Hay un problema muy serio con las solicitaciones, ahora mismo, de lo real. Me refiero a las gestiones emotivas que dispersa lo real (eso que nos rodea de inmediato, aunque podemos burlarnos de semejante jerarquización o precepto). Solicitaciones como pedidos y demandas. Como requerimientos y preguntas.
Uno escribe, uno tiene ese vicio. Uno padece y soporta el virus de la escritura. Uno vive así una parte de la vida: enfermo de escritura. Y cuando no hay escritura comprobable, escribir se torna un proceso metastásico: el virus se conecta con diversas instancias de lo cotidiano y las invade.
Miras una película y escribes. La vecina te regala una berenjena mediana y escribes. Te masturbas y escribes. Hablas por teléfono con alguien a quien imaginas en un enredo sentimental, y escribes. Cuelas café mientras ves a la mujer de enfrente que tiende ropa en la azotea de su casa, y escribes.
Incluso escribes cuando piensas en la puesta en marcha de los candidatos vacunales y ya empiezas a extrañar, anticipándote a la muerte de la virtualidad, las mil y una formas de la autorreclusión pandémica.
Uno piensa en la Isla y ocurre lo de siempre: te invade la sensación de que estás en el bucle de todos los días. Es apenas verosímil: pensar provoca lo mismo que existe como premisa del pensar. La Isla es un sinónimo estrecho y deteriorado de lo cubano, que se adhiere, en virtud de la manipulación política del Estado, a cuestiones de identidad y esperanza, cuestiones de uniformidad de pensamiento y de fe en la Utopía.
Reflexionar sobre la Isla es, además, tasar inútilmente una crisis general que, a su vez, nos lleva a pensar en el dinero que falta, las comunicaciones defectuosas, los precios de los alimentos, las familias (los que están en la Isla y los que no), las colas en las tiendas, las imágenes de la vida en las redes sociales y la Covid-19.
Después de pensar en la Isla te sientas a escribir en serio. O a pensar en serio para poder darle lustre a un oficio cada vez más deslucido a causa de su ineficacia o su falta de importancia. Regresar al café es un modo muy práctico de hacerlo, si es que cuentas con café para eso.
Toda esa pérdida de tiempo, ¿qué castigo trae? ¿Cómo se paga esa redundante ociosidad? Con escritura. Pero el entorno gira y gira ahora más que nunca. Sin cesar. Se trata de eso que mencioné antes: una avalancha de solicitaciones.
Entonces topas con la aterradora insignificancia del sexo y su temible potestad: dos caras opuestas de un mismo fenómeno. Dos caras con dos pesos distintos según seas quien seas. En un país donde hay una restricción severa de libertades, descrédito oficial, más una economía doméstica de puro descalabro y en la cuerda floja, la intimidad sexual desbalancea sus cánones (esto es bueno y es malo) y toda escritura que se interese en relatar la vida a secas podría tender a la evaluación ideopolítica o a una variación de lo filosófico como tejemaneje de barbería. De modo que el relato (micropolítico) de la vida a secas no es el camino. Escribir debe ser tan satisfactorio como comerse un pastel de chocolate con helado de nueces.
Según quien seas o creas ser, el sexo tendrá un valor fijo y grande o un valor corredizo y relativamente pequeño. Esto se explica muy bien en algo tan sencillo como devastador: puedes vivir con amor o sin amor. Si entiendes que el cuerpo de quien amas es una zona de llegada y un punto de partida, las formas de las demás cosas se tambalearían como hace con ellas, en la lejanía de los objetos, el calor extremo de las calles.
Así que la escritura, en la nueva normalidad preventiva (saturada de nasobucos caseros y tristísimas colas ineludibles y largas como sierpes), tendría un remanso (un recodo, una esquina privada) en la insignificancia y el poder del sexo.
Hay que escribir textos sobre el amor. Textos minuciosos, anticanónicos, sexualizados, donde el cuerpo se asiente en la magnitud ritualística del sexo y salga de ella de inmediato para adormecerse en la gimnasia trivial y efímera del placer, antes de regresar, ungido y coronado, al rito de lo sacro.
Vamos, es una simple idea. A modest proposal, como diría Jonathan Swift. Naturalmente, ese no sería nunca el relato de la vida a secas. Así que debes prepararte para una inmersión en la física de las micropartículas. En la física de la autogeneración de la red neuronal. En la física de un ensueño fantástico que te permite abrir los ojos junto a esa persona e ir, paso a paso, preparándote para que ella despierte y note el monte Fuji de tu erección.
Inmersión, definitivamente, en una física donde la masa permanece inalterable a despecho de un crecimiento implosivo y diversificador.
Me refiero, pues, a un inventario incalculable. Vas a enumerar los bienes del cuerpo y el sexo (cuerpo de quien amas, sexo cuya praxis te obliga a atravesar innumerables edades) como si fueran bienes del espíritu tasados por un intelecto complejo.
Digamos que ese inventario es un libro. El libro al que se llega siempre, de acuerdo con Mallarmé. ¿Qué clase de libro sería ese? O mejor, ¿cómo y por qué se escribiría un libro perfectamente autotélico en cuanto al yo que tasa sus bienes a partir de un cuerpo? ¿Un libro que, cifrado, se lea como una partitura simbolista y detallada en cuanto a las formas del cuerpo y el sexo, y que además represente la idea del arte total?
Mallarmé lo expresa en Herodías: “Pintar no la cosa, sino el efecto que produce”. He ahí lo incalculable. Quieres hacer el inventario de los bienes que ese cuerpo posee y te regala, las dádivas visibles e invisibles, las que existen para ti y las que otros ya conocen.
Y en cuanto a estas últimas, ¿serían percibidas/otorgadas con análoga fruición, ya que gozan de un consenso, o modificarían su huella en ti? ¿Sabrá ese cuerpo lo que son sus propias dádivas después que tú mismo le expliques en qué consisten?
Un inventario incalculable: no puedes calcular la cantidad de dádivas porque cada una de ellas se metamorfosea en otra, o en su doble anómalo. Dádivas que mutan, se enmiendan, evolucionan. Cuando crees que has descrito y entendido una sola de ellas, ya esa no será la misma ni en tu pensamiento, ni en tu recuerdo ni en el instante en que te aproximaste a ella para probarla y adorarla en el goce simple del absoluto. Todo cambia ahí. Todo cambia para que ese cuerpo sexualizado continúe representando su milenario papel en la reafirmación del aliento y la energía.
La vida a secas es lo mismo con lo mismo: parálisis, agonías, titubeos, carencias de toda naturaleza. Me acuerdo de David Markson y sus experimentos (La soledad del lector, 1996) con un Protagonista muy libresco que vive en una casa extraña mientras miles de noticias y juicios literarios fluyen en un libro que lo arropa y que puede juzgarse una novela evasiva, al sesgo, en diagonal. Me siento complacido al apropiarme ahora del extraño Protagonista y preguntar si él, puesto a escribir su inventario, sabrá que, tras juntarse con esa persona por cuyo amor se sentiría tan vivo, las dádivas objeto de su compilación harán de su existencia una aventura interminable, porque es la vida examinándose a sí misma minuto a minuto, como quien dice.
Mientras la enfermiza mezquindad del entorno siga manifestándose como el Do central de este piano lleno de comején que habitamos, mejor será escribir El inventario incalculable. Cualquier excepcionalidad de la vida a secas será inferior a esa devoción.
¿Patria o Muerte? El yo por delante
Frente a la absurda querella entre Patria, Libertad, Muerte y Vida (absurda porque está claro que ningún proyecto político auténtico, y de duración tan extensa, debería incluir a la Muerte como opción), es mejor pensar en el abismo de la identidad, lo sagrado del amor y del cuerpo, y la libertad de las mujeres para rebelarse.