El novelista caníbal y el muchacho polaco (derivas)

No es raro que en el deseo carnal subyazga una autenticidad antropofágica que termina expresándose por medio de una pulsión equívoca. 

Este vaivén (del hambre física, nutricional, al hambre de sexo y viceversa) es tan intenso que se hace (y deviene) mordida. Voracidad sin hartazgo, supongo. La voracidad y sus alrededores. E, incluso, las afueras de la voracidad.

Hay quien vive feliz bajo el imperio de ese metrónomo.

Tengo un amigo nacido y criado en La Habana (ya vive en Toronto, Gloria in excelsis Deo) que tuvo problemas serios con su esposa a causa de eso mismo. 

Estábamos transitando, con singular heroísmo, por aquello que se llamó Período Especial, y hasta llegó a hablarse del hambre celular, distinta del hambre estomacal

Durante el sexo oral (cunnilingus, en concreto), mi amigo apenas podía evitar morderla ahí. Ponía todo el cuidado del mundo en no hacerlo, y, aun así, de vez en vez le mordía la capucha del clítoris. Con el tiempo y semejantes accidentes, esta fue creciendo hasta configurar unos labios menores que despertaban en él una pasión irreprimible.

Pero dejemos eso ahí, por el momento, y vayamos a otra parte.

Los honores históricos impulsan a recordar que hace 100 años se publicó La montaña mágica, la novela que no se menciona en el acta de entrega del Premio Nobel a su autor, Thomas Mann, en 1929. 

La que sí se menciona, con elogios acaso justos, acaso desmedidos, es Los Buddenbrook, cuya popularidad había ido creciendo desde su publicación en 1901. 

Mann era, por fuera, un hombre muy formal. Escribía todos los días y vestido con corrección ceremoniosa, como si estuviera a punto de irse a una recepción diplomática con artistas y hombres de negocios de Múnich.

Mann se especializó en construir personajes voraces, pero desde la mirada y desde el habla. Ambas son remedos, claro. Subterfugios. Controlar el habla desde la mirada: dos dispositivos intercambiables. Controlar la mirada (apagarla, como si dijéramos) desde el habla. Cuánta tristeza. 

Más allá de sí mismo (fue un novelista de la voracidad), podemos mencionar dos personajes suyos muy contrastantes: Hans Castorp y Gustav von Aschenbach. El ingeniero protagonista de La montaña mágica, y el escritor vacilante y exangüe (pero atravesado por una pasión) de Muerte en Venecia

(Entre paréntesis: alguna vez dije que el sexting más clásico y, a la vez, más remoto que conozco, es, al mismo tiempo, el que me parece, tras decidir alejarse de la “obscenidad”, más axiomático y decisivo por su grado de malicia, por la codicia que revela (u oculta) sin avanzar, pues él encubre, aunque no demasiado, varios apetitos de primera magnitud, desde el más somático (incluido el sexo) hasta el más lírico, donde el cuerpo se subjetiva. Hay un encanto sutil y melancólico en ese no ir más allá. En detenerse. En renunciar.)

Tengo amigos médicos con mucha experiencia en la “moribundia” clínica, en la manipulación final del cadáver, en la cirugía de urgencia. 

Todos coinciden en afirmar que el olor que despide un cuerpo recién abierto, vivo o muerto, es como mínimo muy perturbador. Pero en el sanatorio Berghof, de La montaña mágica, Hans Castorp le suelta a Clawdia Chauchat (una rusa desenvuelta, no convencional, con el fuego interior de una joven casadera tártara, y capaz de coquetear con la frivolidad para desestimarla de inmediato) una declaración irrepetible y antropofágica: 

“¡Oh, encantadora belleza orgánica que no se compone ni de pintura al óleo, ni de piedra, sino de materia viva y corruptible, llena del secreto febril de la vida y de la podredumbre! ¡Mira la simetría maravillosa del edificio humano, los hombros y las caderas y los senos floridos a ambos lados del pecho, y las costillas alineadas por parejas y el ombligo en el centro, en la blandura del vientre, y el sexo oscuro entre los muslos! Mira los omóplatos cómo se mueven bajo la piel sedosa de la espalda, y la columna vertebral que desciende hacia la doble lujuria fresca de las nalgas, y las grandes ramas de los vasos y de los nervios que pasan del tronco a las extremidades por las axilas, y cómo la estructura de los brazos corresponde a la de las piernas. ¡Oh, las dulces regiones de la juntura interior del codo y del tobillo, con su abundancia de delicadezas orgánicas bajo sus almohadillas de carne! ¡Qué fiesta más inmensa al acariciar esos lugares deliciosos del cuerpo humano! ¡Fiesta para morir luego sin un solo lamento! ¡Sí, Dios mío, déjame sentir el olor de la piel de tu rótula, bajo la cual la ingeniosa cápsula articular segrega su aceite resbaladizo! ¡Déjame tocar devotamente con mi boca la arteria femoral, que late en el fondo del muslo! ¡Déjame sentir la exhalación de tus poros y palpar tu vello, imagen humana de agua y de albúmina, destinada a la anatomía de la tumba!”

¿Tocar con la boca, devotamente, la arteria femoral, que late, al ramificarse, en las zonas interiores de los muslos? ¿Cuánto va, en términos de tiempo y de espacio, de ese “tocar con la boca” a un cunnilingus?

Un cunnilingus dedicado a una mujer camino de la muerte. Una mujer en vías de extinción.  

No es lo mismo la amenaza carnal que se adivina en estos embalajes verbales, que meterle la lengua a Clawdia en el sanctasanctórum.

Es obvio que Castorp está bien lejos de poseer el IQ de un goldfish (es hombre educado, culto e hipersensible), pero disfraza su timidez muy bien. Hay caníbales tímidos.

Hans es, diríamos, un protocaníbal que experimenta erecciones descomunales. Clawdia lo sabe. Pero años antes ya Mann, en el Lido (Venecia, siempre Venecia), ha mirado hambriento (no por clásica y grecolatina y marmórea, el hambre deja de ser hambre) al joven noble polaco Wladyslaw Moes. 

Es 1911 y este episodio le causará una gravísima impresión. El escritor ni siquiera se muestra capaz de alterar los rasgos físicos (incluida la ropa y el traje de baño) de Moes, cuando lo transforma en el Tadzio de La muerte en Venecia.

Hay una lección que aprender sobre el amor cuando, entre líneas, uno se adentra no sólo en el tejido simbólico de esa pasión que intenta resolverse (acaso remansarse) en lo estético, sin lograrlo, sino sobre todo en el tejido perentoriamente material del deseo: cuando el amor se manifiesta en esos niveles (suscitación de ternura, admiración detallística de la belleza física, inserción interesada del deseo en la Cultura para que esta lo acredite), no valen ni la decencia, ni el amor propio, ni el cuidado de la compostura social. Y entonces aparece el caníbal.

Novelista honorable, estirado, protocolar y cultísimo que se babea, digámoslo así, por un jovencito tantalizador.

En sus memorias, Katia Mann describe (se muestra incapaz de distanciarse de una sinceridad hipnótica y hasta complacida) quién es Moes y cómo Mann lo observaba con una mezcla de bienestar, arrobo e incredulidad. 

El pacto entre ella y su célebre marido era de no intervención, lo cual está súper bien. Muchos años después, Moes, no sin una dosis de alegre deleite, le habla a un periodista sobre aquel suceso. “Tadzio nació conmigo”, asegura.

Imaginen a Aschenbach dirigiéndole a Tadzio unas palabras semejantes a las que Castorp le dice a Clawdia. Pero, claro está, la naturaleza de Aschenbach es bien distinta de la del ingeniero. No tengo ni que indicar que Mann estaba muy al tanto de eso.

La montaña mágica es un ladrillo que tienes que dejar que te caiga encima. Muerte en Venecia apareció en 1912. No es un ladrillo, pero sí un camafeo donde Mann guardó algo parecido al white powder de Mr. Elvesham, la sustancia que H. G. Wells llama release en su asfixiante relato The Story of the Late Mr. Elvesham.

Caníbales cerebrales, de la palabra y el deseo. 

Será insuficiente, pero ahí sobrevive una belleza que no está nada mal para los tiempos que corren.





los-10-millones-que-nunca-fueron

Los 10 millones que nunca fueron

Por Orlando Luis Pardo Lazo

La fatalidad demográfica, a la vuelta de décadas y décadas de castrismo “de todo el pueblo”, demostró ser más contrarrevolucionaria que el fantasma de la democracia.