Me he pasado dos meses viendo, por accidente, referencias entusiasmadas al interés de Banksy por la situación de esos migrantes que más tarde se transforman, gracias al limbo y el titubeo de las políticas, en “refugiados”.
En realidad, busco noticias sobre Clive Barker y todo me remite a Liverpool. Cuando uno mira la historia, se entera de la centenaria rivalidad del puerto de Liverpool con el puerto de Bristol.
De Bristol, ciudad tan negrera como Liverpool, es Banksy. De Bristol es también la banda de trip-hop Portishead, cuya cantante, Beth Gibbons, guarda en la voz algo de las lamentaciones de las madres de los esclavos muertos.
Mal que les pese a algunos defensores de la existencia de la Utopía-en-la-Tierra, la categoría de refugiados se aplica muy bien a los cubanos que abandonan la isla. O que no regresan a ella.
Hablando como los locos: las paredes de La Habana están muy vigiladas. Incluso en circunstancias especiales, el grafiti suele rodearse por las fronteras del recelo. A lo sumo, y porque pasa inadvertida, lo que se desata es la microescritura.
La piel de la ciudad se reconstituye en microespacios por lo general azotados por la erosión del tiempo. Microespacios para el desencanto, la nostalgia, la testificación y el erotismo.
Una digresión. Hubo un tiempo en que se razonaba, con una lógica irrazonable, que esa migración cubana era esencialmente económica y (salvo en casos del pasado “remoto”, del exilio “clásico”) casi nunca política.
Pues no: como nos enseñaron los manuales de marxismo-leninismo, la política es la expresión concentrada de la economía. Hay que ser consecuentes con eso.
El 27 de enero de 2019 se formó un devastador tornado tipo EF4. Sus secuelas aún se manifiestan, y una parte de la ciudad experimentó lo que ya se conoce. Lo otro, pura representación, pertenecía al sarcástico desconcierto (un tanto provincianamente universalista) de darnos cuenta de que aquí podía, al fin, suceder algo así (un tornado es tan real como su imagen cinematográfica, por ejemplo, extremada en el catastrofismo y el espectáculo), a falta de leones y elefantes, a falta de asesinos en serie, a falta de ruinas milenarias y huesos de mamuts.
Los alrededores de la parroquia de Jesús del Monte, en el reborde de la calzada de Diez de Octubre, fue una de las zonas afectadas. Allí la microescritura prolifera, desde siempre, como una semiosis de lo privado.
En las primeras páginas de En la calzada de Jesús del Monte (1949), Eliseo Diego expresa: “isla pequeña rodeada por Dios en todas partes”.
Cada poeta ve lo que ve. ¿Es como dice Eliseo Diego? No. Es más bien como había dicho Virgilio Piñera en La isla en peso (1943): “La maldita circunstancia del agua por todas partes me obliga a sentarme en la mesa del café”.
Sin embargo, a la larga ambos tienen razón. La taciturna esperanza de Diego se articula con la irascible decepción de Piñera. Una misma moneda que tintinea mientras rebota, a través del tiempo, contra las calles de la ciudad. El denominador común es esa frase: “todas partes”.
“Escribo todo esto con la melancolía de quien redacta un documento. Como quien ve la ruina”, asegura Diego.
Uno rememora los destrozos que ocasionó el tornado, tan cerca de allí, de la parroquia. Y, además, no pierde de vista la forma en que se llega a ella, desde la cimbreante calleja Marqués de La Torre, que va empinándose, o desde la propia calzada, subiendo escaleras.
Quienes escriben en columnas, paredes exteriores y portales corridos, lo hacen usando monedas que raspan la cal, cuchillas que descubren la pintura anterior, creyones baratos, trozos de carbón o tizas de colores cuyos rastros se desvanecen bajo la lluvia. Vean las callecitas: Colina, Quiroga, Delicias, Altarriba. O la propia calzada, donde una vez vi, escrita en negro y verde, una declaración incurable: “Rakel te amo perdío”.
Rakel, amada hasta la perdición, ya no estaba al alcance de quien escribió esa confidencia. Debajo se lee, o se leía: “Te dejó por mí, cabrón”. Unas cuadras más adelante, como quien busca la esquina de Toyo, donde 10 de Octubre y Princesa se unen, el nombre de Rakel vuelve a aparecer: “Rakel te amo”, se lee. Estar o no “perdío” deja de ser una circunstancia.
Del otro lado de la calzada los anuncios breves, las invitaciones y las confesiones abundan en forma de diminutos papeles impresos y pegados. Pero por allí, entre la esquina de Toyo y la parroquia, hay unas ruinas intervenidas por altas hierbas y una vegetación extraña, en forma de enredaderas y bejucos.
El aspecto de ese lugar se asemeja más a la entrada de un jardín gótico, en el traspatio de alguna residencia de fines del siglo dieciocho, que a los restos de un conjunto de casas, o un almacén, o una escuela. Todavía se advierten, como en muchas zonas de la calzada, las vigas de madera y un largo pretil invadido por la maleza ascendente.
Visto desde la acera de enfrente, el espacio conserva o añade algo semirrománico a su semblante. Parece el escenario de un videoclip barato. Pero si uno sube al portal y rebasa la hilera de columnas, el paisaje cambia. El dios que Eliseo Diego vio por allí, en todas partes, hace tiempo se ausentó.
“A Silvia le gustan los negros”, dice un escribano de turno de la jovialidad al racismo, del racismo a la circunspección, de la circunspección a la jovialidad. A la derecha de la frase hay un ideograma y después la estilización de un pene. En el suelo, entre cascajos, se ven colillas de cigarros, condones, algunas botellas, trozos de telas, multitudinarias bolsas de desperdicios, excrementos y el olor inconfundible de la muerte.
Ese entorno es, en general, apto para varias cosas: comprar, vender y fumar marihuana, tirar (masturbarse a solas, o con alguien, o atisbando), tener sexo furtivo y veloz, cerrar negocios de último minuto, orinar, defecar, hablar con los muertos…
Hay dos condiciones imprescindibles para que los fantasmas aparezcan: quietud y costumbre.
¿Qué habría pintado Banksy, el hombre de Bristol, allí o en otras paredes de la calzada más bien enorme de Jesús del Monte, por donde iban y venían los negros que cargaban mercancías desde las inmediaciones de Agua Dulce rumbo a Bejucal? ¿Se habría atenido a la pobreza de los refugiados-en-sí-mismos?
Porque es sencillo admitir que los refugiados son solo los que se marchan o se quedan fuera de la isla, cuando en verdad también lo son quienes permanecen en ella, rotando alrededor de sí mismos, en la Gran Noria. Atenido a esa pobreza, el ignoto Banksy solo usaría cuchillos, espátulas, punzones, tizas, creyones de cera, trozos de carbón vegetal. Nada de esténciles ni aerosoles.
Ojalá no venga otro tornado. Bebo con prudencia una taza de café (según mis cálculos, tendré café sólo hasta el próximo miércoles) y me asomo al balcón.
Ya veremos.
© Imagen de portada: Banksy, 2018.
La urna, la muerte y el deseo
Hace ya doscientos años Keats dio a conocer un poema-credo, uno de esos textos que se vuelven hacia la tradición y le hablan: “Oda a una urna griega”. En tiempos de desidia y maldad, todavía es necesario aludir a ese enigma que excede al pensamiento: “Tú, forma silenciosa, te burlas de nosotros como hace la Eternidad”.