Para Anisley Negrín.
Antes de que uno se ponga demasiado serio frente al persistente panorama de indolencia, alevosía, putrefacción moral, codicia y muerte, hay que pensar en el olor del cuello de una pelirroja sudada que lee algún libro clásico en las afueras de un café de la Habana Vieja, en el verano ardiente de la isla.
Eso es también algo muy serio.
Los libros clásicos no son como los políticos: ni se acomodan al mejor arreglo, ni mienten.
Dicho grosso modo, hoy día las grandes editoriales se confabulan con los grandes concursos literarios, y ambos conspiran en compañía de la crítica literaria de postín (articulejos baratos de periodistas que creen ejercer el ensayo). Después viene una confabulación mayor: la de la Academia con todos ellos.
Entregados como estamos a la ficción realista, a la elaboración de historias reales porque son probables, desde lo real somos capaces de ver, interesadamente o sin interés alguno (tan sólo gracias a una imponente visibilidad), de qué manera terrible las personas cuyo destino sería el de ser lectores posibles se encuentran atiborradas de realidad, colmadas, abarrotadas.
Abarrotadas, o sea, llenas de barrotes, encerradas en la cárcel de la realidad, o del lenguaje que desembozadamente la realidad nos lanza a la cara todos los días.
Uno tiene que pelear contra las opciones mierderas de los lenguajes de lo real, especialmente en un contexto fracturado, envilecido, infecto y visceralmente dañado. Hay que decirlo así. Porque hay opciones de lenguaje que no sirven para nada.
La tibieza (mediocridad) de las escrituras que ni fu ni fa: esas que no son ni literatura ni buenos ejercicios de periodismo narrativo desde la autoficción, pongamos por caso.
De ahí que, en toda circunstancia, desde la más perentoria y difícil hasta la más relajada y tropical, hay que cuidarse y mirar hacia el recodo donde la pelirroja suda, lee su libro (es increíble que se trate del Satiricón, de Petronio) y acepta de buen grado la limonada batida que el barman le propone. “Pero nada de alcohol, por favor”, suplica. “Nada de alcohol”, repite el barman y ella repara en el hecho de que él tiene una boca gruesa y montaraz.
Supongo que el trabajo de uno, si es que eso existe: el trabajo de uno (supongamos que uno es un misionero y que, en tanto tal, habría de cumplir o anhelar cumplir una misión, un cometido), consiste en elevar el contrato con el lector a una categoría estética y sentimental tan enérgica y entusiasmada como sea posible.
Les decimos, a esas personas-lectores, que escuchen nuestra invitación, que lean el contrato (apartar los barrotes, salir de la cárcel de las lenguas envolventes de lo real) y observen cuán bueno es o podría ser. Porque tenemos la necesidad, siempre, de ser convincentes, de desplegar un libre protocolo de ideas, matices, atmósferas, personajes y gestos que debería esencializarse, reducirse a una gran estocada en las páginas iniciales de nuestra ficción, de manera que ya desde ahí el lector sepa a qué atenerse con nosotros.
La pelirroja lleva un corto vestido grisáceo con extrañas cintas rojas de seda eslava. Lee, precisamente, la edición cubana de Petronio.
Una vez me preguntaron por qué escribo como lo hago. Es decir, por qué en mis novelas siempre hay esa correosa y difícil relación de los personajes con las palabras, y por qué el asunto de la imaginación (desde aquella que se pone en práctica para entender mínimamente lo real, hasta esa que denominamos imaginación erótica) equivale, en mis novelas, a un despliegue de tensiones linguoestilísticas. Y respondí que, por lo general, siempre estoy peleando contra algo.
Puesto a definir ese algo, diría que se trata de la falta de refinamiento, la falta de esmero y la falta de pulcritud que existe en casi todo.
La realidad puede ser muy grosera (se pone cada vez más grosera) si nos dejamos convencer por su deseo de preeminencia. Y no es que ella pierda su autoridad, su poderío (el imperio de lo real está por encima de todo lo demás), sino que la mayor parte de las veces esa regencia viene contaminada por otras cosas que, para un escritor, deben ser puestas en su sitio.
Poner en su sitio algo o a alguien. Como cuando le decimos al perro: échate.
Ser cubano es una combinación sin igual de presunciones y malentendidos, para no agregar que serlo implica aceptar (tener que aceptar) una condición cada vez más patética y abstrusa. Entendí eso de veras, por primera vez, en un aeropuerto griego, rumbo a La Habana.
Lo que menos se ve es justo aquello a lo que no se presta atención. Por suerte, o por desgracia, soy una especie de cenobita. Vivo retirado, además. Hace 23 años decidí irme para mi casa y cerrar la puerta.
Acabo de escribir una metáfora: cerrar la puerta. Uno es afortunado: las redes sociales existen. Y la post-verdad. Y la trivialización. Y la virtualidad de la experiencia. Y el apagamiento del lenguaje.
Muérete si no sabes convivir con burradas, fanatismos, hipocresías y crueldades.
Digo todo esto porque, para mí, existe aún, a pesar del transcurso del tiempo, una necesidad que incluso no ha dejado de ser perentoria: la de responder con coherencia a la pregunta de por qué escribo, para qué o para quién escribo, y, sobre todo, responder a la pregunta de si hay, ante la perspectiva de la muerte, alguna utilidad en el acto de escribir.
Mi mente se encuentra todavía, por alguna razón, ordenada para rechazar, o modificar, al menos en el plano especulativo, la antigua idea de Platón sobre la realidad en tanto copia imperfecta de las Ideas Trascendentales, y de la poesía como copia de lo real, es decir, como copia de segundo grado capaz de propagar, según Platón, el desorden y el falso conocimiento.
El alto vaso de vidrio donde resplandece la limonada batida de la pelirroja, suda tanto como ella. Una gota macula la página de Petronio donde la lectura se engolosina.
La pelirroja le pasa la mano. Procura secarla. “Nada de alcohol”, confirma el barman. Un sorbo. Otro. Y otro. “Rica”, dice ella. “Bajita de azúcar”, aclara él. “Es así como la prefiero”, comenta la pelirroja y cierra el libro. “Que la disfrute”, vocea el barman y le da la espalda.
“Oiga”, lo llama ella. “¿Qué más le ofrezco?”, se aproxima él. “¿Usted ha trabajado siempre aquí? Vivo cerca y jamás lo he visto… Perdone esta curiosidad mía… Pero, ¿usted no es escritor?”, revolotea la pelirroja. “Petronio…, qué buena lectura”, murmura el barman.
“Ya no soy un escritor”, me dijo uno de los narradores más importantes de la Isla. Estábamos copiando películas en mi casa. La misma frase me la había escrito, desde Madrid, otro narrador.
Parar la escritura. Olvidarse de ella. No escribir.
Tampoco dejo de pensar en ese punto de vista (de Aristóteles) que se enraíza en la perspectiva de que el poeta imita acciones nobles (como una inclinación natural, por así decir), independientemente de la locura que alcanzaría a producirle (de acuerdo con Platón) la inspiración divina, a lo cual se añade la idea (balance, contrabalance) de que el poeta regula y satisface las pasiones humanas por medio de su arte durante el proceso de catarsis (katharsis).
En el fundamento mismo del vínculo del “hombre común” con la literatura (observado, incluso, en términos modernos) se encuentra eso que ya se denominaba catarsis. Catarsis significa, entre otras cosas, purificación. Una purificación sustentada en la fuga de ciertos sentimientos por medio de la emoción.
Sin embargo, desde siempre ha existido el problema de saber cuán legítima es esa purificación “atraída” por la poiesis, dado que hay purificaciones virtuales y purificaciones reales (materiales), lo cual se presta a miles de confusiones.
Al mismo tiempo, la virtualidad creciente de lo real, acrecentada por las ideas en torno al carácter ideal de las construcciones que la gente ve en la realidad como si fueran construcciones “comprobables” (con tendencia a la materialidad, quiero decir), ha sido, al menos para mí, otro motivo de preocupación.
Me refiero a una inquietud que se encuentra o que anhela encontrarse en el centro vivo de mis novelas.
Y uno sigue en eso: escribir novelas.
Porque, dicho sea al pasar, el centro vivo de mis novelas soy yo mismo, pero en otros tiempos, otros sitios, otros cuerpos, otras dimensiones de la Historia.
Estoy haciendo alusión, para ser más claro aún, a dos problemas:
Primero: el carácter y la naturaleza de la escritura literaria.
Segundo: la utilidad y el propósito de la literatura, concretamente de la ficción.
Es imprescindible ir hacia planos no visibles de lo real si queremos que lo visible, lo tangible, tenga un sentido primordial, básico, o adquiera un grado de realidad mínimamente irrefutable.
He ahí el destino mítico de la literatura, en un viaje de ida y regreso por el mismo sendero: poner lo invisible al servicio de lo visible, y lo visible al servicio de lo invisible.
La pelirroja apura la limonada y tantea con la lengua dos trozos de hielo perfectamente cuadrados. “He leído a Petronio”, dice el barman. Ella lo mira, más bien lo escruta. “Usted es un escritor, lo sé”, asegura y hace un extraño ruido al sorber los restos de azúcar que impregnan los cubitos de hielo.
“Antes de tener sexo, algunas mujeres de la corte de Nerón se lavaban con agua de las magnolias del vivero imperial”, revela el barman. Y añade: “Yo solía escribir”.
La pelirroja sudada cruza los muslos, que poseen el encanto de la delgadez, y se acomoda. “Cuénteme más”, pide.
En su Apología de Sócrates, Platón reproduce el juicio donde se le condena a muerte, y escribe que Sócrates deja dicho que una vida sin examen no es vida. Que no vale la pena vivir una vida no examinada, según cita Cornel West a Platón para referirse al hecho tremendo de que el examen de la vida modifica la vida hasta convertirla en la imagen más competente y genuina de ella misma.
Y heme aquí: emputecido, turulato, y tan escéptico como una nutria en un bosque de algas.
Abela a pesar de Abela: una rumba en la Galería Zak (I)
Cuando se fue a París, Abela era en Cuba un artista promisorio entre los nuevos, es decir, entre aquellos interesados en explorar un arte cubano moderno. Cuando regresó, venía respaldado por los triunfos que había conquistado allí como artista.