El sexo, el cine y yo

Ahora que ha terminado ese fiendish stretch que fue 2020, me encuentro con la posibilidad de una nueva edición de Sexo de cine, el libro con el que hice un alto dentro de los meandros de mis tormentosas relaciones entre el sexo y las imágenes cinematográficas. Ahora que 2020 queda atrás y que ese peregrinar seminífero y rotatorio, en forma de ensayo extravagante y quizás altivo, se pone en primer plano otra vez, consigo decir que de cierta manera estoy, en lo que toca al sexo, hecho de cine.

Tras diez años de haber escrito el “Vestíbulo” que figura al frente de la primera edición de ese libro, en cuya cubierta había una glamorosa barra de mantequilla hija del ingenio del diseñador Pepe Menéndez, vuelvo a recordar la insistencia del finado Rufo Caballero para que me adentrara en el mundo del Gótico y sus múltiples vínculos con el cine, recomendación que atendí recientemente en Señores de la oscuridad. Uno ama no como quiere, sino como puede, y entre el querer y el poder se funda una dinámica de equilibrios con respecto a ese vaivén, tan lúcido como melancólico, que sostiene el deseo y la espera. Así funciona la vida entera, y la escritura literaria no escapa de ese cuadrivio: el querer, el poder, el deseo y la espera.

El Gótico es algo con lo que he estado familiarizándome desde niño, y viene a ser, en lo que a mi identidad concierne, un entorno cultural de enormes dimensiones. El sexo, para incurrir en obviedades, es un camino de ida y vuelta, de circunvoluciones y aciertos y fracasos. De deslumbramientos, abismos y misterios. Nada nuevo, por supuesto. Así es para todo el mundo. El Gótico deviene algo con lo que trabajo, pero el sexo me trabaja, o trabaja conmigo

Semejante a un aerolito (lo diré sin sonrojarme) cayó Sexo de cine en el campo literario cubano, en concreto allí donde la mirada crítica sobre el audiovisual se comportaba, más o menos como lo hace hoy, igual que un conjunto de observaciones que van del cine nacional (este concepto es equívoco) al cine internacional. El libro, con su desafiante e impávida cubierta, habló y sigue hablando sobre el sexo, sobre su ejercicio en la visualidad, sobre sus caminos (los luminosos y los oscuros), sus personajes, sus cuerpos y sus distintos grados de emancipación de eso que se llama el sentido común, en este caso muy atado al juego de las costumbres, los preceptos y la ruptura de las normas.

Comprendo que una invasión reflexiva de ese tipo, escrita con desenfado y al servicio de un cúmulo más bien enorme de referencias interculturales, no iba a pasar inadvertida. De hecho, Sexo de cine obtuvo de sopetón un inesperado Premio de la Crítica y fue leído por muchas personas. El día de su presentación oficial recuerdo que Víctor Fowler, en su ralentizada vehemencia, habló de la persistente singularidad de un ensayo así (a medio camino entre la aproximación crítica y la ficción), a la par que me llamaba pornófago, pornócrata, pornófilo y pornógrafo.

En ese sentido, creo que le agregó unas rayas más al tigre de Blake (el mítico animal de la “brillantez ardiente”, el de la “armonía aterradora”). En definitiva, he puesto al servicio de la escritura de ese libro no solo mis numerosos viajes por el cine, sino también, en dosis discretas, una vida sexual (la mía) tan barroca y dionisíaca como apolínea.

Todo o casi todo hay que decirlo: si la Roma de la decadencia imperial es un palíndromo amoroso donde confluye la generalidad de los caminos, el sexo es eso mismo y más: un orbe siempre inconcluso, hecho de pasado y futuro, sin presente, sin actos precisos (salvo en los recuerdos), y que es, en cuanto a mí, principio y final, flecha en el aire, arco tenso, delirio, disparo y sombras (solares y lunares).

Por supuesto —y para contestarle a un escritor acomplejado y prescindible que se cree grandes cosas—, un escritor como yo, que mantiene su fe en la dimensión monárquica de la alianza del espíritu con el intelecto, no habla de un tipo (su presunto doble) que va por la vida leyendo, escribiendo, publicando libros y singando y masturbándose como un conejo o una alimaña tragicómica. Ese tipo es algo más. Es una identidad móvil, corrediza, que sabe muy bien de qué modo el yo está en los otros y por qué la cultura siempre halló en el cuerpo, el sexo, las imágenes y el lenguaje, un territorio de concentración y dispersión, de elevación y hundimiento.   

En su centenaria alianza, el sexo y su visualidad cinematográfica (excluiré, de momento, la pornografía comercial) se comportan, la mayoría de las veces, como un tigre del que muchos huyen y al que muchos se aproximan con temor, con pasión hipnótica, con disimulada o abierta complacencia, y más si se acepta la distinción entre pornografía comercial y no comercial, es decir: entre el sexo explícito y sin aderezos infográficos en películas comprometidas con lo artístico (no voy a definir eso ahora), y lo mismo, pero sin ese compromiso.

Víctor Fowler siempre ha tenido razón: he sido y soy, pues, un pornófago, un pornófilo, un pornógrafo, un pornócrata. Desde el día en que me regalaron un viejo atlas de anatomía y fisiología humanas, hasta hoy. Desde mi primera película porno (luego de ver muchas revistas dedicadas al erotismo y el sexo) hasta las pantallas de WhatsApp y las videollamadas, pasando por el cine donde hay desnudos activos y sexo entre el sentimiento y el drama.

Siempre he dicho, y ahora lo sostengo acaso con pasión imprudente, que hay cuatro “intensidades de sentido” (las llamaré desafortunadamente de esa manera) que me tantalizan y me conmueven y me interrogan y me sumergen en un océano saturado de goces, cánones, refutaciones de cánones, preguntas, placeres, formas, sueños e imposibles: el cuerpo, el lenguaje, el erotismo y el sexo. (Más o menos como lo expliqué antes). Por arriba y por debajo de ese cuadrilátero está, en lo que a mí concierne, lo sagrado.

En Sexo de cine, del que pronto veré su segunda venida, es ese cuadrilátero lo que pervive en tanto atmósfera y trasfondo. Se trata de un libro “interesado”, tal vez el más personal, codicioso y ávido de cuantos he escrito, pues su escritura brota de una perenne fascinación personal (aunque lo personal puede ser el origen y la catálisis de notables revelaciones no personales) en cuya compañía he vivido ya por muchísimo tiempo. Pero, a la vez, es un libro donde eso que se juzga morboso se confunde con una interpelación rizomática, salvada de la grosería insensible (hay groserías muy sensibles) por la intención de orear, dirimir y explicar.

Hablaré con claridad: Sexo de cine es ese conjunto de comunicados, incitaciones y predicaciones, sobre el sexo-hecho-de-cine, que un escritor como yo le ofrece a determinados públicos, a ciertos cuerpos expectantes, a algunos sujetos eróticos en quienes cabría la presunción del deseo y el placer.

Repito: todo hay que decirlo. Y no por exhibicionismo sino por autorreconocimiento frente al espejo. La historia de mi placer, de mis espasmódicas poluciones, de los cuerpos con que me mezclé, de los sentimientos embrollados e inextricables que se originaron allí, resulta, al cabo, irrelevante, a diferencia de ese espacio conjuntivo (un tejido de transición) que se crea cuando esa irrelevancia dialoga con el imaginario cultural del sexo, el deseo, el placer y sus metáforas.

Para construir el modelo de escritura que me permitió construir esas predicaciones, incitaciones y comunicados a que me he referido, acudí a una forma que suelo llamar “descripción analítica”, una táctica de raconteur donde volver a contar (en este caso una película) no significa tan solo comunicar una experiencia objetivamente, ni re-presentar esa experiencia, sino además, y sobre todo, modelarla desde la perspectiva de un sujeto que posee competencia cultural y que se aventura a comentar y explicar “lo que sucede” sin dejar de decir llanamente qué sucede.

Lo que sucede: sexo, umbrales de sexo, gemidos, placeres, formas, actitudes, gestos. Las erecciones más rentables y legítimas del voyeur brotan de la acumulación presuntiva y de lo que no se ve todavía, o que acaso no se verá nunca. Sexo de cine se escribió así: un voyeur atisbando con total impunidad y sumergido en un lenguaje que anhelaría, siempre, expresar su desacato, su doblez, sus fluorescencias, su ardor, sus desempeños colindantes.

Al final hay un diálogo entre una persona-voz-máscara y yo. Ese diálogo, acaso la mejor parte del libro, ambiciona constituirse en una anomalía del pensamiento complejo, pero supongo que es, al cabo, algo así como lo anómalo explicado a los niños. Uno no es quien es verdaderamente si no cuenta con sus gemelos, sus cigotos de mitosis bestial, sus nonatos. Y en ese diálogo se expresan, incluso, perplejidades y titubeos con respecto a las afirmaciones referidas en el cuerpo crítico-descriptivo, y se detallan, además, seguridades que apenas se esbozan en dicho cuerpo.

Mi interlocutora es una mujer. Se mueve libremente y pregunta lo que quiere. A despecho de su minuciosa cortesía, alcanzo a adivinar que la intensidad lingüística de las imágenes es su fuerte y su perdición. Le gusta mirar, ver y oír. Se sienta siempre en la misma silla, desplegando su falda y sin percatarse de que deja la marca de sus muslos allí, lo que resulta insignificante comparado con el olor que su culo y su vulva le inculcan a la madera del asiento. Pero qué remedio. 

En un diálogo con ese talante, y a contrapelo de las pautas de escritura que identifican a cualquier discurso ensayístico emancipado, puedo decir cosas que el Otro no se atrevió a escribir, que las escribió mal, que las esbozó con timidez o apresuramiento, o con exceso de confianza y hasta con disculpable insolencia. Entre mis respuestas y los textos que dedico a cada película se crea, me parece, un rizoma que busca romper y arañar las piedras en busca de un puñado de certidumbres.  Hasta donde puedo indicar, me seduce la presunción de que las visitaciones y los goces de ese peregrino que soy formen parte de un periplo vital. Y no es que quiera subvertir la naturaleza de Sexo de cine para ponerlo a mi disposición, como si se tratara de un quimérico memorial indirecto y acaso anticipado. Pero ocurre que toda experiencia intelectual prefigura lo que uno va a vivir (en el yo y en los otros), o reescribe lo ya vivido y lo ya soñado. Aun así, la verdad no está tanto en los hechos como en la empatía que uno desarrolla con ellos, frente a ellos.




Alberto Garrandés

Monstrificación 4.0 en La Habana

Alberto Garrandés

En La Habana sobreviven los actos de repudio y se asiste a una resurrección de los poderes de la muerte civil. No hay desintegración en el polvo de las tumbas, ni huesos desperdigados, ni trozos de piel pegados a los ataúdes. Las formas de la muerte son ahora muchas, demasiadas, y el lenguaje apenas alcanza.