En el ‘resort’ con Sleeping Beauty (recuerdos del futuro)

Puedes tener una relación umbilical y autofágica con tu subconsciente. Dicha relación se activa justo cuando pierdes la capacidad de distinguir si estás escribiendo un ensayo o una pieza narrativa. Sin embargo, técnicamente hablando, al final todo es narrativa, relato, confesión, espejo. Aliento forzado contra el azogue.

Cuando en La Habana cayó la Bomba de Multiplicación Rápida (RMB, por sus siglas en inglés), los testigos inmediatos aseguraron que se trataba de un artefacto demoledor proveniente de los Estados Unidos. Todavía en aquel tiempo existía gente muy tonta que creía en el cuento gótico (debidamente estremecido por la devoción y el heroísmo) de que El Ataque iba a producirse por parte de El Gran Enemigo del Norte.

Oigan cómo suena: El Gran Enemigo del Norte.

Monsergas.

Papel mojado, tretas.

A pesar del ingente ruido, no hubo fuego, ni humo, ni polvaredas tóxicas. La bomba laceró la tierra, se incrustó por debajo de la superficie visible y se hizo un silencio monstruoso, que los técnicos del aeropuerto atribuyeron a alguna onda infrasónica desconocida.

Mi avión saldría en una hora, si es que salía. Rumbo a Guantánamo.

Aurora (yo, en secreto, la llamaba Gata de Angora) había acudido a despedirse de mí, escapando de aquella ciudad donde las casas parecían derrumbarse y las calles eran demasiado estrechas y rectas. Le había dado la comida a su hijo de tres años, encomendándoselo a la manejadora (una chola que procedía de la guerrilla colombiana y era experta en filtros de amor) con promesas de doble paga, y había alquilado un taxi que corrió veloz hasta dar conmigo en una sala donde, perfectamente solo, me aburría leyendo un periódico de la semana anterior.

Aurora vivía en tres casas contiguas (la suya y dos más). El municipio al que pertenecía se había vaciado en un 87 por ciento desde hacía dos años.

Cuando la vi, con su aspecto-de-Emily-Browning-pisando-fuerte, me dio pánico. Pero pensé que las cosas serían ahora o nunca, pues la atenazaba un temor deletéreo. Por suerte había podido sobrepasarlo para acudir a mi lado.

El marido, un prestamista famoso que trabajaba en una orquesta local, la había sometido a vigilancia hasta el último día de su vida, cuando, de varias puñaladas, murió en las sombras de un carnaval. Sus acólitos eran sus ojos y todavía remitían a la familia del muerto informes detallados sobre la vida de la joven viuda.

Aurora se sentó junto a mí con aires de princesa (en verdad lo era) e intentó equilibrar su respiración. Sentí aquel aroma, tan suyo, a flores y sudor. Me enloquecía, pues lo imaginaba trepando desde el interior de su vagina hacia sus muslos en busca de la atmósfera superior.

¿Nos metemos en un baño?, dije.

Vamos, dijo.

Avanzamos por el pasillo hasta dar con el baño de los hombres y entramos en el último de los reservados. La puerta cerraba bien, por suerte.

Quítate lo que tengas puesto debajo, susurré excitado por su tamaño. Aurora-Emily Browning no pasaba del metro con cincuenta centímetros.

Debajo no llevo nada, estoy desnuda, aclaró.

Ay, Dios mío —recé tocándomela, sin sacármela aún—. Siéntate en la taza y enséñame eso, loca, murmuré antes de ponerme de bruces como el asirio Holofernes ante Judith, la bella viuda judía. Empecé a lambisquear febril, devoto. Por eso no escuché los pasos de la mujer de las llaves y los aseos.

Por favor, salgan, que tengo que limpiar, dijo la mujer alzando la voz.

No puedo creerlo, le dije bajito a la viuda.

¿Y ahora qué hacemos?, me preguntó con el mismo temor que asalta a las jovencitas casaderas.

Le indiqué que hiciera silencio.

¿Me puedes dar unos minutos, por favor?, grité para que la otra me oyera bien.

Sé que ustedes dos están haciendo cochinadas ahí dentro, así que abandonan el local ahora mismo o llamo a Seguridad, advirtió.

Yo pensaba que el Aeropuerto Internacional de La Habana, antes llamado como el Apóstol de Cuba, al estar semivacío por aquel tiempo (más de cuatro quintas partes de la población vivía ya en otros lugares, fuera de la Isla, y los que quedábamos solíamos usar pistas privadas), había prescindido de casi todo su personal de mantenimiento. Pero ese no era mi día de suerte.

A veces, en La Habana, uno puede caer de súbito en un espacio parecido al de alguna novela de Juan Carlos Onetti.

(Entre paréntesis: la Isla estaba desierta ―digámoslo así―, aun cuando el número de hoteles, moteles, hostales y sitios de recreo se había multiplicado por 100. El territorio nacional, más bien posnacional o subnacional, ya era una artificiosa frontera bárbara, un enclave fantasmático y sin identidad, una zona de retiro universal cuya eficaz estructura modular la transformaba en el resort más cosmopolita del planeta (cuidadosamente trazado, como un hojaldre) y donde todo se conectaba con todo. De once millones y pico de habitantes, quedaban, según estimaciones confiables, unos dos millones. En La Habana, exactamente 122 577 paisanos.)

La mujer de las llaves y los aseos añadió otras amenazas: que la Policía de la Moral nos arrastraría afuera por los pies, encadenados como perros rabiosos, y que nos desnudarían y nos echarían encima varios cubos de agua y nos darían fustazos (la fusta reglamentaria estaba hecha, en aquel tiempo, de costosa piel de armadillos) hasta que la sangre corriera.

Ya curtidas, las pieles de los armadillos procedían de Cartagena de Indias.

Pero entonces la bomba cayó e hizo aquel ruido maléfico y la mujer desapareció. No tardé en comprender que nadie vendría a pedirnos cuentas. Pamplinosa que era la mujer de las llaves y los aseos.

¿Qué fue eso?, preguntó Judith.

Los dioses, que vienen en nuestra ayuda, dije.

Sonó como una explosión, dijo.

Tenemos dioses que intervienen a tiempo, cuando la necesidad nos martiriza, comenté y me empotré en su vagina.

Después, Judith se tragó el falo del general asirio y estuvo un rato saboreándolo hasta que, cansada de hacerlo, se acomodó la falda y adoptó la postura de las mamíferas prestas a ser montadas. Y entonó aquella frase virreinal:

Cógeme como vicuña.

Holofernes se preguntaba de dónde había sacado la judía semejante símil. Por allí no había nada parecido a una vicuña. Pero el caso era que la viuda disponía de tiempo para leer, y por largos meses se había sumergido en la historia recóndita de la conquista del Perú: unos libros llenos de dibujos donde aparecían las jovencísimas indias favoritas del conquistador Francisco Pizarro, extremeño singón de aquellas que, en su lengua, pedían siempre ser cogidas en el estilo de las vicuñas.

Entendí.

Gata de Angora (mi princesa Aurora de los sueños) se inclinó alzando las caderas y se me hizo insoportable la visión, desde atrás, de la cuca abierta y las nalgas blanquísimas.

La cogí como vicuña. Dos veces.

Cautelosos, abandonamos el baño y notamos otra vez que el aeropuerto estaba vacío, realmente desocupado, y como en tinieblas, a causa de una especie de atardecer súbito.

Una hiedra de color verde polvoriento se había extendido tapando las ventanas y deslizando con avidez, por todo intersticio, ramas de espesores diversos, lianas trepadoras, bejucos ásperos y ondulantes, hojas de cinco puntas… y espinas. Espinas como puñales, duras y afiladas. Espinas que parecían las zarpas de algún animal catastrófico.

Salimos al exterior y vimos que la hiedra espinosa había invadido el paisaje. Hasta los automóviles estaban cubiertos por ella.

Algunos perros callejeros agonizaban atravesados por las espinas.

A poca distancia, donde un redondel marcaba el impacto de la bomba, descubrimos el tronco vivo de la hiedra. De los mismos residuos de la bomba germinaban las incontables cepas. Y lo peor era que se movían con una lenta y nauseabunda firmeza, y empezaban a echar flores de un inexpresable color morado.

¿Un color caído del cielo? Un color inefable venido del espacio exterior.

El caballero de Providence siempre persiguiéndome.

No recuerdo ahora quién me aseguró que el artefacto era justo eso: una Bomba de Multiplicación Rápida traída por los vándalos del cosmos. No lo creí.

¿Hacerla estallar respondía al propósito de detener la marcha de alguien, impedir que alguien llegara a su destino? ¿Éramos testigos de la proliferación arborescente de una Bruja Celeste que se esforzaba en disuadir a un Príncipe?

Celosa, ¿anhelaba ella impedirle llegar a la estancia donde yacía una amada dormida, una Bella Durmiente? ¿O todo no era más que un sabotaje sin pretensiones de elegancia cultural?

Pero esa notoria variación del mito de Sleeping Beauty formaba parte de otra historia, de un conjunto de vanidades inquietantes, de un arsenal de gestos con los que la Utopía volvía a morir (¿cuántas veces ya?) en una comarca que pronto perdería su nombre.

Regresé a la sala de espera. Aurora volvió junto a la chola y su niño.

Del avión, nos bajamos un ruso, un tipo con aspecto de profesor y yo. Cuarenta minutos después me vi vagando por el centro de Guantánamo: calles mudas y desalojadas que brillaban bajo la luna a causa de la llovizna.

Antes de entrar en mi casa, marqué el número de Aurora. Fue una decisión brusca, pero al mismo tiempo largamente meditada. Múdate conmigo —le propuse—. Aquí hay espacio para ti y tu hijo.

La vida nunca termina. Ni siquiera en este lebensraum horripilante.







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Ángeles y piedras

Alberto Garrandés

Eso no asegura que los gusanos no se darán elbanquetazo, y más si vives en una isla enclenque y azotada por la mezquindad, la ruina y la pobreza.






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