‘Ken Park’ veinte años después

He aquí la intuición —mediatizada por las palabras, por el sistema de los discursos corporales— de cierta animalidad que se alimenta —o no— de una dosis de ternura: piel, erotización, escribir con las lenguas, con el lenguaje y trazar una ruta vacía —y que debe llenarse.

De cómo la convención moderna de la novela y lo novelesco suprimen lo sexual y la excrecencia. Balzac, un genio, no describe a sus personajes orinando o cagando. Ni masturbándose. Todo cabe allí dentro de la efusión sentimental de un pathos bien iluminado. La orina, los excrementos y los orgasmos son cosas del Marqués. Después del Marqués, y pese a todo, su herencia presiona las sienes y revienta los diques cada cierto tiempo. Nada que hacer al respecto salvo inclinarse ante esas espontáneas y candorosas efusiones.

He aquí las escrituras que se arman, ahora mismo, dentro de la sexoafectividad. Negociación, intercambio, trueque de productos. ¿Limitadamente y a corto plazo? No se sabe. 

Al final uno regresa al placer o lo busca porque es, con el dolor, la única realidad comprobable además de la muerte. Placer como fe e impermanencia.    

No bien piensas en la representación del sexo (en el teatro, en el cine, en la literatura, en la pintura y hasta en la música), te das cuenta de que es un asunto y una ocupación deformados por la hojarasca conceptual de siglos y siglos de dominación heteropatriarcal. 

Balzac, un genio, no describe a sus personajes orinando o cagando.

Decir esto es sumarse a ciertas cantinelas que, empero, no dejan de ser veraces, y también es decir ya un lugar común. Pero siempre hace falta subrayar, a propósito de semejante problema —y lo es…, es un problema—, que hay una vapuleada palabra, la palabra amor, cuyos significados pasan por el sexo y, además, por la referenciación del sexo, por mucho que la hipocresía de Instagram y Facebook acceda al uso de hashtags como #autoerotismo, #eroticism, #sex, #eroticpics y #eroticphotos, entre otros. 

En definitiva, si colocas una imagen que viola las llamadas “normas comunitarias” sobre desnudos, ya no sobre graficación —sea o no pornográfica— de intercambios sexuales, “ellos” borran la imagen y te explican, con cordialidad ridícula, por qué lo hacen.

He puesto en Instagram la cubierta de mi libro La lengua impregnada. Y un minuto después la de mi antología Instrucciones para cruzar el espejo. Mi cuenta fue cancelada. El ritmo del algoritmo pasó de la rumba al cool jazz y leí una cosa ahí sobre no mostrar pezones. ¡No mostrar pezones! 

No se aclaraba si eran pezones en reposo o pezones erectos. Aunque no es lo mismo los pezones erectos de una madre que alimenta a su bebé, que lo pezones erectos de una amante lamida con ahínco. Puede que incluso sean la misma persona —diurna y nocturna, por así llamarla— y, sin embargo, en términos de imagen, de graficación, un caso sí es aceptado por Instagram mientras que el otro no. 

Uno regresa al placer o lo busca porque es, con el dolor, la única realidad comprobable además de la muerte.

Hace veinte años se estrenó Ken Park (2002), la novelesca y polivocal película de Larry Clark y Ed Lachman. Lo mejor de ella no es que sea polémica de un modo amablemente sincero, sino más bien su audaz designio de darle al sexo su sitio natural dentro del pathos de lo ordinario. Por supuesto, hay que ver la uncut edition. Es una de las historias colectivas más sorprendentes y serenas del cine norteamericano de nuestros días.

Larry Clark y Ed Lachman —en especial el primero— no han dejado de explorar el orbe de los adolescentes y, aunque en este caso las secuencias del final reagrupan los destinos de los personajes principales, siempre tenemos la sensación de que estamos viendo un retrato de grupo lleno de momentos anómalos. 

Un retrato de grupo, con diálogos que no tienen por qué ser sexualizados, puede brotar de una reunión orgiástica. Una orgía no tiene por qué ser 100% sexo. Una orgía verdaderamente real, realista, incorpora diálogos variados, visionado de películas, relatos cotidianos, revisitaciones del pasado, cantares, lecturas de poemas y otras muchas cosas. 

En una orgía hay de todo, pero lo que más abunda es: 1) el fluir del tiempo; y 2) la distribución espontánea y también calculada de los orgasmos. Pero en la actualidad todo es demasiado veloz y todo el mundo tiene prisa. 

Hay una vapuleada palabra, la palabra amor, cuyos significados pasan por el sexo.

La película transcurre en un pueblito de California, pero la cámara de Clark y Lachman es demasiado incisiva. Se trata de Norteamérica con sus mitos domésticos, su afición a la fuerza y la varonía, su sensualidad acartonada por el pragmatismo. Y aun así cada uno de esos chicos está sujeto a un escrutinio inclemente en relación con momentos únicos de sus vidas, acopladas unas con otras y en proceso de modulación. Todo pasa allí por el mundo del sexo y es en ese mundo donde quedan marcadas, con mayor o menor fuerza, las fisonomías de los personajes. 

Claude, el chico de la patineta, recibe a diario las humillaciones y maltratos de su padrastro. Una noche de muchas cervezas entra en su cuarto y ensaya una felación durante la cual el muchacho despierta airado. Al siguiente día, Claude recoge algo de ropa y se marcha. Sabe que su madre no creerá una sola palabra de lo que él le cuente, ni lo detendrá. Este saber no lo aplasta, no lo anula. Vive con esa amarga certeza. 

Peaches, cuya madre ha muerto recientemente, vive con su padre. Durante una de las visitas de este al cementerio, Peaches introduce a su novio Curtis en la casa y lo amarra a los barrotes de la cama. Empiezan los preliminares del sexo —un sexo “duro” que, al anhelar ser muy profesional, se impregna de una inocencia fuertemente erótica— y el padre los sorprende. 

No es lo mismo los pezones erectos de una madre que alimenta a su bebé, que lo pezones erectos de una amante lamida con ahínco.

Fanático religioso enamorado, sin saberlo, de su propia hija, que es la viva imagen de la madre, ahora que la sorprende poseída por la Gran Puta babilónica se siente capaz de sublimar su deseo por medio del artificio de una boda simbólica, no sin antes golpear a Curtis, cuyo hermoso pene ha visto fascinando a Peaches.

Tate, especie de alienado que no vive con sus padres sino con sus abuelos, llega a asesinarlos luego de comer un trozo de tarta. Suele masturbarse con la técnica del ahogamiento —una banda de tela enroscada en el picaporte y después en su cuello— y, cuando lo hace, casi diríamos que se exhibe para nosotros, o contra nosotros, defendiéndose del mundo pero, al mismo tiempo, agrediéndolo. 

Hay un instante realista —de elevada sinceridad narrativa— en el cúmulo de intercourses que Ken Parkpone, con audacia, delante de nuestros ojos. Cuando la cámara se acerca al calzoncillo de Shawn, el chico que tiene sexo con la mamá de su novia —en realidad ella lo educa dentro del sexo, como mismo lo enseña a lamer su clítoris hasta el orgasmo—, vemos en la tela una pequeña mancha de humedad —líquido preseminal, obviamente— que proviene de su notable excitación. 

Después de todas esas escenas —en las que renace la pulsión de franqueza a partir de la cual James Joyce desnuda para nosotros la golosa mente de Molly Bloom—, Larry Clark y Ed Lachman han querido que su película termine con una epifanía donde Peaches, Claude y Shawn se reúnen para tener sexo juntos. 

En la actualidad todo es demasiado veloz y todo el mundo tiene prisa. 

El resultado es inocente, festivo, regocijante, muy Gauguin. Chica para colmo morena y polinésica, Peaches aglutina una deseable utopía sexual frente al carácter distópico de la sociedad que ellos quieren abandonar. O que de hecho abandonan desde la rebelión de sus conciencias. Se sienten negligentes, desprotegidos, como si todo el mundo hubiera desertado de sus vidas. No saben cuáles son las normas y si las conocen, no las comprenden. Tampoco tienen idea de qué es lo sagrado porque ellos mismos son lo sagrado o forman parte de lo sagrado; de cierta manera, Clark y Lachman así nos lo indican.

Bajo la simplicidad —aparente— del inicio de las tramas juveniles que Larry Clark desarrolla en sus películas —y no hay más que ver las recientes dos partes de Marfa Girl—, casi siempre queda al descubierto una idea donde nace una proposición de índole teorémica —como en Ken Park, por ejemplo— a partir de la cual lo simple se hace notablemente complejo. 

Clark es un cineasta ensayístico, meditativo, por mucho que pensemos que es un “duro” en el estilo escueto. Ya en Impaled (2004), cortometraje incluido en un proyecto colectivo titulado Destricted (2010) y al que también pertenecen siete obras de otros siete cineastas, Clark explora las confluencias visibles —e invisibles— del arte y la pornografía

El resultado es inocente, festivo, regocijante, muy Gauguin.

Todo consiste en la filmación de un castin para hacer una película pornográfica, pero ese proceso, en sí mismo falaz, es muy atrayente para la ficción incoativa —como célula desarrollable— y para la ficción derivada —como propósito explícito del director—, porque Clark lo filma, selecciona primero al chico —es una película straight— y después a la chica. 

El proceder es en principio muy sospechoso. Sin embargo, la dispersión de los hechos está editada de modo que veamos al chico elegido interactuando, en diálogos atentos, corteses y repletos de silencios, con las demás chicas, algunas de las cuales hablan mientras se desnudan o cuando ya están desnudas, mientras él —una suerte de emo que practica la timidez o que es efectivamente tímido— permanece vestido. 

Las chicas del castin resultan ser más decididas y seguras que los chicos. Y el chico emo va observando, frente a una cámara precisa, vigilante —una cámara que, a diferencia del chico, practica el zoom sobre los cuerpos desnudos de una forma casi obscena—, todo lo que ocurre antes de entrar en acción. En rigor, la acción es el desenlace elemental de ese castin: puro sexo. Penetración vaginal, penetración anal y, por último, una felación. 

El sexo es representación, autorrepresentación, modelado mediato, narratividad congelada y presunción que acaba integrándose en el yo.

El espacio es contrastivo: una habitación ¿para niños adolescentarios? con un sofá verde limón y paredes pintadas de amarillo girasol. De la pared cuelga un cuadro en el que figura un submarino donde viajan perritos y ositos. El cuadro está detrás del sofá donde todo el sexo se despliega. El sofá está frente a la cámara: Larry Clark sabe lo que es la masa crítica. ¿Qué hemos visto? ¿Un castin que deviene pornografía, la filmación de un castin que deviene pornografía, o un estudio ficcional de un castin donde lo pornográfico está condicionado por diálogos rizomáticos que van modificándolo todo?

Sea como sea, el sexo es representación, autorrepresentación, modelado mediato, narratividad congelada —al menos en apariencia y dentro de un texto, ya sea audiovisual o no— y presunción que acaba integrándose en el yo. Lo demás se lo dejamos, por romo, al embotamiento de los censores que cumplen con la pureza social y la corrección política.


© Imagen de portada: ‘Ken Park’ (fotograma), 2002.




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De James Joyce a Peter Greenaway (80 años de un cineasta separado)

Alberto Garrandés

Greenaway relee a Shakespeare y coloca, en cada página, miles de notas al pie que hacen de ‘The Tempest’ una historia con diversos tipos de legibilidad: la teatral, la fantástica, la histórica, la antropológica, la estilística, la visual, la onírica, la sexual y la operática.