Ficción de la libertad, libertad de la ficción

Cuando el entorno donde vives es más que entorno y se metamorfosea en aire respirable (aire con sabor, digo yo) y atmósfera y pared de fondo y burbuja…;  cuando sucede así, entonces cualquier referencia cultural se relee y se aproxima, se acerca, se viene contra ti como un abrazo espontáneo, inesperado y no solicitado. La cultura te abraza y te alerta. Y alguien te dice: “Ponte donde el Capitán te vea, que esta talla no es fresa”.[1]

Desde hace un buen tiempo ya, mis expectativas sobre el cuerpo y sus formas cambiaron con respecto a lo que antes no era sino un subproducto de la estetización convencional: formas típicamente bellas armonizadas dentro de una emoción épica de límites imprecisos. Ahora (el ahora de los últimos años) hemos visto que el cuerpo es un sucedáneo de la mente. Un compuesto bravío (algo montaraz pero bien calculado) que existe gracias a la intervención de las emociones, los sentimientos y la red de referencias culturales más activas.

Que el cuerpo esté en la mente y sea ella equivale a decir que el cuerpo es una creación inconsciente del espacio mental, capaz de reconfigurar ese cuerpo mondo y lirondo que los pactos artísticos apresan y que los sentidos perciben cotidianamente. La reconfiguración del cuerpo es el resultado de una libertad extremada en el cultivo del pensamiento. Pensar es una dedicación peligrosa y perseguida. Lo que ocurre es que no puedes perseguir una idea sin que te envuelva y se burle de ti cuando la razón acontece. Persigues al depositario de la idea, es la carne que puedes trucidar. No puedes, en cambio, trucidar ese cuerpo levantisco que escapa de la visualidad habitual. La gran autonomía íntima de las artes nace en ese artificio cuyo efecto es el de incrementar el impacto estético.

“Esta talla no es fresa”. O sea: no es fácil, no es sencilla, no es ligera. No es fresa. Es mandarina con puntos grises. Gris cromático. Mandarina cenicienta y chorreada.

“Ponte donde el Capitán te vea” quiere decir: ponte para esto, atiende, no te fundas, no te metas en líos, haz lo que debes. Es una frase tan acomodaticia, contemporizadora y flexible que nos sirve a todos. Pero, sobre todo, le sirve o serviría al Poder. Si sacas la pata te la corto. Si extiendes las alas te las corto. Cortar es un verbo con filo, atemorizador. Pero no puedes impedir que haga con mi cuerpo y de mi cuerpo lo que quiero. Lo que anhelo en ciertos momentos. Soy un otrocuando desee serlo.

Este quehacer tropológico con y desde el cuerpo expresa una disensión extraordinaria siempre que el lenguaje no intervenga. Lo digo porque si modificas tu cuerpo de manera extremada y sales a la calle, aún puede que un policía no te detenga. Te queda ese margen de suerte. Pero si sacas un cartel te jodiste.

Hablando como los locos: hay una responsabilidad estética hincada en el conocimiento y en la doxa del logos. Existe eso que se llama artificio por artificio, “irresponsablemente”, sin un porqué reflexivo aparente, “cuerdo”. ¿Sería un artificio banalizador o poco “sensato”? No estoy seguro. Pero hay un artificio conjeturado, hilado por el pensamiento, que pone al desnudo lo esencial del yo. De modo que hay un territorio en el que artificio y verdad se hacen aliados, por mucho que uno desconfíe de la naturaleza trivial del tinglado, el disfraz, el truco.

Existe una fascinación por fotografiarlo y filmarlo todo. Nadie se detiene en el oleaje suave, pero preciso y alentador, de las palabras cuando sugieren y remarcan la calidad inseminadora del artificio. La fascinación como palabra y como orden artístico (o más vital que artístico, aunque esas diferencias mutaron con el tiempo) proviene de la palabra fascinus, asociada en tiempos arcaicos a un amuleto en forma de falo. Hoy día nada que exista lo hace fuera del rigor de las imágenes. Por ejemplo, casi nadie acepta “amistad” de alguien en Facebook si no hay fotos. De hecho, cuando no hay fotos aparece la sospecha. Pero no dar la cara es tan sospechoso como darla en abundancia.

Banksy ha escrito en una pared angular donde hay una cámara: “What are you looking at?”. Eso debiera decirle el artificio, sostenido por un cuerpo o por miles de cuerpos, al Poder, que lo fotografía todo y lo filma todo y lo graba todo, porque en definitiva uno es gracias a las palabras y las imágenes. Vivimos dentro de la cultura del control y, en concreto, en un país descontrolado, azaroso, incierto, balanceándose en derivas político-financieras.

Filmar era antes una amenaza. Hoy es común. Y, sin embargo, todavía ve uno en los clips de videos de sexo home-made a alguna mujer que se tapa la cara o dice: “No me filmes”, o “apaga la cámara”. Registrar, testificar. Como si la memoria no bastara. O las palabras de la memoria. Los rostros importan. La identidad que el rostro subraya, importa. Lo demás (un glande, un clítoris) no lleva letreros, ni nombres. Filmar siempre. Como en el malecón de La Habana, donde dicen que hay cámaras por doquier.

¿Versos priápicos, itifalóforos, para desalmidonar la realidad? Hay que cuidarse del mal de ojo (las abundantes envidias), de la fascinación. En tiempos arcaicos fascinar era un acto proveniente del fascinus, cuya forma era la de una pinga ensoberbecida por un predicamento religioso y ritualístico. Mirar un fascinus era como despertarlo, pero también significaba virtud (virilidad) para las cosechas y las uniones entre hombres y mujeres. De hecho, virilidad y virtud son palabras con genealogías iguales. Ser virtuoso es ser viril material o metafóricamente. Los antiguos se colgaban amuletos contra el mal de ojo (pingas pequeñas) y de paso se aseguraban de que las cosas salieran como debían salir.  

La libertad del cuerpo es siempre cultural. Y política. Y hasta literaria porque deviene intrínsecamente ficcionadora. Cada cuerpo labrado por el artificio que busca renombrarlo (resemantizarlo por si las moscas) es un cuerpo-emblema, un cuerpo-historia, un cuerpo-relato que, aunque no lo exprese directamente, alude a una sexualidad emancipada de todo. Dicho cuerpo es la última comarca visible donde la libertad se manifiesta. El último enclave, en este caso no visible, es el del pensamiento. Las palabras. Las que se oyen, las que no, las escritas, las habladas.

Si quieres ser visto y que no haya dudas sobre tu credo ni sobre tu camino, ponte donde el Capitán te vea, que esta talla no es fresa. Que el Capitán quede advertido acerca de la fascinación a que te entregas, esa cuya naturaleza no es otra que la de tu propia identidad. No hay nada más importante que la construcción y el cuidado del yo.

He leído que la poesía es el último gran aposento de la libertad porque nadie puede comprarla, porque su valor es nada y lo es todo. La poesía constituye el único espacio libre de dogmas y autoritarismos, y aun cuando los poetas son los administradores lúcidos de una lengua acaso elevada y universal, esa lengua compromete y avisa a todos los seres humanos por igual y los conecta y nos pone a dialogar a todos con todos.


© Imagen de portada: Liviu Florescu.




Nota
[1] “Ponte donde el Capitán te vea” es una frase que dice Grisel López (Tita), mamá de Claudia Miyar; que es novia de Alberto Garrandés Jr.; que es hijo de Elsy Obregón y Alberto Garrandés, yo mismo; que soy nieto de José Garrandés Monteavaro, maestro panadero y vecino de la asturiana villa de Tineo, que emigró a La Habana en 1917, huyendo de la guerra y la pobreza (como casi todo el mundo hoy, porque el pasado regresa cuando lo dejan regresar), en el vapor Virgen de Covadonga




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