momento de la revelación.
Ahmel Echevarría es, definitivamente, un seguidor de Jules Michelet, el hombre que construyó lo femenino a partir de la posibilidad de lectura de cuatro mundos articulables: el de la naturaleza no civilizada, el de lo invisible, el de la opresión física y el de lo sagrado. Sin embargo, estamos dentro de “Cuba y la noche”. Hacia el final de la novela, donde la duda y las preguntas levantan un recio muro de desolación y goce por lo incierto, los personajes terminan de definirse en el contexto insular. Y hay una suerte de apuesta por el riesgo de que el espacio interior sea, al fin, espacio exterior. O mejor aún: un tejido único. Un paisaje sacado de adentro, sin más.
¿Cómo es ese estilo de las pequeñas reiteraciones que procuran aleccionarnos acerca del espectáculo del sentimiento y sus dibujos? Pequeñas repeticiones con ligeras variaciones. Un libro escrito en forma de módulos de percepción, como ocurría en ciertas prosas de Gertrude Stein y luego en la de Samuel Beckett, pero sin oscuridades interminables ni parálisis de la comunicación. ¿Hereda Ahmel Echevarría esa necesidad de lo cabal y lo exacto, esa urgencia de mostrar breves escenarios/paisajes donde las cosas, los gestos y los actos son como hijos de la precisión? Para ser exactos en el estilo, hay que reiterar. Lograr un ritmo. Repetir ciertos arañazos (a Ahmel Echevarría le interesa mucho la dimensión y el peso de las esquirlas).
Arañazos como escritura. Aquello que permanece en la legibilidad, o dentro del cuadro de una máquina fotográfica. El cuerpo, la lucidez del sueño, la imaginación que desea. Los personajes están trabados en ese círculo y la materia novelesca fluye por esos cauces. Ahmel Echevarría monta, repito, una máquina de narrar donde los personajes van metamorfoseándose (incluso físicamente) según sus estados de ánimo.
Caballo con arzones esquiva, pues, las formas canónicas de la novela y subraya, al mismo tiempo, el efecto de las quimeras y las reminiscencias en seres comunes y, a la vez, excepcionales. Hay una especie de conceptualización de todo esto. Se trata, en consecuencia, de una novela-ensayo, un texto que se piensa a sí mismo desde su propia autoridad como ficción. Por otra parte, este libro tiende a lo poemático, a la forma del poema. Y, además, se deja leer y mirar como novela-paisaje.
Al nutrirse de diversas reiteraciones, el estilo procura privarse de la verbalización, de los tiempos verbales. El presente es el tiempo verbal casi exclusivo de todo lo que aquí acontece. Estas condiciones hacen de Ahmel Echevarría un escritor separado. Un escritor que intenta engendrar no la ilusión de un mundo que se produce y reproduce desde afuera (observando las numerosísimas fotos de lo real, como quería Stanley Kubrick), sino retratar el retrato que confeccionan la sensibilidad y la conciencia. Pero sin complicaciones. El lector no deberá ver ni las costuras, ni el esfuerzo en los arzones. Todo sería liviano, inconsútil, llevadero. Un espacio literario de verdad. Y ahí uno se pregunta qué significa ser un escritor.
Un escritor se arriesga mucho cuando busca denotar lo impreciso de la vida (y de la identidad) por medio de precisiones que el estilo habrá de incorporar sin fervores ni exaltaciones aparentes. Como el gimnasta resuelto y escrupuloso cuando ejecuta lo suyo. Detrás hay muchísimas preguntas: las que Caballo con arzones trae y las que se desprenden de su lectura. Pero ya sabemos que el mucho preguntar deriva, a partir de cierto momento, hacia un modo de contestación. He aquí una novela acaudalada y de singular predicamento.