Hay momentos en que la imaginación pornográfica, para decirlo en los términos de Susan Sontag, roza la imposibilidad del sexo como paradójico espacio del “vuele mayor”. Acaricia, toca o coquetea con esa imposibilidad. Entonces hay que mudarse al hentai o hacia la pornografía CGI (Computer-Generated Imagery).
Hace muchos años escribí un relato titulado “En la torre”, donde un hombre que huye se refugia en una torre de varios pisos y permanece allí, junto a una mujer cuyo tamaño varía (de persona normal pasa a ser una giganta y viceversa).
Tras un enamoramiento apenas evitable, el sexo aparece. Y el hombre toma por costumbre introducirse en la vagina de la mujer cuando es una giganta, y descansa allí o se solaza, intrépido, en esa sedosa y húmeda cavidad.
“Es una perversión tan bella que resulta decadente”, me dijeron en público cuando leí el cuento.
“Una fantasía morbosa”, señaló un amigo, ya en un ámbito más privado.
“Me han llamado pervertido… y delante de mucha gente”, dije.
“Acostúmbrate”, me aconsejó.
Regresar a la vagina es, en principio, un acto simbólico. Como regresar a algo que hemos olvidado y cuya memoria no tenemos clara. Así expuesta, la situación es casi metafísica: origen somático, huida del mundo, regreso a la oscuridad primordial.
Pero si eres una mujer con buenas luces y dejas que tu amante te masturbe con 4 dedos, ya perteneces al Four Fingers Club (el club existe, no estoy inventándolo), que podría representar la punta de esa madeja que lleva al regreso vaginal. Por eso es que las protagonistas de los episodios llamados “de sexo extremo” (lo cual es una exageración conceptual) son mujeres maduras, maternales, matriciales.
Mujeres que, además, aceptan el fisting (por parte de hombres y de mujeres).
En un chat medio cubano, o cubano y medio, encontré este anuncio: “Busco mujer madura de bollo grande”.
Más allá de lo jocoso, y de la conjeturable y discutible obscenidad, imagino a ese usuario (un joven que decía tener 21 años) enfrentándose a semejante fenómeno, digno de la imaginación pantagruélica.
¿De dónde brotan esas convenciones acerca del tamaño de la vulva?
Pura tipología. Pura presunción. Creencias que se originan en la torpeza y en la impericia asociada al candor.
Hay gigantas y gigantes. El protagonista de mi relato, ese hombre que huye de todo y de todos, comprende que el amor va mucho más allá de lidiar o no con el tamaño de su amada. Vecina de un ignoto pueblo en el que la magia florece, ella ha conseguido arreglar la situación por medio de un brebaje de trabajosa manufactura. Y es ahí cuando él decide que deje de tomar el brebaje.
En términos prácticos, de sexo, deseo y cabriolas sexuales, a veces él le da placer a ella introduciendo sus pies en la vulva, o arriesgándose a ser absorbido cuando se adentra hasta el cuello. O al revés: cuando, como un buzo de Julio Verne en una caverna submarina, nada por ese interior sorprendente y explora la vagina hasta su nacimiento y llega al maravilloso umbral del útero.
La pornografía CGI logra graficar todo eso de un modo un tanto ingenuo y escueto, como en una versión degenerada de The Incredible Shrinking Man (un argumento ni más ni menos que de Richard Matheson), en la que habría un transitorio reacomodo no dramático de la sexualidad familiar (muy norteamericana, muy de los años 50 del siglo XX), de ese hombre que se encoge en pos del infinito y de esa mujer que, angustiada, lo ve encogerse hasta desaparecer.
Ella deviene una giganta y él un pequeñuelo risible. La conjeturable versión pervertida honraría la sentencia de Horacio: Carpe diem, quam minimum credula postero. Aprovecha el instante, no confíes en el dudoso mañana. Pero la película, de 1957, es muy seria. Y con razón.
¿Qué ocurre cuando hay gigantes y no gigantas? Un corrimiento de la imaginación más allá (pondré un ejemplo básico) de eso que se denomina monster dick, algo que revela el racismo un tanto cínico de la pornografía occidental, pues esa categoría se reserva casi en exclusiva a los negros.
La lucidez matriarcal blanca hace de las suyas con el monster dick: lo maneja a su antojo. Y si estamos en presencia de una giganta, igual: es ella quien inventa las maniobras y pide, así, ser satisfecha por ese liliputiense que tendrá o no (¡ya no importaría, qué cosa más terrible!) un pene grande.
La consecuencia, en cualquier caso, es la aparición de una mujer con una autoridad inusitada y trascendental.
Siguiendo ese camino he imaginado la eyaculación de King Kong encima de Jessica Lange en aquella famosa película de John Guillermin.
He previsto la cuajada colosal del Rey Kong cayendo encima del cuerpo de la bella Jessica (ahora tiene 70 años, pero entonces tenía 27).
Kong sabría de ciertas imposibilidades, incluso tras oler (y excitarse hasta la ira) el chal de Jessica. La secuencia, deducida con toques de François Rabelais, permitiría que Kong se masturbara.
Una pregunta: ¿un dedo de Kong sería aún demasiado grueso para conseguir la humedad desesperada de Jessica Lange (la bella Dwan), emputecida gracias a los suspiros del mono y las miradas de los expedicionarios?
King Kong, un peluche colosal.
Me gustaría pintar una serie de cuadros pornográficos basados únicamente en las diversas texturas y tonalidades del semen. Lo pornográfico resultaría de advertir yo, a quien desee asomarse a dichas composiciones, que lo presentado es puro semen en una enormidad falofórica.
Creo que, al final, la serie no sería otra cosa que estudios en torno al impresionismo abstracto, como cuando Mark Rothko imaginaba la sangre, los trombocitos y las etapas (tan coloridas) de la coagulación.
Pero el semen pasa del coágulo al derretimiento. Licuefacción rápida. Mi monocromía King Kong: blancos al por mayor, un adarme de amarillo limón, una minucia de verde trópico. Kong extrae su pene y eyacula encima de Jessica Lange. Imaginemos que ella se abraza a ese pene, que monta encima de él, que lo acaricia con brazos y piernas, que se entrega a una masturbación a la que el Rey no está acostumbrado. ¿La mataría de un manotazo o se la llevaría consigo a la selva virgen?
Hay una pornografía gay CGI. De repente, encima de una cama, aparece un gigante negro (¿el Rey Kong en uno de sus avatares?) que penetra a un hombre blanco (un liliputiense de verga grandota… pero en el mundo de lo infinitamente grande, todo es infinitamente pequeño). ¿Acaso no podría esa derivación de Kong, ahora en un cuarto de hotel, incrementar el imaginario del sexo interracial en el ámbito de lo fantasioso? Cuando el liliputiense le da placer, se mete hasta las rodillas en el ano del gigante y de allí sale y entra realizando el movimiento de siempre.
Esas graficaciones de lo imposible o lo maravilloso se mantienen, sin embargo, dentro de un extraño límite. Fuera de él ya aparecen los extraterrestres zoomorfos que sodomizan tanto a astronautas como a prostitutas que buscan trabajo en zonas de paso. Establecimientos donde no vive nadie porque son como bares bien surtidos al borde de la carretera interestelar.
Los extraterrestres zoomorfos heredan la estética del transformer, pero con pingonas que emulan con los arietes medievales que servían para derribar puertas de castillos o torturar (empalamiento seguro) a traidores políticos e infieles.
Todo indica que, para el Poder, uno de los pasatiempos más cuestionables y peligrosos es el de ver pornografía. Pero no por motivos de dudoso origen moral, sino porque vivir en el porno, e irradiar desde el porno (como una devolución llena de gratitud) miles de vivencias de todo tipo, significa resemantizar el porno, ausentarse del Poder, ignorarlo, buscar y encontrar un nicho propio, pensar y vivir como sujeto propio intransferible (y no como país).
Vivir en el porno, sin las dosis de enajenación que fascinarían a los controles ciudadanos, es algo que ya ocurre o podría ocurrir. Al menos en términos lógicos.
Antes de entregarle a la editorial su novela Pailock, libro controvertido y de destino injusto donde los haya, el escritor cubano Ezequiel Vieta pasó unos días meditando sobre la cuestión de la fotografía de autor que figuraría en la contracubierta. Como era un hombre presumido, buscó y rebuscó entre las que tenía a mano y el desaliento lo alcanzó: no existía una foto suya que sirviera. Ni una buena cámara para hacerla. Entonces llamó a la editorial e hizo una pregunta rara.
“¿Puede ser cualquier foto?”, dijo.
“Cualquiera”, aseguró alguien festinadamente.
“Muy bien”, respondió Vieta.
Al cabo de unos días, en la dirección de la editorial, apareció un sobre sellado con una lámina dentro. En ella se veía a un sonriente gorila con espejuelos, manejando un pincel.
Virgilio Piñera: las fábulas, la tumba, los graznidos (II)
Desde 1959 no han faltado en Cuba funcionarios tocados por la soberbia, ensombrecidos por el ejercicio del desprecio, y, al cabo, por una confusión épica consagrada a la “corrección política” y a las tonterías de la idea del compromiso social inmediato de la literatura.